E. L. Doctorow
Edgar
Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) es uno de los más reputados exponentes de
la literatura estadounidense actual. Entre las obras que mejor lo representan
están las novelas “Ragtime”, “El libro de Daniel”, “Billy Bathgate” y “Ciudad
de Dios” (algunas de ellas, llevadas al cine). “La Gran Marcha ” (‘The March’, 2005)
es su décima novela. En ella Doctorow escenifica el episodio final de la Guerra de Secesión de los
EE.UU.: la marcha del ejército de la
Unión al mando del general William T. Sherman por territorio
confederado -los Estados de Georgia y las Carolinas-, en 1864-1865.
La novela ofrece una mirada panorámica del acontecimiento referido, y lo hace desde el punto de vista parcial y fragmentario de una variedad de personajes de muy diversa condición; algunos de ellos históricos –como el propio general Sherman, una de las figuras centrales de la obra- y otros, la mayoría, ficticios.Se trata entonces de una novela de estilo coral, según modalidad muy en bogaen la actualidad (no sólo en la novela sino también en el cine).
La novela ofrece una mirada panorámica del acontecimiento referido, y lo hace desde el punto de vista parcial y fragmentario de una variedad de personajes de muy diversa condición; algunos de ellos históricos –como el propio general Sherman, una de las figuras centrales de la obra- y otros, la mayoría, ficticios.Se trata entonces de una novela de estilo coral, según modalidad muy en bogaen la actualidad (no sólo en la novela sino también en el cine).
No
se espere de “La Gran
Marcha ” una reconstrucción novelada al por menor de hechos
militares, ni meditaciones en torno a las circunstancias políticas, económicas
y sociales que desencadenaron la
Guerra de Secesión. El verdadero interés de la obra está en
la infrahistoria del gran suceso, en el contraluz de proporciones humanas del
episodio histórico. Lo que preocupa a Doctorowes la condición humana sometida a
los estragos de este conflicto, toda una cesura en la historia de su país.
El
relato, amplio en sus propósitos, moderado en su extensión, consta de un
muestrario de humanidad herida por el drama de la guerra civil. Predominan los
figurantes, mucho más víctimas que agentes de la historia. El autor deja
traslucir una mirada conmiserativa, más bien ajena al elogio de falsas
grandezas y presuntos heroísmos. Acaso en la figura del general Marshall se
concentre todo el punto de grandeza que Doctorow puede concebir en un
acontecimiento tan sórdido como la
Guerra de Secesión. Se percibe la admiración por el personaje
de proporciones históricas, el jefe militar que conduce un ejército de gran
tamaño en lo que debía ser –y fue- la operación que decidiese el final del
conflicto. El retrato del personaje proporciona la imagen entrañable de un
hombre entre los hombres: Sherman sufre, compadece y se envanece como cualquier
otro. Pero también se manifiesta en él la presunción del que sabe destinado a
los libros de historia. Así sucede, por ejemplo, que en medio de la campaña,
Sherman se entere por la prensa del fallecimiento de su hijo de seis meses; en
su reacción inmediata hay tanto dolor como vanidad:
Dejó
caer las manos a los lados. Oh, Señor, exclamó, ¿también tú sientes envidia? (p. 135).
Sherman,
el hombre, el general victorioso, se codea con el Dios de su fe.
Hay
en la novela, sabiamente medido, cuanto dramatismo puede haber en un relato
cuya substancia sea la guerra. No son sólo los sesenta mil hombres que componen
el ejército unionista lo que alborota todo a su paso, sino también la vasta
muchedumbre de esclavos liberados y de desarraigados que lo siguen. Y es todo
un mundo en movimiento, un mundo a cuestas, como señala uno de los personajes:
Es
que ustedes llevan un mundo a cuestas, dijo Emily.
Sí, tenemos todo lo que define a una civilización, dijo Wrede. Tenemos ingenieros, intendente, asentador de real, cocineros, músicos, médicos, carpinteros, criados y armas. ¿Está impresionada? (p. 71).
Sí, tenemos todo lo que define a una civilización, dijo Wrede. Tenemos ingenieros, intendente, asentador de real, cocineros, músicos, médicos, carpinteros, criados y armas. ¿Está impresionada? (p. 71).
Impresionada
está Emily, puesto que su propio mundo de dama sureña se ha desmoronado al paso
de este otro mundo en movimiento, al que azarosamente se ha incorporado, y del
que poco antes había pensado –desde su posición de ‘adversaria’- que se trataba
de una plaga más que de un ejército.
La
novela, dicho está, posee el temple realista que compete al asunto. Las
peripecias de los personajes contienen desgracia y buena fortuna. Presente está
el toque de pesimismo, y es que no hay forma de hacerse demasiadas ilusiones
acerca de la naturaleza humana. Por sufrida que haya sido la Guerra de Secesión, no era
la primera ni sería la última gran matanza entre congéneres:
[…]
Nuestra guerra civil, la fábrica devastadora de los huesos de nuestros hijos,
no es más que una guerra posterior a otra guerra, una guerra anterior a otra
guerra (p.
375).
Doctorow
evita refocilarse en excesos sentimentales, y se agradece. Lo característico de
“La Gran Marcha ”
es la sobriedad y un justificado verismo en lo que atañe al pequeño gran drama
de la historia.
Rodrigo
E. L. Doctorow, La
Gran Marcha.
Roca Editorial, Madrid, 2006. 381 pp.
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