ANÓNIMO
En Bergen, la ciudad nórdica
donde el rey Hákon IV Hákonarson (1214-1263) tenía su corte, las noches de
invierno eran largas y frías. En torno al fuego, en humildes casas o en lujosos
banquetes, los sagnamenn amenizaban
las veladas relatando historias de reyes, héroes, hadas, ondinas, dragones,
troles o enanos. Los rapsodas recorrían las plazas de las ciudades y pueblos
regándolos de hechos extraordinarios, gestas legendarias y crueles batallas, a
mayor gloria del monarca y sus leales caballeros.
Aún hoy el reinado de Hákon IV suscita
controversia entre los historiadores. Para unos fue hombre poderoso y
dominante, que gobernó con puño de hierro el mayor imperio noruego que haya
existido; para otros, sólo un personaje mediocre que alcanzó el trono en un
momento clave de la historia noruega. Sea como fuere, de lo que no hay duda es
que, durante su reinado, Noruega dejó atrás las luchas intestinas que la
desgarraban y conquistó la unificación y el reconocimiento internacional; su
corona se legitimó al entroncar con otras monarquías europeas como la
castellana, con uno de cuyos vástagos, el infante don Felipe, hermano de
Alfonso X, se desposó la princesa de aciago destino, Kristín, hija de Hákon. Su
corte asistió al florecimiento de las artes en general y de la literatura en
particular, plasmando en textos escritos leyendas germanas adaptadas a la
lengua noruega, de donde nacería un nuevo género denominado riddarasögur o “sagas de caballeros”. El
origen oral de estas narraciones en prosa se nos revela en su propia etimología,
que ya Borges subrayó en sus Literaturas
germánicas medievales, al señalar el origen alemán –sagen- e inglés –say- del término saga, cuyo significado viene
a ser “decir o referir”. La Real Academia Española define
el vocablo como “cada una de las leyendas poéticas contenidas en su mayor
parte en las dos colecciones de primitivas tradiciones heroicas y mitológicas
de la antigua Escandinavia” y, como muestra de la difusión que estas epopeyas han
alcanzado a través de los siglos, también propone la acepción “relato novelesco
que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia”, evidenciando
así uno de los rasgos de este tipo de literatura, la crónica de la vida de un
personaje célebre –y de sus parientes y allegados- desde su nacimiento hasta su
muerte.
Un magnífico ejemplo de este tipo
de relatos es la Saga de Teodorico de
Verona, única versión íntegra y estructurada que se conserva en la
literatura medieval sobre la vida del monarca Teodorico el Grande (454-526)
-Þiðrekr para los noruegos-. Escrita a
mediados del siglo XIII, narra las hazañas del rey ostrogodo a lo largo de
varios años en escenarios italianos, húngaros, rusos, polacos o españoles,
salpicándola con una serie de aventuras protagonizadas por furiosos dragones,
pizpiretos enanos, vesánicos gigantes, hercúleos herreros, virtuosas princesas,
hermosas doncellas, nobles caballeros e intrépidos guerreros.
Algunas de estas historias, más próximas
a la leyenda que a la crónica, comparten protagonistas con otras sagas, como la
de El cantar de los nibelungos, cuyo
héroe, Sigfrido –Sigurðr en noruego-, que evoca en el lector el recuerdo del
Aquiles homérico, inspiró a Wagner para componer su mastodóntica obra El anillo del nibelungo. Y no sólo el
compositor alemán fue seducido por la mágica influencia de estos relatos; los
lectores de J.R.R. Tolkien descubrirán sin mucho esfuerzo la musicalidad nórdica
en los nombres de elfos, troles o enanos de El
señor de los anillos; y los demás recordarán cuentos como La cenicienta o la Bella Durmiente de los hermanos Grimm, pensarán en el “érase una
vez…” cuando lean “y ahora hay que contar…” y sonreirán al hallar entre sus
páginas algún émulo de Guillermo Tell o al mismísimo rey Arturo.
La saga describe, en sus comienzos,
los antecedentes familiares de Teodorico, continúa con su niñez y adolescencia
y prosigue narrando los conflictos familiares con su tío Ermenerico –Erminrekr-,
que acabaron avocándolo al exilio de Teodorico a la corte de Atila, rey de los
hunos. Años después, Teodorico, comandando un ejército de hunos vuelve a Italia
a intentar reconquistar su reino, pero la muerte de su hermano y de los hijos
de Atila provoca el regreso prematuro y dolorido del héroe junto a éste, a
pesar del favorable desenlace de la batalla. Finalmente, consigue recuperar su
reino pero fallece por la gravedad de sus heridas tras vengar la muerte de su
hermano. Pero a la trama general se unen episodios de otras leyendas y sagas,
elementos mágicos y supersticiosos, y episodios caballerescos y corteses, todos
ellos estructurados en XXVI relatos y divididos a su vez en 442 capítulos
(muchos de ellos con sólo algunas líneas de extensión) intitulados con
concisión y objetividad (“Velent elabora una imagen de Reginn y recupera sus
herramientas”; Viðga y Þiðrekr combaten a caballo”; “Los niflungos y Sigurðr se
van de caza”).
El medievalista Jacques Le Goff afirmaba
que “las obras de arte, las imágenes, nunca son inocentes; las de la Edad Media
lo son menos que otras muchas”. Quizás no erramos demasiado si extrapolamos
esta afirmación a la Saga de Teodorico.
A pesar de la aparente ingenuidad y puerilidad en su forma, en la que se nos
presentan a los reyes como seres legendarios, a los héroes tan aguerridos que
parecen deformes, a las espadas tan resistentes que parecen forjadas por
semidioses y a los animales tan inteligentes que parecen humanos, en el fondo
del relato late una intención moralizante que muestra, escondida entre sus
líneas, un afán por ensalzar el espíritu caballeresco, el honor y la monarquía como
único y legítimo cemento aglutinador de los pueblos.
Y sería imperdonable
concluir sin resaltar la calidad de la edición que nos propone La Esfera de los
Libros. No sólo el aspecto formal del libro es impecable, de portada en cartoné,
con una iconografía elegante y bella y una edición del texto a dos tintas;
también la traducción de Mariano González Campo, especialista en lenguas
nórdicas, autor a un tiempo de la interesante introducción y de las más que
oportunas notas, evidencia un profundo conocimiento del lenguaje nórdico antiguo.
Su minucioso trabajo, que constituye la primera traducción al castellano del
texto íntegro de esta maravilla medieval, transmite toda la magia de una época
fascinante y sorprendente, y nos aproxima a la desconocida y antigua literatura
noruega.
Y el broche de oro de
la edición: Luis Alberto de Cuenca, flamante nuevo miembro de la Real Academia
de la Historia y traductor al castellano de otros textos medievales como El cantar de Valtario, prologa la obra,
desplegando ante nosotros la alfombra roja de la literatura por la que el lector
hollará con deleite los caminos que llevan hacia los pueblos nórdicos del
Medievo.
Pilar Moreno Monteverde
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