(Trilogía polaca III)
Henryk Sienkiewicz
Han
transcurrido un par de décadas desde que los ejércitos polaco-lituanos
desbarataran la sublevación cosaca; algunos años desde que se sobrepusieran al
gravísimo trance de la invasión sueca. Apenas han podido concederse un
respiro, pues la época es de constantes zozobras; redoblando
esfuerzos, las armas de la doble República se han cubierto de gloria en tierras
prusianas y húngaras, mientras la lucha prosigue incesante en los confines
orientales.
A estas alturas, Juan Kretuski, el héroe de Zbaraj y protagonista
de A sangre y fuego,
es ya un patriarca de numerosa descendencia. El impetuoso Andrés Kmita, de
cuyas peripecias supimos en El
diluvio, se deja templar por la tibieza del hogar. En cambio, para
el coronel de húsares Miguel Volodiovski, camarada de ambos personajes, la vida
es un constante guerrear y un nunca reposar, vedados como le han sido los
placeres domésticos. Considerado por sus compatriotas como el primer
soldado de la nación, siempre ha pospuesto los asuntos particulares a los de la
patria; pero va tocándole el turno de formar un hogar. No obstante, a la espada
más temible de Polonia la suerte parece serle esquiva en asuntos de amor. Peor
que esto, es como si el destino se empecinase en confinarlo a eterna soledad…
hasta que, apiadándose de él, le concede una tregua. Mientras tanto, una nueva
amenaza se cierne sobre las fronteras meridionales del país: son los turcos,
que se enfrascan en una de sus arremetidas contra la cristiandad.
Volodiovski
es, pues, el protagonista de la novela que cierra el ciclo patriótico de
Sienkiewicz. El momento cúlmine de la narración lo proporciona la caída de la
fortaleza polaca de Kamienec (sita en la actual Ucrania) en manos de los
turcos, en 1672. Aun cuando el epílogo da cuenta del posterior vuelco de tornas
–el alborear de Juan Sobieski, futuro rey, héroe de Viena y uno de los
grandes próceres nacionales de Polonia-, el aire funesto de la referida derrota
es, por lo que hace a la trilogía, una llamativa novedad. No acaba aquí la
peculiaridad de Un héroe
polaco, ya que el autor se ha permitido en esta novela una
prolongada pausa en lo que resultaba ser un casi ininterrumpido encadenamiento
de hechos de guerra. Y se agradece, entre otras cosas porque el interludio,
abocado a los asuntos particulares de Volodiovski, permite la reaparición -en
gloria y majestad- del mejor personaje de la trilogía. ¿Quién más, sino el
viejo Zagloba? Se congratula el lector de ver convertido al astuto, bravo y
locuaz personaje en el alma de la narración, aunque solo sea durante una parte
de la misma; se lo disfruta, de veras, en su papel de improvisado casamentero
(si de cardenal hiciera, también lo disfrutaríamos).
Punto
a favor de la novela es su heroína, Bárbara Yerzorkovski, mejor
conocida como Basia: un personaje singular, bastante diferente de las virtuosas
muñecas, modosas princesitas de ensueño que parecían colmar el gusto de
Sienkiewicz (gusto de su tiempo, hay que decirlo, también satisfecho en
esta novela). En realidad es una mujer muy joven, poco más que una chiquilla,
pero ¡qué chiquilla! Si no fuera por sus vestimentas y por su
extraordinaria belleza –fórmula invariable-, sus circunstantes la
confundirían con un muchacho, de tanto que la seducen las aventuras y los
relatos de batallas. Inquieta, ardiente, algo pueril en su tendencia a jactarse
de su intrepidez, la cercanía del peligro –lo personifique un merodeador o un
feroz guerrero tártaro- la inflama en vez de provocarle desmayo. Sin ser una
virago, nada en absoluto, es diestra en el uso de las armas y una hábil jinete.
(Tanta vivacidad embriaga a Zagloba, que le endilga el apodo de “pequeño haiduk” –bandido- al
tiempo que lamenta su provecta edad.) Por una vez, en Basia tenemos a una mujer
que desborda la función puramente ornamental a que nos estaba acostumbrando
Sienkiewicz en materia de personajes femeninos. ¡Albricias!
Aparte
los ejércitos enemigos de Polonia, el antagonista de turno es un tártaro de
nombre Azya, guerrero de gallarda apostura aunque talante sombrío. A despecho
de su origen, combate bajo la bandera polaca, y sabe ganarse la estima de sus
superiores. Azya es la personificación de motivos clásicos como el del
personaje de linaje misterioso que de pronto se revela ilustre, el afán de venganza,
la ambición desmedida y la traición; concentra buena parte de la intriga y los
giros sorpresivos contenidos en la novela, elementos tan jugosos como puede
depararlos la narrativa decimonónica.
Finalizada
la trilogía, el balance arroja un cierto esquematismo en la construcción de los
personajes, imputable más que nada al sesgo patriótico de su concepción; se
trata en todo caso de un esquematismo que no desmiente la esencial humanidad de
los tipos representados. En este marco, y dada la época de su escritura, los
estereotipos étnicos y prejuicios estéticos asociados resultan inevitables; a
ver quién se sorprende al toparse con proverbiales alusiones a la “astucia
oriental”, o con el deje despectivo de una frase como “armenias hermosas pero
demasiado morenas”. La prosa es un modelo de sobriedad, sin más efusiones
estilísticas que las de los moderados raptos de patriotismo y la
celebración del heroísmo viril. Se percibe, como en sordina, el tono épico de
la narración. Abundan las batallas, claro está, pero no es Sienkiewicz de los
que se regodean en descripciones prolijas o en excesos morbosos. Entre las
mayores virtudes de estas novelas destaca el que su autor jamás abusó del
andamiaje histórico: nada de abrumarnos con una marea de datos y
pretensiones explícitas de veracidad. No llegó Sienkiewicz a perder de vista
que, con todo y ser expresa su intención de “levantar los corazones”
(precisamente la frase con que remata la serie), de su pluma surgían NOVELAS.
En
general, puede decirse que la escuela realista tiene en la “Trilogía polaca” de
Sienkiewicz un muy correcto exponente.
Rodrigo
-
Henryk Sienkiewicz, Un héroe
polaco. Ciudadela Libros, Madrid, 2007. 303 pp.
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