PUENTES DERRUMBADOS
JAVIER GARCÍA GIBERT
Todo es claro y computable ahora: hay millones de
parados, millones de euros en las cuentas secretas de ciertos pájaros de cuello
blanco, millones de pruebas de las corruptelas políticas que han vaciado las
arcas del Estado. Pero ¿qué había antes de esta crisis económica?: ¿un mundo
feliz? Es muy mala esta crisis, muy mala, pero lo peor es que encubre otras
crisis (morales, intelectuales, espirituales) y lo pésimo es que, cuando aquélla
pase –que pasará sin duda-, esas otras crisis –que en último término la han
desencadenado- seguirán existiendo con la misma pertinacia y con la misma
indiferencia por parte de todos con que existían antes. ¿Aspirará la gente a
ser virtuosa, luchará con esfuerzo por conocerse a sí misma, tendrá el anhelo
de echar su espíritu a volar y, libre de miedos, pensar por cuenta propia? No
padre. Cuando este desastre económico pase, ¿querremos sentirnos dignos de ser
felices en vez de creernos con el derecho a serlo por natal decreto como
sucedía hasta ahora? No padre. Y, por otro lado: ¿dejaremos de votar y confiar
en los políticos que, de un color u otro, llevan en el sueldo la necesidad de
mentir? No padre. Todo va a seguir igual. Y la crisis maldita no habrá servido
de nada.
Qué gran oportunidad sería ésta para volver los ojos al
gran tesoro de la tradición humanística, que sigue ahí para quien quiera
disfrutarla, ligeramente oculto, eso sí,
por la trivialísima sobreabundancia de la información actual. Esa
tradición de belleza, inteligencia y sabiduría que está en mentes filosóficas,
artísticas, espirituales de todos los tiempos (Platón, Séneca, San Agustín,
Dante, Cervantes, Shakespeare, Kierkegaard, Dostoievski....) constituye lo
mejor que ha dado el ser humano a lo largo de la historia y sólo cuesta el
precio de querer tenerla, no pudiendo nadie arrebatártela, por cierto, una vez
la tienes. Es, por añadidura, la mejor medicina, fortalecedora y
ennoblecedora, para superar todas las
crisis, y podría ser un descubrimiento fantástico para los jóvenes
desmoralizados de nuestros días, si fueran capaces de acceder a ella. Pero me
temo que ha sido tan grave el destrozo de los
tiempos, y en especial de la (des)educación criminal de las últimas
décadas, que cada día que pasa se hace más insalvable la dificultad de acceso a
ese tesoro por parte de las nuevas generaciones. Muchas causas podrían explicar
esta dificultad (entre ellas, desde luego, la boba inmediatez de los medios
sociales de comunicación de masas, que inhabilitan con su rapidez maniática la capacidad
de concentración imprescindible para adquirir, en el terreno que sea,
contenidos verdaderamente fuertes y profundos). Pero si tuviéramos que
aventurar, al margen de estos graves condicionamientos mediáticos, las causas
de esa dificultad, creo que podríamos remitirlas a un par de criterios: uno de
orden ético y otro de carácter cultural.
En lo que se
refiere al primero, hay una quiebra indudable en el reconocimiento de los
valores sobre los que la cultura humanística se sustentaba: el valor, por ejemplo,
del honor, de la nobleza, de la ejemplaridad, del empeño de la palabra dada. Me
contaba un amigo, profesor de secundaria,
que hace poco hizo leer a sus alumnos –qué atrevimiento- la Historia
del Abencerraje y la hermosa Jarifa, una bella novela morisca del XVI. En
este relato un noble musulmán cae preso en manos de un no menos noble caballero
cristiano; éste advierte que una nube de aflicción ensombrece la estoica
entereza de su prisionero y le pregunta por la causa; el moro le confiesa que
en un breve plazo debía reunirse con su amada Jarifa, después de un largo y
azaroso período de separación, y que, al haber caído preso, ya no podrá acudir
a la cita. El cristiano, compasivo, le ofrece tres días de libertad para que
pueda entrevistarse con ella, al término de los cuales deberá volver a su
cautiverio. El moro acepta agradecido y cumple, por supuesto, con la promesa
dada. El final del relato no hace ahora al caso -acaba, por supuesto, de la
mejor manera-, pero lo cierto es que la opinión unánime de los estudiantes fue
censurar la historia por absurda e inverosímil; ¿cómo era el capitán cristiano
tan ingenuo para fiarse de la historia o la palabra del desconocido prisionero,
y, sobre todo, cómo era éste tan estúpido de volver a manos de su captor una vez
conseguida la libertad?
El otro
obstáculo imponderable para acceder a los textos literarios del humanismo es la
ausencia casi absoluta de referencias culturales entre el estudiantado. Lo
comentaba George Steiner en alguno de sus libros: el acervo de notas y
explicaciones previas (léxicas, históricas, mitológicas, religiosas...) para
comprender la mera superficie de un texto clásico ha de ser hoy en día tan
voluminoso que, cuando el alumno por fin alcanza a entenderlo, ha quedado tan
exhausto, tan apesadumbrado por el
cúmulo de nuevas informaciones, que se muestra ya incapaz de gozar sus mieles
literarias, de sondear con energía su riqueza de sentidos o sus mimbres más
secretos. Si tenemos que explicar a un alumno de Filología qué es la Arcadia,
qué es el Gólgota, quiénes son los godos, que Marte es el dios de la guerra,
que Febo es el sol, que “sierpe” es serpiente, que “beldad” es belleza, que
“pródigo” no es el que vuelve (aunque eso ya sea saber algo) sino el que
derrocha, que Jacob robó la bendición de su padre, que el poeta alude a
Jesucristo cuando se refiere al hombre que “descendió” “para subirnos al
cielo”, o si es necesario resumir a Platón al toparnos con “el alma que en
olvido está sumida” o explicar la doctrina del amor cortés para comprender un
verso tan sencillo del Romancero como ese que dice que “los enamorados van a
servir al amor”..., si hay que aportar éstos y similares datos para acceder a
la mera letra de muchos textos, ¿cómo no pensar que el estudiante al uso va a
incurrir en el error de juzgar que la literatura humanística es un vano
artificio que nada tiene que ver con el ser humano, con la realidad de las
cosas, con la propia vida?
Sí, hay un
paisaje de puentes derrumbados en las antiguas vías que daban acceso a la única
Cultura que ha dado nuestra historia y nuestra civilización. Pero anímense los
que aún tienen fuerzas y ambición para llegar hasta ella. Comprobarán que la
crisis se ve más pequeña cuando se contempla
desde el otro lado.
Javier García Gibert es
profesor de literatura clásica española en La Universidad de Valencia y autor
de varios libros como Baltasar Gracián y el ficcionalismo barroco (1991),
Cervantes y la melancolía (1997), La imaginación amorosa en la poesía del Siglo
de Oro (1997), y Consagradas escrituras: diez ensayos sobre literatura bíblica
(2002). Sobre el viejo humanismo. Exposición y
defensa de una tradición. Marcial Pons,(2010)
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