Paul Scott
Año
de 1942. El imperio japonés se expande arrollador en Extremo Oriente y amenaza
con arrebatar a la
Corona Británica la que, según frase célebre de Benjamin
Disraeli, es su joya más preciada: la India. La coyuntura es aprovechada por Gandhi,
que incita a sus compatriotas a la sedición; el llamado surte efecto,
desatándose una serie de hechos de violencia que acrecientan el historial de
insurrecciones contra una dominación que, hoy sabemos, se extendería por muy
pocos años más. Sobre este contexto se desenvuelve la trama de La joya de la corona,
novela escrita por el inglés Paul Scott (1920-1978) y publicada originalmente
en 1966. La obra constituye la primera parte del denominado Cuarteto del Raj,
una tetralogía cuyo trasfondo lo proporcionan los últimos años del imperio
británico en la India ,
y que tiene en Los
rezagados (1977) una elogiada secuela. Así pues, el conjunto
se inscribe en el breve pero notable subgénero de novela inglesa de temática
colonial y ambientación india. La
joya de la corona fue llevada a la televisión inglesa en formato de
serie.
Dos
mujeres, inglesas residentes en la ciudad ficticia de Mayapore (India): apenas
tienen noticia la una de la otra; por sobre sus múltiples diferencias tienen en
común el simpatizar con la población nativa, no obstante lo
cual resultan ser víctimas del furor desatado en la referida sublevación.
Miss Edwina Crane arribó a la
India , tiempo atrás, en calidad de niñera e institutriz, para
luego consumar prolongada trayectoria en escuelas misionales; permanece soltera
y es muy estimada por sus pupilos y respectivas familias, indios todos. La
comunidad inglesa la acoge con respeto pero también con frialdad: su linaje
carece de lustre, es agnóstica y aborrece el complejo de superioridad racial de
sus compatriotas; para colmo, no oculta su anhelo de ver independizada a la India. Miss Daphne
Manners, la otra mujer en cuestión, es sobrina de un antiguo gobernador de la
provincia en que transcurre la narración. Joven de poco más de veinte años, de
carácter bondadoso y no muy atractiva, condujo ambulancias en Londres cuando
arreciaban los bombardeos alemanes. Ya en la India , suscribe en privado a la causa
independentista y traba amistad con un agraciado joven nativo, Hari Kumar, del
que pronto se enamora; la relación es por fuerza clandestina. Ella y
Hari son en verdad los protagonistas de lo que desde el inicio se nos advierte
es una historia cargada de dramatismo y no poca sordidez: la «historia de una violación, de
los sucesos que la ocasionaron y de los que la siguieron, y del lugar en donde
aconteció».
Mientras
remite el vigor de la insurrección -represión de por medio-, miss Crane es
encontrada junto a su automóvil volcado, bajo la lluvia y con algunos signos de
maltrato; sostiene la mano de un maestro indio, el que fue asesinado a golpes
por la soliviantada turba cuando trataba de proteger a la mujer. Horas después
se difunde la noticia de que otra inglesa, miss Manners, ha sido violada por un
grupo de indios; incidente éste que vertebra la narración.
No
tratándose de novela de tesis ni de contenido estrictamente social
o político, cabe decir que el trasfondo temático dista poco de
llevarse la palma. Dicho de otro modo: casi tanto como a los mencionados
personajes, el protagonismo
de la historia corresponde al tema de los prejuicios culturales y la
segregación étnica, propio de un régimen de dominación colonial. Materia
tratada por el autor desde un punto de vista crítico, nada de deferente para
con el Raj (la administración colonial británica en la India ); pero también con
discreción, lejos de estridencias y de afanes aleccionadores. Como
discreta es, por otra parte y dentro de lo posible, la plasmación del nudo de
la trama novelística, asunto tan ominoso como es un caso de agresión sexual
(que en la novela se conoce como el incidente de los jardines de Bibighar, por
el lugar en que ocurrió).
