CHARLES DICKENS
Trad.: Jorge Cano y Celia Recarey
Nórdica Libros, 2012
Dickens realiza
este viaje por Italia a lo largo del año 1844. En el prólogo, el propio Dickens
nos advierte de lo que vamos a leer: «apuntes leves, meros reflejos en el agua».
No encontraremos análisis políticos, disertaciones sobre arte, historia y
cultura en general. Tampoco nos informa de sí mismo y de sus acompañantes,
salvo en una primera descripción hilarante sobre la llegada del carruaje al
Hôtel de l’Ecu d’Or, y la expectación ante los viajeros conforme descienden del
vehículo: la esposa, su hermana, dos niños y dos niñas, dos niñeras, y finalmente, el autor.
Dickens muestra
en todo momento una curiosidad sin límites, una capacidad de observación
enorme, y anota todo lo que le llama la atención, que a veces son gestos,
ropas, comportamientos, voces, paisajes, clima, edificios, costumbres,
fiestas,…además de trasmitirnos las sensaciones que le producen en su ánimo.
Narra
rápidamente el trayecto durante el cual cruza Francia camino de Italia, en
pleno verano; pero se detiene sobre todo en Avignon, donde visita el Palacio de
los Papas, en ese momento convertido en cárcel y cuartel militar. Le impresiona
enormemente la visión de los calabozos y sobre todo la sala de tortura de la Inquisición (la Salle de la Question). Pero casi le
impresiona más la vieja bruja gesticulante que le sirve de guía y que con sus
comentarios traza una vívida imagen de lo que allí sucedía.
En Marsella
embarcan para Génova, y la descripción de la ciudad portuaria, cuna de grandes
navegantes, se abre ante sus ojos, generosa en contrastes, pintoresca y
magnífica, aunque la primera impresión es algo depresiva: «la vista (desde su
ventana) es una delicia, pero por el día hay que mantener cerradas a cal y
canto las ventanas, o los mosquitos te llevan directo al suicidio. De las
moscas mejor no hablar. De las pulgas: su tamaño es un prodigio» de los gatos que
mantiene a raya a las ratas; las lagartijas, escorpiones, escarabajos y ranas,
mejor no explayarse, pero lo dice. Las edificaciones le resultan chocantes, la
suciedad en general, también. Pero eso es algo a lo que se acostumbrará
después. Los juegos populares, como los bolos y un juego parecido al de los
chinos, y sobre todo, la avidez con la que se entregan a ello los jugadores. Largas
descripciones de palacios de la Strada Nuova y la Balbi, arquitectónicas y
luego, del uso que los italianos le dan a esos palazzos. Los teatros, la cantidad de iglesias, de sacerdotes,
frailes, jesuitas, etc. es otra cosa que le resulta llamativa: es su primera
visita a Italia. Los cementerios y enterramientos también es algo que a lo
largo de todo el viaje recabará su atención, y en general, todo el mundo
cultural católico, que él, como anglicano, encontraba curioso.
Parma, Módena y
Bolonia son las siguientes ciudades que visita. Le es extraño «caminar por
estos lugares que están en una siesta continua al sol», donde la pereza impera.
«Siento que me estoy empezando a oxidar», nos dice. Describe minuciosamente los
paisajes de viñedos, las pequeñas ciudades, las dos famosas torres inclinadas
en pleno centro de Bolonia. De allí –la estancia fue de paso― llega a Ferrara,
que le causa una desagradable impresión: solitaria, despoblada y desierta, con
su enorme castillo ―donde decapitaron a la
Parisina y su amante―en el centro de la ciudad. La casa de Ariosto y la
prisión de Tasso son sus visitas.
De allí pasa a
territorio austríaco y dedica un delicioso capítulo que titula Un sueño italiano, planteado como una onírica visita a Venecia.
La llegada, de noche y en barca, deja en él una profunda huella, la llama «ciudad
fantasmal», navegando por sus canales silenciosos y oscuros lentamente, viendo
surgir palazzos e iglesias, brotando
del agua; la Catedral de San Marcos y el Campanile son los edificios que más le impresionan de
todo su viaje, quizás por ese aire tan oriental de la catedral véneta. « Allí,
en la errática confusión de mi sueño, vi al viejo Shylock […], alguien que
parecía ser Desdémona se asomaba a una celosía […]el espíritu de Shakespeare
flotaba sobre las aguas, pululando por la ciudad».
Vuelve hacia
Milán, pasando por Verona y Mantua. De Verona tiene amables comentarios de su
anfiteatro y la casa y tumba de Julieta. Mantua la recorre pronto, no le gusta
especialmente, y sigue viaje rápido. Milán le parece una estupenda ciudad, que
también abandona pronto. Tras los lagos, Suiza, y Francia, en un retorno a
Inglaterra por breve tiempo.
Vuelve después,
ahora a Roma, pasando por Pisa y Siena y visitando, completamente subyugado,
las canteras de mármol de Carrara. Lo que le extraña y gusta de Pisa es que el
conjunto arquitectónico (catedral, torre y baptisterio) esté aislado en medio
de la campiña. Y la enormidad de mendigos que llenaban las calles de Pisa. En
general, los mendigos es otra de las impresiones fuertes de su viaje. Cuando
llega a Nápoles es el acabóse, los
mendigos institucionalizados, casi
podríamos decir, los lazzaroni.
La primera
impresión de Roma es que le recuerda a Londres. Quizás la cúpula de San Pedro
evoca en él el recuerdo de Saint Paul’s . Pero esa imagen pasa pronto y Dickens
sufre de golpe el síndrome de Stendhal,
al ver el Coliseo, el Foro, «un desierto de decadencia, sombrío y desolado más
allá de toda expresión» o al mirar la cúpula de San Pedro desde dentro de la
basílica, aunque no le parece «religiosamente impresionante ni emotiva». De
Roma casi le atraen más las manifestaciones populares, el desfile de Carnaval,
el Moccoletti, las celebraciones de
Semana Santa que observa con curiosidad, y el bambino milagroso, la impactante iglesia Sto. Stefano Rotondo, las catacumbas, la via Apia,
presencia una ejecución pública con guillotina,…Visita Tívoli, Villa d’Este, el
templo de la Sabina,…
Nápoles pone la
puntilla a este viaje maravilloso. La enloquecida y caótica ciudad, llena de lazzaroni, gente ruidosa y gesticulante,
calles sucias y peligrosas, iglesias, palacios, la ópera,…todo ello vigilado
por la sombra del Vesubio humeante. No puede irse sin subir al monte sagrado,
acercarse lo más posible al fuego eterno que ruge en su interior. El relato de
esa excusión, como las de Pompeya y Herculano, no tiene desperdicio. Retorna
por Florencia, cuya plaza y Palazzo Vecchio, plenos de magnificencia y señorío.
En suma, un
delicioso relato pleno de interés, de humor, de reflexiones curiosas, de
emotividad, que comprenderá inmediatamente cualquiera que haya visitado esos
lugares y por el contrario, quien no lo haya hecho, se sentirá motivado a
viajar para verlo. Buena edición, portada muy bien elegida.
Ariodante
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