02 marzo, 2012

A SOLAS CON BOHUMIL HRABAL

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UNA SOLEDAD DEMASIADO RUIDOSA

BOHUMIL HRABAL
 Ed. Destino, 2001

Bohumil Hrabal es dueño de una voz propia en el mundo de la literatura contemporánea. Su gusto por temas de gran trascendencia se adereza con un estilo alegre y desenvuelto, protagonizado por personajes que escapan de la mediocridad gracias al exquisito trato que el autor les concede, nada de lo que hagan es visto con desagrado por Hrabal como ya vimos en Yo que he servido al Rey de Inglaterra y, por tanto, el lector se contagia de esa simpatía.
La vida del escritor checo fue una colección de trabajos variopintos hasta los años 50. La experiencia de estos primeros años de formación le sirvió de caldo de cultivo para muchos de sus textos entre los que se encuentra Una soledad muy ruidosa cuyo protagonista es el trabajador de una prensa de papel en un frío y húmedo sótano por cuyo techo caen desde la calle los papeles y libros, desechados por el mundo exterior, que deben ser prensados y empaquetados.
Estos libros son una de sus pequeñas ventanas al mundo. Cada día lleva a su casa algún ejemplar indultado y con él tapiza las paredes de su habitación, su salón e incluso su cuarto de baño, con riesgo continuo de desprendimientos. En ellos aprende las palabras de Jesucristo y Buda, Schiller y Kant o Goethe entre otros muchos. Como él mismo asegura, ha asimilado sus palabras hasta el punto de ser incapaz de reconocer cuáles son sus propios pensamientos, y así sufre inusitadas batallas mentales entre ideas contrapuestas y sus respectivos filósofos adalides. Éste es precisamente el ruido que inunda la soledad de este pequeño hombre.

Pero también hay vida fuera del sótano y de los libros, y así a veces visita a un tío suyo que, ya retirado de su trabajo en los ferrocarriles, ha instalado raíles, una pequeña estación y un tren en el terreno adyacente a su casa. Este entrañable personaje es la semblanza de un familiar de Hrabal con el que vivió durante el final de la Segunda Guerra Mundial y que trabajaba de guardavías de una pequeña estación y en el que se inspiró para escribir la que es quizá su obra más conocida, Trenes rigurosamente vigilados.
Al igual que su tío, cuando se retire del trabajo que ama por encima de todas las cosas, comprará la máquina de prensar (para ello ya está ahorrando) y la instalará en su propio jardín y, una vez al año, enseñara a sus vecinos los secretos del prensado del papel y les dejará hacer su propio fardo por un módico precio.
Otros personajes pueblan las páginas del libro ofreciendo ese fresco a medio camino entre una comedia amable y un amargo sabor que no sabemos de donde procede. Y es que, finalmente, la desgracia se precipita sobre nuestro hombre feliz. Ha oído hablar de una enorme prensadora de papel instalada en una ciudad cercana, capaz de hacer en un día el trabajo que una máquina como la suya hace en una semana.

Cuando decide visitar la máquina queda sorprendido, no sólo por su tamaño y eficiencia, sino por los propios trabajadores, jóvenes, limpios y ¡bebiendo leche en lugar de cerveza!. Incluso con vacaciones pagadas por el sindicato que les organiza viajes al extranjero, el último año a Grecia. Y comprende que él nunca ha disfrutado de un viaje al extranjero, conoce de Grecia a sus autores y sueña que podría acompañar al grupo y mostrarles las ruinas y los lugares en los que Platón y Sócrates ofrecían su sabiduría, o donde se representaban las obras de Sófocles. Pero nada de ello ha visto y sólo tiene sus libros y sus ideas. Y decide volver a su sótano, y rendir como estos jóvenes, abandonar la cerveza por la leche y trabajar a destajo. Pero ya es tarde, su jefe que nunca le ha respetado no aprecia su esfuerzo, le insulta y decide contratar a dos nuevos empleados relegándole a él a tareas de limpieza y al despido. Es el fin.
La prosa poética de Hrabal plantea en cierto modo el mismo problema que Alonso Quijano: la imposición de la literatura sobre la vida. El amor por las historias, por los libros, pero al tiempo, la imposibilidad de crear; el protagonista de Una soledad muy ruidosa no escribe, carece de originalidad y pensamiento propio, sorbido su seso. Sin lugar a dudas se trata de una maldición que muchos desearían disfrutar.
 Bohumil Hrabal (Brno, (Moravia28 de marzo de 1914 - Praga3 de febrero de 1997) fue un destacado novelista checo, entre cuyas obras destacan Trenes rigurosamente vigilados (1964), Yo, que he servido al rey de Inglaterra (1971) y Una soledad demasiado ruidosa (1977, en edición samizdat).