Hari
Kumar representa un tipo de individuo torturado por el desarraigo. Indio por
nacimiento y ascendencia, creció y se educó en Inglaterra, adquiriendo por
voluntad paterna una cultura del todo británica. Se suponía que haría carrera
en la metrópoli, pero su padre, otrora hombre acaudalado además de anglófilo,
falleció dejando a su familia –esposa e hijo- en la miseria. Hari, que ya había
visto britanizado su nombre (Harry
Coomer), se vió obligado a retornar a su patria natal, desempeñando
desde entonces labores modestas –dependiente de comercio, luego redactor en un
periódico-. Es un extraño en su país. Habla como un inglés y piensa a la
manera occidental, lo que lo separa de sus congéneres indios, al tiempo que su
piel oscura y rasgos autóctonos lo excluyen por completo de los círculos
británicos. Interiormente desgarrado, sufre los efectos de la
discriminación racial y social. Concibe un cierto desprecio por sus
compatriotas de sangre, forma de esnobismo que tiene su correlato en el
resentimiento hacia aquellos que no saben ni quieren ver en él a uno de los
suyos, al menos por educación y afinidad emocional: los británicos;
resentimiento que bien puede convertirse en odio hacia ellos, gentes imbuidas
de una falsa conciencia de superioridad e incapaces de ver en los indios
otra cosa que criaturas de una especie inferior, indiscernibles entre sí y
condenadas a la subordinación.
Hari
se ve sometido a la minucia biológica que parece fundar el único factor de
pertenencia válido, justamente la –en sus propias palabras- «distinción antropológica del
color de la piel». Y son leyes no escritas, no por esto inocuas,
las que sancionan el omnipresente sistema de segregación; consolidado por
la práctica secular, aupado por el peso de la reprobación social –británica- y
respaldado por las armas del poder dominante.
Su
romance con Miss Manners representa un dilema y un quiebre, aunque en Hari
escasamente aliente alguna forma de conciencia política. Recuérdese el
contexto: la rebelión india de 1942, promovida por Gandhi. Pues bien, Hari no
comparte el entusiasmo de sus compatriotas por el designio de la
emancipación nacional, pero tampoco desea la perpetuación del señorío
extranjero. No tiene en verdad la talla del héroe ejemplar, mucho menos
del de tipo político; no por cobardía sino por la nota de egoísmo e
irresolución que prevalece en su temperamento. Sin embargo, Hari es
víctima de acoso y tortura por un inglés de nombre Ronald Merrick,
superintendente de la policía local. Personaje un tanto estereotipado, Merrick
es el malo de la historia. Hombre tosco y vanidoso, embebido además
de un avieso sentido del deber para con el Imperio; cortejó en su momento a Daphne
Manners, más por afán de ascender socialmente que por atracción, con nulo
resultado. Tiene ojeriza a Kumar, evidente objeto del afecto de miss Manners
–nada más escandaloso-, y lo acusa de ser el responsable principal del
incidente de Bibighar.
La
impresión que me ha dejado la novela es en general positiva, cual lograda pieza
literaria capaz de captar la atención del lector sin necesidad de recurrir a
efectos sensacionales. La historia es de suyo impactante y transcurre en
base a un ritmo tan sereno como sostenido; el progresivo perfilamiento de los
caracteres protagónicos es sobradamente convincente. En mi opinión, también
cuenta el interés de los elementos extraliterarios, esto es, los
ribetes históricos, políticos y sociológicos de la trama: muy atractivos. Acaso
hubiese podido sacarse mayor partido a algunos de los personajes
secundarios, por lo general demasiado reducidos a la condición de
figurantes. Entre éstos destacan la hermana Ludmila, especie de Teresa de
Calcuta en versión un punto grotesca; y Lili Chatterjee, mujer de linajuda
estirpe india: un carácter recto y amiga-protectora de Daphne. Hay también el
policía honesto, el subcomisario White, que proporciona un contrapeso algo
tópico al odioso Merrick. Por otra parte, no ha dejado de sorprenderme el
abrupto abandono del primer plano por miss Crane, personaje capaz de
suscitar enorme simpatía y, desgraciadamente, pronto relegado.
Un
detalle, acaso leve defecto, es que algunos personajes discurren sobre
cuestiones de índole histórica y política casi con la profundidad con que lo
haría un experto en tales materias. Empero, sus razonamientos fluyen de forma
bastante natural -no es que diserten largo y tendido-, siendo captados en el
postrer tercio de la novela, en medio de la reconstrucción del incidente de los
jardines de Bibighar por un imaginario investigador-narrador (tarea para la
cual se sirve de diversas fuentes: cartas, las memorias inéditas de un general,
declaraciones del ex subcomisario White, el diario de miss Manners).
Con
todo, la novela ha sido en lo personal un grato descubrimiento.
Rodrigo
-Paul
Scott, La joya de la
corona. Diagonal, Barcelona, 2001. 575 pp.
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