VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Prólogo de Rosa María Rodríguez Magda
Ed. Evohé, col. El Periscopio, 2011
El arte al que se refiere el
acertado y atractivo título del libro, no solo es el arte en su acepción
plástica, que también, sino en la más general del término: el arte de vivir, y
de vivir rodeados de belleza, tanto si está en ruinas como guardada en los más
bellos museos y palacios. El arte del bel canto, de la musicalidad que impregna
la vida cotidiana de los italianos, el arte del buen cocinar, del dolce far niente, de un país
acostumbrado a las crisis políticas permanentes, al equilibrio económico entre
el norte y el sur, Miguel Ángel y
Garibaldi, Savonarola y Casanova, poniendo una vela a Dios y al Diablo,
viviendo entre los maravillosos desnudos de las estatuas grecorromanas y las
sotanas de los curas en el Vaticano. Un país que deja boquiabierto al extranjero
que pisa tierra italiana, y que, como Stendhal, podría preguntarse cómo es
posible vivir rodeado de tanta belleza sin que te estalle el corazón.
En el prólogo, Rosa
M. Rodríguez Magda, (actual directora de la Casa-Museo de Blasco Ibáñez
en Valencia) cuenta las vicisitudes que hubo de pasar el escritor antes de llegar
a Italia, a la vez que afirma que es y no
es un libro de viajes escrito por un novelista. Porque cuando Blasco lo
escribe, aun no es un novelista: es periodista, agitador político, y…joven.
Será un novelista, después. Por ahora realiza un maravilloso viaje por Italia
en 1886, pero no porque desee ir a Italia y escribir sobre ella, sino porque ha
de salir por piernas, debido a una algarada política, una manifestación ante la
plaza de Toros, donde Blasco, entre otros habían convocado un mitin que fue
prohibido, pero la gente acudió y acabó con un policía herido y declarado el
estado de guerra. Resultado: el joven Vicente Blasco embarca en un vapor que le
lleva a Sète y de allí recala en Génova, pisando tierra italiana por vez primera.
El impacto que recibe es enorme.
Solamente verse en pleno Mediterráneo ya
motiva al joven Blasco un cúmulo de emociones, viniéndole a la mente la
historia de estas aguas, por las que ha navegado la cultura y la civilización,
primero de Oriente a Occidente, y después en sentido inverso. Pero es llegar a
Italia, empezar a recorrerla y también se ve colmado por cantidad de emociones:
reconoce la herencia histórica romana, al tiempo que asume la herencia española
en tierras italianas. El recorrido que durante tres meses realiza y sobre el
que va a ir escribiendo sus impresiones cubre las más importantes ciudades y
zonas italianas: empieza por Génova, la ciudad del mármol; sigue por la
Lombardía –la Cataluña italiana, como él la califica-, siguiendo la ruta de
Napoleón, hacia Milán, capital moral de la península, que le conmueve por la magnificencia de su majestuosa catedral:
«Es necesario –afirma- ser Victor Hugo para definir la impresión que causa el
interior de esos grandes monumentos levantados por la fe de la Edad Media».
También le llama la atención el carácter musical de la población, y la ópera,
presente en toda Italia pero encabezada por la Scala. El castillo de los
Visconti –o lo que queda de él- le provoca reflexiones enjundiosas, así como la
Biblioteca Ambrosiana, la Pinacoteca de
Brera…y la prisa por comer de los frailes de Santa María de Gracia, que
abrieron una puerta justo cargándose la parte inferior de la Santa Cena de Leonardo. Dedica cinco
capítulos a Milán.
De la capital lombarda se
traslada a Pavía, que califica de «Escorial italiano», y recuerda la victoria
de los tercios españoles de Carlos V sobre las tropas francesas y cómo fue
hecho prisionero Francisco I. De allí a Turín, donde su mayor deseo se ve
cumplido al encontrarse en persona con Edmundo D’Amicis, al que admira tanto
literaria como políticamente, y nos brinda toda una disertación sobre la
relación de la poesía con la revolución. A lo largo de todos estos textos, el
joven y ardiente Blasco manifiesta sus opiniones políticas, reflexiona,
compara, alaba o critica la historia y a los personajes según su filtro. Pero
lo hace muy razonadamente y a veces, tiene unas ocurrencias humorísticas deliciosas,
por las que hace algunas críticas por la vía cómica, que resultan así más
tamizadas. En general, la religión católica y la Iglesia son continua diana de
sus dardos. Conocida es la posición anticlerical y anti monárquica de Blasco,
republicano visceral, y en cada lugar que visita de Italia observa cómo vive la
población, las diferencias sociales, las influencias nefastas de los clérigos
(jugosas reflexiones sobre Francisco de Asís, por cierto), los garibaldinos,
los Saboya,…
Sube a la torre de Pisa,
sintiendo un cierto vértigo, recorre la Plaza de los Caballeros, y la Torre del
Hambre, donde el conde Ugolino languideció, y llega por fin al Campo Santo.
Recuerda a Byron asistiendo a la muerte de Shelley, recuerda que en el Palacio
de la Sapienza (la Universidad) un tal Galileo impartía sus lecciones, mientras
la Inquisición afilaba las uñas.
