BARRY LYNDON
William M. Thackeray
Redmond
Barry de Ballybarry, quien luego de un matrimonio ventajoso se llamará Barry
Lyndon, es calificado por uno de sus amigos como hombre original y con muchos
riñones, alguien que ha decidido «irse al diablo por un camino por él mismo
escogido». Tunante, mujeriego, puerilmente jactancioso, Barry es un trepador
irlandés que se vale de multitud de armas (atractivo, aptitud para la intriga,
las cartas y, en sentido ya no metafórico, la espada y la pistola) para escalar
posiciones y ganar fortuna en la
Europa del siglo XVIII. Impetuoso y susceptible, un lance
amoroso es causa de su primer duelo, acontecimiento que lo precipita desde
temprana edad a una sórdida carrera de aventurero; carrera cuyo arranque debe
mucho al accidente, pero cuyo derrotero Barry se lo traza a discreción,
empeñado en proporcionarse el suntuoso tren de vida que considera el único
adecuado a su origen hidalgo –que no duda en remontar a los últimos reyes de
Irlanda-.
La
suerte de Barry Lyndon,
novela publicada por entregas en 1844, es una de las obras en que se funda la
fama del escritor inglés William M. Thackeray (1811-1863), toda una cumbre del
realismo narrativo. (Otra de dichas obras es sin duda La feria de las vanidades,
aparecida en 1847 y posiblemente su obra maestra.) Llevada al cine en
1975 por Stanley Kubrick, consiste en las memorias de un personaje ficticio en
cuya construcción el autor tuvo como modelo –entre otros- al célebre Giacomo
Casanova (1725-1798), seductor y aventurero veneciano. Conducida por la
narración en primera persona del protagonista, La suerte de Barry Lyndon opera como
un verdadero muestrario de vanidades en que el humor se imbrica con el
propósito de crítica social (muy en línea con cierta tradición novelística inglesa).
Es
en 1760 y siendo un adolescente que nuestro personaje se lanza a la caza de la
fortuna, debiendo en primer lugar asumir modesto papel como soldado de un
regimiento inglés, con el que es trasladado a Alemania e interviene en lo que
será conocido como la Guerra
de los Siete Años. Harto del ajetreo militar, Barry usurpa la identidad de un
teniente y deserta, pero su impostura es pronto descubierta y acaba reclutado
por el ejército prusiano. Se ve entonces forzado a combatir con nuevo uniforme,
granjeándose los apodos de «Diablo inglés»y «Diablo negro» –debido a su
temeridad y a su tez morena-. Acantonado con su unidad en Berlín, se da al
juego y a la vida galante, pero también actúa como informante del ministro de
policía prusiano. Un día, del modo más inesperado y a raíz de los menesteres
del espionaje, se encuentra con su tío, quien lo ha precedido en la senda
aventurera, es un tahúr consumado y viaja con gran fasto bajo nombre fingido.
Será el mentor del joven truhán; mediante las cartas, juntos desplumarán a
lucidos señorones y encopetadas damas. (Barry se jacta de haber ganado una
partida al célebre Potemkin, quien nunca saldó su deuda.) Por supuesto, no
siempre la suerte los acompaña ni todas sus tretas llegan a buen fin. Más de
una vez deben recurrir a los prestamistas, y, tras fracasar cierto plan
maestro, deben salir a escape de Prusia. Con todo, once años después de
su partida, Barry regresa a su natal Irlanda cubierto de fama y riqueza, y se
aplica con esmero –maquiavélico
esmero, diríamos- al objetivo de desposarse con provecho. La víctima es una
viuda acaudalada y muy linajuda, lady Lyndon; Barry consigue su propósito y con
nuevo nombre se encumbra a lo más granado de la sociedad británica.
Disfruta
entonces de regalada vida, entregándose a cuantos placeres depara la capital;
en el Londres de aquel tiempo, suspira Barry Lyndon, «todo el mundo era
deliciosamente malvado». Entrado el nuevo siglo y tras el quiebre provocado por
la Revolución
Francesa y las guerras napoleónicas, puede nuestro irlandés
quejarse de la vulgaridad del día. «No hay elegancia ni refinamiento; nada
queda de la galantería del viejo mundo del cual formé parte», asegura; todo es
diferente «desde que el vulgar corso [Napoleón, por supuesto] trastornara a la
aristocracia mundial».
Falta
aún la presea consagratoria: un título nobiliario. ¿Para qué sirven tantos
esfuerzos si no se es un Par, si no de Inglaterra, sí al menos uno de
Irlanda? Lo cierto es que a la aristocracia inglesa resulta enojosa la
presencia del «tosco arribista irlandés». Ni siquiera su contribución
financiera a la guerra contra las rebeldes colonias americanas (corre 1778)
le conquista el favor de la corte. Mientras tanto, la vida
matrimonial es un infierno, pues su esposa lo estorba y su hijastro lo detesta.
Sólo su pequeño hijo le proporciona satisfacciones. Luego
sobrevienen las peores desgracias, y con ellas el declive inexorable. La buena
estrella de Barry Lyndon se apaga.
Presto
a la sátira y nada reacio a las generalizaciones, Thackeray deja muy mal
puestos a los irlandeses. (Cabe destacar que su esposa, que debió ser recluida
en un manicomio, era de esta nacionalidad.) Empero, si a los irlandeses los
pinta como vagabundos, pendencieros y fanfarrones, la voz irlandesa del
narrador transmite también una lamentable impresión de los ingleses, retratados
como unos dechados de fatuidad y venialidad. Se lo podría tomar como un
intento de equilibrar la balanza de no ser porque Thackeray hizo de la
mordacidad -sin apenas contemplaciones- una constante en su trayectoria
literaria y periodística, de lo que dan cuenta no sólo sus novelas sino también
sus ensayos y caricaturas.
A
La feria de las
vanidades su autor
la subtituló Una
novela sin héroe; aunque no lo lleve explícitamente, es también el
sello de ‘Barry
Lyndon’. Su protagonista es un granuja de marca mayor, un hombre al
que las desgracias no le inspiran afán de redención alguno. En vez de esto,
escribe en la vejez unas memorias en que el propósito de autojustificación es
tan evidente como el de dejar testimonio de una vida azarosa como la suya.
Apenas admite sus faltas. Si reconoce haber sido violento con su esposa y con
su hijastro, lo hace en tono a medias zumbón, escudándose además en la
práctica habitual de las gentes de su tiempo. Él, individuo ducho en la intriga
y que ha hecho de la trapacería profesión, se considera víctima de la
maledicencia y la perversidad de los demás. Pero tampoco son éstos mucho
mejores que él. No hay héroes.
Se
trata, a mi entender, de una novela cautivadora, muy merecedora de su condición
de clásico, en que el agraz de la parte final –relativo a la decadencia del
protagonista- no le resta un ápice de amenidad. Asimilado el efecto del
corrosivo arte de la sátira desplegado por el autor, bien se puede simpatizar
con la picardía de este Redmond Barry, o -para fortuna y desgracia suya- Barry
Lyndon, esquire.
Rodrigo
William M. Thackeray, La suerte de Barry Lyndon.
Mondadori,
Barcelona , 2010.
560 pp.
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