GWW

26 febrero, 2012

VÍCTOR HUGO Y EL TERROR


NOVENTA Y TRES – Victor Hugo

Transcurre en Francia el año de 1793. Es la hora del triunvirato Robespierre-Danton-Marat. En la Vendée, provincia ubicada al oeste del país -predominantemente agraria y un verdadero bastión del tradicionalismo-, se ha desatado una insurrección contra el gobierno revolucionario. Los intentos iniciales de sofocarla han fracasado y el alzamiento se extiende: es la guerra civil. En esta “hora de los sanguinarios”, “el terror replicaba al terror” (Hugo). Unos y otros –insurgentes y fuerzas republicanas- se destrozan sin perdón ni cuartel; nada, ciertamente, que desmienta la fama de crueldad extrema de las guerras civiles. En Noventa y tres tenemos una interesante reflexión acerca del período, escrita por uno de los maestros de la literatura decimonónica.

Novela publicada en 1874 y concebida como primera parte de un ciclo sobre la Revolución Francesa que no llegó a concretarse, Noventa y tres es la obra de un Victor Hugo (1802-1885) consolidado en su papel de paladín del republicanismo, además de hacer de monumento viviente de la literatura francesa. En ella, el célebre autor de Los miserables –entre muchas otras obras- se vale del referido marco histórico y de unos cuantos personajes ficticios (protagonistas de la novela) para delinear algunos de los dilemas planteados por la revolución y la política del terror. Dilemas cuya relevancia es, en lo que hace al fenómeno revolucionario, universal.
La trama se despliega al pulso de la actuación de tres personajes: Gauvain, joven comandante de tropas gubernamentales que ha repudiado su origen aristocrático y adherido, por convicción e idealismo, a la revolución; el anciano pero vigoroso marqués de Lantenac, pariente de Gauvain y, en tanto líder de fuerzas vandeanas, su enemigo (cierta prueba de ferocidad del marqués hace decir a un personaje que “La Vendée tiene un jefe”; esto es, uno a la altura de las circunstancias: implacable y brutal); finalmente, Cimourdain, ex sacerdote devenido partidario del ideal revolucionario, inexorable y glacial en su cometido: es, al decir de Hugo, “el espantoso hombre justo”. Convencido de la necesidad de aplastar la insurrección (“Si la Revolución muere, será por la Vendée”, llega a afirmar), Cimourdain es designado comisario plenipotenciario del Comité de Salvación Pública para la guerra vandeana, lo que lo conduce a Gauvain, comandante de la columna expedicionaria que hostiga a Lantenac. Da la casualidad de que Cimourdain conoce a ambos jefes en liza: desempeñó otrora labores sacerdotales en casa del marqués y fue tutor del pequeño vizconde de Gauvain. En realidad, fue él quien sembró en el alma del joven su virtud republicana, y aunque han dejado de verse por mucho tiempo, se profesan uno a otro el afecto de un padre y un hijo.
Conforme progresa la narración se dilucida su conflicto medular, a saber: el problema de la clemencia en medio de una crisis de proporciones, tal que el axioma de ‘a grandes males, grandes remedios’ parece ofrecer la única alternativa seria y la clemencia convertirse en estorbo, haciendo del indulgente un irresponsable, cuando no un criminal. Lantenac y Cimourdain se merecen en cuanto a ferocidad; ambos están dispuestos a arrasar con todo lo que se oponga a sus respectivos designios: exterminar la revolución para restaurar la monarquía, en el caso del marqués; aniquilar a la contrarrevolución, en el del ex sacerdote. En ambos hay el mismo desprecio de la clemencia, en el convencimiento de que, cuando están en juego causas tan cruciales como las que ellos defienden, la misericordia para con el enemigo o el traidor sólo puede ser negligencia