Y llega a Roma, a la que dedica
nueve capítulos: se apodera de él el síndrome stendhaliano, y no sabe por dónde
empezar, subyugado ante tanta belleza, ante tanto arte, la Roma clásica y la
Roma renacentista, Laocoonte y la Sixtina, el Foro y el Capitolio; la
magnificencia arquitectónica de San Pedro; el Vaticano, pleno de tesoros
artísticos, centro histórico de poder. Los diversos saqueos de la ciudad, desde
los bárbaros, a los españoles, y los de los propios ciudadanos, que desmontaron
medio Coliseo para construir palacios: «Lo que no hicieron los bárbaros lo
hicieron los Barberini» dice Blasco, con retranca. Miguel Ángel, Rafael, le
calan hondísimo ¿y a quién no? ¿Quién podría resistirse a la fuerza que emana
de las esculturas y pinturas miguelangescas, o a la dulzura de la las pinturas
rafaelescas?
No sólo del arte clásico y de la
gloriosa arquitectura romana nos habla, sino que incluye dos capítulos
para hablar de los españoles (artistas,
literatos, periodistas) que encuentra en la Ciudad Eterna, y que son muchos,
siendo los principales los hermanos Benlliure, que le acogen y le ayudan,
incluso le llevan un tiempo a Asís, donde tienen casa de verano. La ciudad de Asís
le recuerda a Toledo, impresionándole profundamente los frescos y las pinturas
de la catedral: Cimabue, Giotto, el Dante, San Francisco son personajes que le
llaman la atención y sobre los que diserta.
De Roma pasa a Nápoles, a cuya
región dedica otros siete capítulos.
Aquí el escritor se desborda como el Vesubio; no puede resistir tanta
belleza natural: la bahía napolitana, el maravilloso paisaje, el imprevisible
volcán, que visita subiendo a caballo, llegando hasta el mismísimo cráter,
aspirando los efluvios sulfurosos y casi quemándose los pies con las ardientes
piedras volcánicas. Pero no sólo es la naturaleza: es la propia ciudad y las
gentes napolitanas las que le dejan lleno de sentimientos contradictorios:
reconoce cuanto hay de español en Nápoles, la picaresca que parece ser el
carácter propio de sus pobladores, así como la musicalidad de lengua y canto.
También la languidez, el dolce far niente,
la casi invisible frontera entre la ley y la ilegalidad de la Camorra, «pueblo
de alegres farsantes».
Lo que también visita y describe al
detalle, con enjundiosas reflexiones y comentarios, es la ciudad muerta de
Pompeya, a la que imagina llena de vida y nos hace imaginar a los antiguos
pobladores paseando junto a él por las avenidas, el interior de las casas, admirando
las pinturas, sonrojándose en la vía del Lupanar, ante el «atrevimiento» y la
liberalidad sexual de los romanos. Los comentarios del escritor no tienen
desperdicio.
Tras la visita al sur, sube hacia
el norte, hacia la Toscana: al pasar por el lago Trasimeno imagina vívidamente
la tremenda batalla que tuvo lugar entre las tropas de Aníbal y las de los
romanos, comandados por Cayo Flaminio Nepote. Y finalmente llega a la Ciudad de
las Flores: Florencia. Deambula bajo la lluvia por la ciudad, asombrado de
encontrar en tan breve espacio la mayor concentración de arte nunca visto,
impresionado por la fuerza escultórica en cada rincón de la Plaza de la
Señoría, por los pasillos abarrotados de arte de la Galleria degli Uffici. La cúpula de Brunelleschi, las Puertas de
Ghiberti, Santa María dei Fiori, ¿es posible hallar más belleza junta? Ay,
Stendhal, ¡cuánta razón tenías!
Y finalmente, el broche con el
que cierra su relato viajero: no podía ser otro que Venecia, la reina de las
lagunas. Describe su entrada en tren, por el largo puente que parece flotar
sobre las aguas. La excepcionalidad de esta maravillosa y única ciudad, puerta
de Oriente, cuyo intercambio cultural se aprecia en las edificaciones y en los
dorados que cubren San Marcos, la sensación de estar en la frontera de otro
mundo, los paseos por las escondidas plazoletas, las góndolas por los canales,
los palacios reflejados en las aguas tranquilas…La historia de la Serenísima
parece haber inmovilizado el tiempo, cuando se entra en la ciudad.
En suma, un relato lleno de
viveza, un estudio de la historia italiana, de las costumbres, de sus gentes y
paisajes, un texto que supera con creces cualquier guía turística y que asombra
la profundidad de miras de un joven periodista que más tarde será un grandísimo
escritor…y un incansable viajero: Don Vicente Blásco Ibáñez El criterio seguido para esta edición
por Julio Castelló principal responsable de ella, ha cotejado la edición príncipe con otras
ediciones posteriores, con la idea de recuperar dos capítulos desaparecidos de
ulteriores ediciones, así como un buen número de párrafos, expresiones,
fragmentos y matices eliminados o modificados, por una posible incorrección
política, pero que revelan al autor en sus convicciones profundas y dan
calidad al texto.
Reseña publicada también en: http://www.elplacerdelalectura.com/2012/02/en-el-pais-del-arte-tres-meses-en.html