Este post fue enviado por María Reznik a nuestro e-mail, gclibros@yahoo.com. Muchas gracias por tu contribución María, te deseamos los mejores éxitos con tu obra.
La vida debería regirse por mecanismos sencillos, igual que las escuelas. Recuerdo bien lo que sucedía cada vez que iba a clase sin llevar aprendida la lección del día: la señorita Alba me dejaba encerrado en el aula, repitiéndola en el cuaderno hasta que pudiese comprobar que la había memorizado desde la primera letra hasta el último punto. Aseguraba las ventanas con candados herrumbrosos que me impedirían saltar libre hacia el patio y daba dos vueltas de llave a la cerradura de la puerta. Aunque, antes de salir, sobre la mesa del profesor – justo frente al pupitre que yo ocupaba sin poder alcanzar el suelo con los pies – colocaba siempre un pequeño ventilador encendido que, en su movimiento oscilante de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, me soplaba el flequillo a la cuenta de seis, una y otra vez.
Era evidente que en el internado todos los detalles habían sido cuidadosamente estudiados, y el ejemplo más significativo era quizá la ausencia de relojes en las aulas. Gracias a ello jamás tuve la sensación de estar desperdiciando mi tiempo ni eché de menos jugar con el resto de los niños mientras cumplía arresto. Durante mis encierros no sentía el paso de las horas. La única unidad de medida de la que disponía era el creciente dolor en la palma de mi mano, y sólo cuando los calambres se volvían tan insoportables que no me dejaban seguir escribiendo, entonces y nunca antes, se oían dos giros de llave en la cerradura y doña Alba hacía entrada en el aula para rescatarme de aquel hueco en el espacio-tiempo. Sin necesidad de que ella pronunciase una palabra, yo ya sabía que me tocaba recitar las partes de una célula, un soneto o la tabla del seis, así que comenzaba, cabizbajo y temeroso, sin cuestionar por un solo segundo la autoridad de la persona que tenía ante mí. En ocasiones, los ojos de la señorita Alba destilaban un brillo luminoso que yo interpretaba como una señal de satisfacción. Sonreía con la mirada ausente fingiendo escuchar con atención mi particular recital de gallos y, casi sin dejarme terminar, me dejaba marcharme a cenar. Otras veces no sonreía, y el color opaco de sus ojos anticipaba que resolvería no autorizarme siquiera la entrada al comedor para la cena. No hace falta decir que cuando se daba el segundo caso me iba a la cama contrariado, agotado y hambriento, pero despertaba a un nuevo día habiendo aprendido de mi error, sin dolor, listo para empezar de cero otra vez.
Años después, durante mi paso por la educación secundaria, sabía que si suspendía un examen aún tendría tiempo de estudiar para la siguiente convocatoria y que, si repetía curso, dispondría de un año entero para volver a comenzar y limpiar mi expediente. El expediente. No existe tal cosa en la vida. No hay goma de borrar, no hay cuaderno en el que repetir las lecciones ni está la sonrisa de la señorita Alba. No hay convocatorias. Los errores se acumulan en el corazón añadiendo cada vez un poco más de peso, y raramente llegas a aprender tu lección antes de que sea demasiado tarde. Luego miras atrás, soportando tu pequeña carga dentro del pecho y pensando en lo diferente que sería todo si hubieses sabido entonces lo que sabes ahora.
Copyright © 2010 María Reznik. Todos los derechos reservados.
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