o, peor aun, otra forma de traición; un crimen imperdonable. Gauvain, en cambio, está hecho de otro material. Venera la revolución y la sirve con fervor, pero su fibra moral propende a la indulgencia.No ve, por ejemplo, en la matanza de prisioneros o de religiosos un favor a su ideal ni un servicio a la república, sino el peor modo de desacreditarlos. Así como el viejo Cimourdain representa la República implacable, su ex discípulo representa la República clemente. Gauvain considera los principios supremos de la revolución como dogmas de paz y armonía; si se quiere conquistar a los pueblos para la república universal, nada más contraproducente que asustarlos. “No hay que hacer el mal para hacer el bien. No se derriba el trono para dejar en pie el patíbulo”, asegura. Es un soldado para el que no tiene sentido vencer si no se puede perdonar. En la guerra vandeana, pues, estos jefes de las fuerzas republicanas –militar uno, Gauvain, político el otro, Cimourdain- personifican modos contrapuestos de entender la revolución y los medios de los que ella deba valerse ante quienes se le oponen. El conflicto es latente, y el logro de su objetivo, la derrota y captura de Lantenac, será la causa de su estallido.
Cimourdain tiene órdenes de matar al marqués; son órdenes que repugnan a Gauvain. Lantenac tuvo oportunidad de huir, pero ha preferido arriesgar su vida salvando a unos niños en peligro de muerte, los mismos que había secuestrado y con los que había pretendido chantajear a sus enemigos; el propio marqués ha cedido al llamado de la compasión. La conciencia de Gauvain se debate entre el deber moral que lo conmina a la piedad y el deber de lealtad y obediencia a la república y la revolución. Pero también se juega su modo de comprender el servicio a ambas; modo afecto a la bondad y la indulgencia.
Gauvain, enfrentado a este problema, obra según le dicta su conciencia aun a riesgo de hacerse reo del crimen de traición. No intenta huir ni pide clemencia para sí, pues entiende que ha infringido la ley. Es Cimourdain quien debe juzgarlo, con lo que se ve expuesto al problema de condenar a muerte a quien ama como a un hijo. En su mano está exonerarlo del patíbulo -no le faltan razones bien fundadas-. ¿Debe llevar al extremo su obediencia irrestricta al deber? ¿Qué Patria es ésta que se funda en la negación de la clemencia? ¿Se impone en todos los casos el deber legal al deber moral?
La novela da cuenta todo lo expresamente posible de la admiración de Hugo por la revolución. No niega sus errores ni sus horrores, pero sí está dispuesto a justificarlos (a cuenta del ideario democrático y republicano legado por el movimiento). En el balance de los beligerantes en el conflicto vandeano se decanta claramente por el bando revolucionario; esto al extremo de presentar dicha guerra como una confrontación entre el boscaje y el pantano provincianos, de un lado, y París (el del Comité de Salud Pública, de la Convención y de la guillotina), del otro. Confrontación entre campesinos y patriotas; entre Región y Patria; entre barbarie y civilización. Para mayor abultamiento, Hugo contrasta la insurgencia del montañés suizo (la de que tuvo por referente a Guillermo Tell) con la del campesino vandeano, declarando que mientras el primero combate por un ideal, el segundo lo hace por prejuicios; si el suizo lucha por la libertad y la comuna, el vandeano lo hace en nombre del aislamiento y de la parroquia. Afirma el escritor lo siguiente: “Las ideas generales odiadas por las ideas parciales es lo que constituye la lucha por el progreso”. La insurrección vandeana, en concepto del autor, no es más que la reacción de una idea local contra una idea universal.

