A SANGRE Y FUEGO (Trilogía polaca I)
Henryk Sienkiewicz
Acción
a raudales, romance y vuelcos dramáticos, celebración de la amistad y la
camaradería, asedios y batallas en campo abierto, lances de honor, un trasfondo
histórico llamativo, un aire de epopeya y la dosis precisa de humor. Estos son
algunos de los ingredientes que hacen de A
sangre y fuego, obra del escritor polaco Henryk Sienkiewicz, una
lectura exuberante, irresistible, comparable en este sentido a las más
inspiradoras lecturas de juventud. La novela es la primera parte de un ciclo
narrativo conocido como “Trilogía polaca”, originalmente publicada entre 1884 y
1888 y completada por las novelas El
diluvio y Un
héroe polaco. Su autor, nacido en 1846 y fallecido en 1916, ganador
del Premio Nobel de Literatura en 1905, en la actualidad es conocido sobre todo
por su novela Quo vadis,
varias veces llevada al cine. Escritor prolífico y de inmensa popularidad
internacional en su tiempo, fue también periodista y un activo promotor de la
causa polaca.
Concebida
en días en que Polonia se hallaba desmembrada y carecía de existencia como
estado soberano, la trilogía obedecía al propósito de enardecer en los polacos
el ansia de independencia, evocando una etapa difícil pero gloriosa de su
historia nacional; una época en que el estatus del país era el de una potencia
de primera categoría en la
Europa oriental, capaz de resistir con éxito las embestidas
de sus numerosos enemigos. Pertenece, pues, a la estirpe de los relatos
patrióticos fundacionales, propiciadora en su caso del orgullo nacional polaco.
A sangre y fuego
fue tempranamente traducida al inglés y otros idiomas occidentales, cosa
extraordinaria para una tradición literaria periférica, y no es aventurado
suponer que la novela –junto con sus hermanas de la mentada trilogía- tuviera
parte en la simpatía internacional por la causa polaca. Trascendido este
contexto, lo que queda es una novela de sofisticación modesta pero bien
llevada, amena y emocionante.
El
ciclo está ambientado en una época particularmente convulsa de la historia
polaca, el siglo XVII, cuando la denominada República de las Dos Naciones, un
vasto estado que aglutinaba el Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituania y
cuyo apogeo se verificó en las primeras décadas de dicha centuria, enfrentó una
serie de amenazas desde dentro y fuera de sus fronteras. La primera de ellas
fue la sublevación cosaca de 1648 en la provincia ucraniana, liderada por
Bogdán Mielniski, atamán o comandante de las tropas cosacas que contó con el
apoyo del Khan de Crimea y su temible caballería tártara; en esencia, una
insurrección de soldados y campesinos contra la dominación polaca, de la que el
Khan esperaba sacar tajada. (Cabe apuntar que las armas de la doble República
incorporaban numerosos regimientos cosacos, buena parte de los cuales
permanecieron leales al reino y combatieron contra los sublevados.) Esta es,
justamente, la base histórica en que se sustenta la trama de A sangre y fuego, cuyo
clímax lo representa el asedio a la ciudad fortificada de Zbaraj (1649). En las
décadas siguientes sobrevendrán sendos ataques por parte de suecos y turcos,
tema de las dos novelas siguientes.
Nada
de sorprendente, la galería de personajes es predominantemente masculina. Desde
ya se puede decir que la construcción de caracteres no es el punto más alto de
la novela, pero este es un aspecto que en obras del género suele estar
subordinado al entramado de los acontecimientos y el despliegue de la acción.
También es cierto que los de A
sangre y fuego cumplen sobradamente con las exigencias narrativas y
en general resultan bastante simpáticos. Tenemos al protagonista, Juan Kretuski
(es una pena que en la edición de Ciudadela Libros los nombres de pila
aparezcan traducidos), teniente de húsares de noble cuna y viril estampa; dechado
de virtudes marciales, es quien lleva a cabo las misiones más arriesgadas y el
que nunca flaquea ante el enemigo. Favorito del príncipe Visnovieski, personaje
histórico que defiende de la rebelión a la República (seguramente, muy idealizado por
Sienkiewicz), en ambos se puede ver la encarnación del arquetipo de héroe con
que el autor esperaba inspirar al pueblo polaco. Conforme a este parámetro,
Kretuski es un soldado y un patriota cabal: consumido por el dolor a causa de
los peligros que se ciernen sobre su amada, antepone empero sus obligaciones
para con la patria amenazada y solo se lanza a la busca de Elena cuando
aquellas lo liberan –apenas por instantes-. La guerra es su elemento y la
defensa del honor patrio su causa suprema.
