EL DILUVIO (Trilogía polaca II)
Henryk Sienkiewicz
Segunda
parte de la “Trilogía polaca” de Henryk Sienkiewicz, la novela El diluvio nos transporta
al bienio crucial de 1655 y 1656, cuando la doble monarquía
polaco-lituana, también conocida como República de las Dos Naciones, se
ve amenazada de extinción. Son tiempos borrascosos en que prosperan los
enemigos, multiplicándose en torno a las fronteras del país. Al este y al
sur el estado de guerra es permanente, esforzándose los ejércitos de la República en desbaratar
las incesantes embestidas de tártaros y moscovitas, turcos y cosacos. Húngaros,
valacos y transilvanos se revuelven inquietos, como ansiosos de hacerse con
unos cuantos bocados de lo que amaga ser festín de numerosos comensales. Para
colmo de males, al rey Carlos Gustavo de Suecia –de ascendente estrella- se le
ha abierto el apetito. Bien pronto, en verdad, la tormenta se convierte
en diluvio. El formidable ejército sueco invade Polonia desde el noroeste y se
apodera rápidamente de la mitad occidental del país; el rey Juan Casimiro –a
quien hemos visto acceder al trono polaco en la novela anterior, A sangre y fuego- ha
debido huir apresuradamente, acompañado por aquellos de sus vasallos que le
profesan lealtad. No es solo la soberanía de un país lo está en juego, sino
también la fe y el bienestar de sus habitantes.
Los
mismos suecos se maravillan de la facilidad de la conquista, que parece haber
sorprendido a un país, sin embargo, poderoso y en constante pie de guerra. ¿Han
degenerado la virilidad y el patriotismo en Polonia? ¿Declinan el honor y la
lealtad en Lituania? De hecho, no son pocos los potentados locales que se
muestran proclives al invasor, y entre los traidores se cuenta el hombre
más rico y de mayor alcurnia de la región (es el príncipe Juan Radzivil,
demasiado ansioso de ceñirse una corona). No obstante, la rápida conquista es
seguida por una rebelión que cunde con similar prontitud. El estado de rapiña y
desorden instaurado por el conquistador disipa la modorra de las gentes, y el
asedio infructuoso del monasterio-fortaleza de Jasna Gora, al sur de
Polonia, demuestra que las fuerzas invasoras lo son todo menos invulnerables.
El ejemplo de Jasna Gora, bastión de la fe nacional, inspira a lo largo y ancho
del país la voluntad de alzarse contra el invasor y de castigar a los
traidores. Será el diluvio contra el diluvio.
Como
en A sangre y fuego,
una doble trama de índole histórico-romántica provee la nervadura de El diluvio, pero aquí la
narración gana doblemente en complejidad. Amor y guerra se ven aderezados por
una historia de redención y una intriga política notablemente más sofisticada,
ambiciones personales y traiciones mediante. Esta vez el protagonismo recae en
un personaje de nombre Andrés Kmita, joven guerrero de noble linaje y carácter
turbulento, a quien las luchas en las fronteras orientales ha amistado con
individuos de la peor reputación, unos verdaderos proscritos. Llevado de su
violenta naturaleza y en tan sórdida compañía, Kmita deja tras de sí un reguero
de sangre y destrucción tal que, aunque bravo soldado, sus compatriotas lo
creen perdido -como hombre de bien y como ciudadano-. En la hora más negra para
el país, opta por el que resulta el peor de los partidos: apoya al príncipe
Radzivil, inesperado aliado de los suecos. Cierto es que Kmita actúa impulsado
por un acendrado sentido del honor militar –es un oficial subordinado de
Radzivil- y enceguecido por su ingenuidad en el conocimiento de los hombres,
pero nada de esto lo salva del estigma del traidor. Desesperando de recuperar
el honor perdido, Kmita deberá acometer las más difíciles hazañas en favor de
su patria y de su rey. No menos desesperado es su empeño de redimirse a los
ojos de su amada; y es que, como cabe esperar, el amor juega un poderoso papel
en esta historia, haciendo del protagonista un rendido petinente: jamás
aceptará la noble Alejandra Billevich unir su destino con quien se ha
hecho tan deplorable fama.
Alejandra,
pues, es la heroína de turno, tan bella y virtuosa como puede serlo una princesa
de cuento. No difiere gran cosa de la Elena Kurzevik de la novela anterior, con lo que
Sienkiewicz sigue quedando al debe en el acápite de los personajes femeninos.
La novela exhibe igualmente una nutrida galería de personajes, entre los
cuales identificamos algunos de los que conocimos en A sangre y fuego;
reducidos, en general, a un papel muy marginal. Al admirable Zagloba lo
disfrutamos a cuentagotas, perdiendo la novela en sentido del humor. No hay,
tampoco, enaltecimiento de la amistad y la camaradería en tan alta medida como
la que nos regocija en la antedicha novela. Sin embargo, no todo es pérdida en El diluvio, pues a la
aludida complejización de la trama y del personaje protagónico se añade la del
antagonista. Y por antagonista no me refiero al príncipe Juan
Radzivil, sino a su primo, Bogislao: un malvado de la estirpe de los
memorables, del que sólo cabe lamentar la (relativa) parquedad de su papel.
Hombre pagado de sí mismo, aparentemente un petimetre de costumbres un tanto
afeminadas, Bogislao Radzivil es en realidad un temible guerrero y un
intrigante feroz; un aristócrata en quien el peligro surte el efecto de un
antídoto contra el aburrimiento. Individuo de mil recursos, es capaz de burlar
las peores amenazas -y de disfrutar de la burla-. Por temple y horizonte
valórico, viene a ser el opuesto exacto de Kmita. Las fechorías de Bogislao
Radzivil sumarán, en la cuenta del protagonista, el deseo de venganza al afán
de redención.
Escrita
al abrigo de la inspiración patriótica, con la mente puesta en la postrada
Polonia del siglo XIX, en El
diluvio el motivo del deber patrio no solo es tan importante como
en el título precedente sino aún más expresamente remarcado. No es gratuito que
se lea en la novela, por ejemplo, que “debemos estar siempre dispuestos a
ceder los más altos honores por el bien público”. Con todo, no llega esto a
lastrar la lectura al punto de hacerla una experiencia agobiante; bien al
contrario, la acción a raudales, las cautivantes dosis de intriga política y el
ritmo sostenido de la narración garantizan una lectura tan fluida y amena como
la de A sangre y fuego.
Rodrigo
-
Henryk Sienkiewicz, El
diluvio.
Ciudadela Libros, Madrid, 2007.
438 pp.
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