Hugo hace gala de una buena dosis de fatalismo o determinismo geográfico. Atribuye justamente el triunfo de la rebelión suiza –rebelión de las montañas- y el fracaso de la rebelión vandeana –rebelión de los bosques- a “la influencia fatal del medio ambiente”. Según el novelista, “los países libres tienen Apeninos, Alpes, Pirineos, un Olimpo. [...] Grecia, España, Italia, Helvecia, tienen como figura la montaña; Cimeria, Germania o Bretaña, el bosque. El bosque es bárbaro”. En temeraria metáfora, Hugo sostiene que “la educación no es la misma si está hecha para las cumbres o para los bajos fondos”.
Visto el carácter ideológico de la novela, la construcción de personajes adolece de cierto esquematismo. No es que parezcan autómatas: aun los antipáticos Cimourdain y Lantenac exhalan algo de calidez humana, y Hugo se demora cuidadosamente en la caracterización de los protagonistas; pero importan menos como individuos imaginados que como portavoces de ideas. La obra carga con el lenguaje ampuloso e imponente al que era aficionado Hugo, sobre todo en los pasajes descriptivos y reflexivos. Los diálogos, a la par que abundantes, son chispeantes y acerados como si se tratase de duelos de espadachines; también son enfáticos y muy teatrales. Todo está concebido para impresionar al lector, incluyendo el dramatismo de la acción, poblada como está de giros sensacionales. Pero, a mi entender, nada más impactante que el dejo de simplismo que impregna las ideas del autor. La revolución francesa es en sí un tema conflictivo que difícilmente admite juicios unívocos. También exige hacer los distingos correspondientes (creo que 1789 no es lo mismo que 1793, por ejemplo).
Me ha parecido, en suma, una novela inquietante. Y estimulante.

Rodrigo

- Victor Hugo, Noventa y tres. Losada, Buenos Aires, 2007. Traducción de Luis Echávarri. 439 pp.

23 febrero, 2012

VAGABUNDEANDO CON G. HAEFS


CUENTOS VAGABUNDOS
GISBERT HAEFS
Evohé Narrativa

 Gisbert Haefs (Wachtendonk, Renania, 1950), autor, traductor y editor germánico, realizó sus estudios de filología inglesa y española en la Universidad de Bonn. Como él mismo cuenta en una entrevista, he nacido en una familia católica, pasando mis años de escuela en un colegio de jesuitas – me había costado bastante trabajo ganarme la libertad intelectual, y después de luchar contra el adoctrinamiento cristiano, no me apetecía dejar mi cerebro a los marxistas, sino pensar por cuenta propia. Entonces, la filología y la literatura  fueron su elección universitaria. Ha trabajado como traductor independiente y más tarde como traductor y editor en alemán de diversos autores como Bioy Casares, Borges, Kipling,  Conan Doyle, Chesterton, Mark Twain o incluso Bob Dylan y Brassens, ya que también, como un virtuoso renacentista, le interesa la poesía y la música, habiendo publicado en 1981 unos Cantos Grotescos, canciones que compuso, interpretó y editó en disco.
En España conocemos más su vertiente como autor de ensayo y novela histórica, pero hay otros aspectos de su amplia obra literaria que se nos muestran ahora, en esta compilación de cuentos que presentamos aquí. Y nos sorprendemos al descubrir casi a un autor desconocido, nuevo, distinto y muy atractivo. Siempre se ha dicho que es más difícil escribir un buen relato que una buena novela, porque ha de concentrarse en un breve espacio y ha de atraer y atrapar al lector para dejarlo satisfecho a su final. En España no hay demasiada tradición de relato, pero creo que precisamente por ello, podemos augurar que estas historias van a encontrar una acogida en hambrientos lectores de un género no muy abundante por estos lares.