A
Kretuski lo secundan Miguel Volodiovski, gallardo oficial y espadachín sin
igual que languidece cuando no tiene ocasión de combatir (será el protagonista
de Un héroe polaco);
Longinos Podbipieta, hidalgo lituano de altura y fuerza desproporcionadas: es
un casto varón y un espíritu simple, también un formidable guerrero que causa
estragos con su descomunal espada de cruzado –herencia de sus antepasados-; y
Zagloba, el tuerto, barbado y entrañable Zagloba: sin duda alguna, el más
carismático de los personajes de la novela. Parlotero, bromista, tarambana y
fanfarrón, fecundo en embustes y en ardides, Zagloba es un hidalgo ruteno
entrado en años y en carnes pero todavía fuerte como un roble, provisto además
de un corazón de oro; de buenas a primeras parece un tanto cobardón y es un hecho
que prefiere la astucia a la mera fuerza bruta, pero bajo el apremio de las
circunstancias se transfigura en león y acomete hazañas de las que ni él mismo
se creía capaz –por si fuera poco, la suerte parece estar siempre de su lado-.
Gusta de alardear de sus proezas, exagerándolas y pavoneándose al extremo de
resultar cómico. Es justamente este personaje el que aporta la mayor dosis de
humor a la novela, y si a esto añadimos su genuino candor y su predisposición a
congeniar con las gentes del pueblo llano, participando feliz en sus
francachelas, es candidato seguro a granjearse las simpatías del lector. (La
dosis restante de humor proviene del joven Rendian, astuto y leal sirviente de
Kretuski.) Estos personajes conforman un cuarteto de amigos de los inolvidables,
el que inevitablemente recuerda a los cuatro mosqueteros de Dumas.
Muchos
son los personajes de la novela, y entre ellos asoman los necesarios
antagonistas. Está ciertamente Mielniski, líder histórico de la rebelión,
retratado como un hombre valiente y ducho en artimañas; visto con distancia, no
desmerece gran cosa frente a un Visnovieski pues parece el denodado paladín de
una causa no menos patriótica que la de los polacos. Pero quien destaca sobre
todos es el cosaco Bohun, hijo predilecto de la estepa; jefe militar de
complexión hercúlea, célebre por su audacia y sus hazañas legendarias, su sola
mención suscita temor no solo entre los polacos sino también entre tártaros y
turcos. Viene a ser el rival de amores de Kretuski, aunque su origen oscuro y
su carácter sombrío y turbulento lo tornen odioso a los ojos de la bella en
cuestión, la princesa Elena Kurzevik. Y ya que estamos, es el turno de los
personajes femeninos. Como en tantos otros casos, incluso tratándose de
escritores mejores que Sienkiewicz, la imaginación del polaco se muestra
limitada al momento de moldear sus personajes femeninos, contentándose con los
estereotipos. Cuando no es una hermosísima y dulce doncella, encima
huérfana –Elena-, la que interviene es una bruja malvada –tanto si es una
avinagrada patricia, tía de Elena, como si es una hechicera de veras, cómplice
de las maniobras de Bohun-, o bien la chica coqueta pero honesta en el fondo
–Anita, damisela polaca de la que se enamora Podbipieta-. Sometidos a motivos
característicos de la literatura de acción y de empaque épico –la rivalidad
entre amantes, el rapto de la mujer, el reencuentro feliz-, los asuntos
amorosos rezuman pureza y castidad. La fórmula está cantada: del encuentro
inicial entre Elena y Kretuski, la desvalida joven de belleza prodigiosa y el
apuesto caballero, solo podía surgir un amor espontáneo. Pero no es con los
parámetros del siglo XXI que se debe apreciar la novela, obviamente, y la
verdad es que no cuesta hacerse cómplice de escenas pletóricas de ingenuidad.
Sin
ánimo de exagerar su valor, cabe afirmar que la de A sangre y fuego es una narrativa tan sobria
como vigorosa, si acaso tópica en sus motivos, pero de lectura gozosa. No
es poco decir.
Rodrigo
Henryk Sienkiewicz, A sangre
y fuego.
Ciudadela Libros,
Madrid, 2007.
421 pp.
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