En estos dieciocho cuentos, de muy diversa factura, obras que ya han sido publicadas en Alemania anteriormente y de donde algunos personajes han sido recogidos en obras posteriores, encontramos un nexo de unión, vago, sutil y vaporoso: la inquietud y el desasosiego. Son narraciones inquietantes, ciertamente. Porque descubren tras una fachada de cotidianeidad, en algunos casos, o de normalidad, un mundo oscuro, agazapado cual monstruosa criatura a la espera de ser liberada.
No es casualidad que Haefs haya traducido a Conan Doyle o a Kipling, o a Bioy Casares y a Borges, todos ellos con una faceta inquietante en sus obras. Traducir es como recrear una obra, recrear a un autor. Un buen traductor ha de meterse en la piel del autor al que traduce y adivinar qué ha querido decir;  qué y cómo lo dice, realmente. Y en esa empresa ha de haber una simbiosis, una interrelación entre ambos. Leer entre líneas antes de verter al otro idioma, finalmente, la obra ajena, que, en una pequeña pero importante parte, el traductor hace propia, le impregna.

El espíritu de Kipling sobrevuela muchos de estos relatos. También descubrimos un humor muy especial, muy borgeano, una mezcla de inquietud y de goticismo, como en Monstruo o El anatomista azul. Clima onírico, impactante, en El fin de Jürgen Soberg. Hay en algunos una cierta intención de sátira muy fina, de paradoja, como en la Parábola con varios conocidos. Errores y virutas toca el tema de las sectas pseudorreligiosas, que es reiterativo en varios relatos, como En la frontera.

Algunas narraciones se enmarcan dentro del más puro estilo de la novela policíaca, siendo altamente destacable El triunvirato, que me parece de una estructura y elaboración redonda (a pesar de ser triangular), y en menor grado, Matzbach y un par de buenistas, de la que destacaría este párrafo: “Quien pone eufemismos en circulación, cambia el lenguaje, cambia el contenido de las palabras para mejorar el mundo conforme a su modelo, acaba llamando, probablemente pronto, “auto de fe” a la quema de herejes y “limpieza étnica” o, por qué no, “purificación religiosa de la población”, al genocidio.
Otras, como Un feliz acontecimiento o como, sobre todo Ángel en la penumbra, a pesar de su apariencia de dirty realism, contiene diversas connotaciones, absolutamente terribles: el amor/odio al héroe, el repudio a los que nos protegen pero que necesitamos, a la inevitable herencia paterna, la mediocridad que no soporta al diferente, al que ayuda, precisamente porque se le necesita, el resentimiento contra todo ello, ...son  relatos parabólicos, que lanzan una potente carga de profundidad contra una sociedad en franca decadencia, y algunos dejan un regusto de amargura, como el de Retorno al hogar, que es mucho más dramático y parece un mal sueño. Tanto el comienzo, con El testigo,  como el final del libro, con Los dones de los tres reyes, tienen un marco de tema histórico judeocristiano, romano y, si se quiere, religioso. Y ambos son muy curiosos y con un toque de humor muy especial, francamente divertido.
 Sin embargo, se echa de menos al final de cada relato, la fecha en que fue escrito, que consideramos un dato más para ubicarlos, así como su título original. Tampoco una introducción o breve prólogo sobre la obra del autor  hubiera sido desdeñable, al ser una colección de cuentos tan variopinta, y tan diferente a lo ya conocido de Haefs en España. Vaya, de todas formas, nuestra enhorabuena a Evohé por esta nueva publicación, que nos muestra otra cara de un autor que tiene aún mucho que contarnos.


Ariodante



¡Sálvese quien pueda! - Andrés Oppenheimer

¡Sálvese quien pueda! El futuro del trabajo en la era de la robotización. Oppenheimer siempre me ha llamado la atención, si bien no he sid...