Este post fue enviado por Rolando Martiñá a nuestra casilla de correos, gclibros@yahoo.com. Muchas gracias por la contribución, esperamos que tu obra sea todo un éxito.
La escalerilla estuvo siempre ahí, porque eso que ahora es mi consultorio, fue en su momento un patiecito que comunicaba con la terraza. Hubo épocas en que se trató de disimularla de varios modos: plegándola hacia arriba, y/o pintándola del color de la pared, y/o colmándola de chorreantes potus que verdaderamente la convertían en un ingenioso recurso decorativo. Finalmente, (como suele pasar, tarde o temprano) se decidió que "ya que estaba, que estuviera". Se la desplegó totalmente, se la liberó de los ya incontenibles invasores vegetales y se la pintó de rojo.
No es nada frecuente ver en uno de esos lugares semejante objeto, sin embargo, pese a su ahora notoria presencia, los pacientes no lo tenían demasiado en cuenta ni se ocupaban de él, más que por medio de alguna rápida ojeada circunstancial. Algunos, porque pisaban por primera vez un consultorio y no tenían con qué comparar; otros, quizá, porque calculaban cuánto les costaría dedicarle algún tiempo a tema tan intrascendente, aunque inusual. Los más, creo, ni la veían, absortos como estaban en las turbulencias de su mundo interior.
Esto fue así durante mucho tiempo, hasta que llegó Elba. Era una cuarentona tensa y recién divorciada, que pronto mostró, entre otras cosas, que necesitaba tener todo bajo control, todo el tiempo. De modo que no pudo dejar de registrar tempranamente el objeto en cuestión. La primera vez, le dedicó un breve vistazo; la segunda, una mirada más intencional, y la tercera, una observación lenta y detallada que culminó haciéndome sentir la dureza de sus pequeños ojos negros, apenas atenuada por gruesos cristales, mientras preguntaba: "para qué es eso?"
Dos cosas suelen pasarme a menudo mientras trabajo: una, que me surgen con bastante facilidad comentarios humorísticos. Y dos, que, en determinadas circunstancias, siento el impulso irrefrenable de decir ( o hacer) algo, que no podría justificar ni técnica ni científicamente en ese momento, y que, a veces - sólo a veces - puedo hacerlo después. Ambas cosas deben haber confluido para que le respondiera seria y convincentemente: "es para el alta. Por ahí, los pacientes se van de alta", subrayando la última palabra y acompañándola de un gesto ascendente de mi mano derecha. Elba me escrutó durante unos segundos, miró nuevamente la escalera, recorriéndola con sus ojos hasta el hueco en el que parecía perderse, volvió a mirarme y dijo "ah".
Meses y meses trabajamos duramente con las durezas de Elba (y con las mías para entenderlas). Ambos pusimos a dura prueba nuestra paciencia y tenacidad. Y ella demostró, más de una vez, ser una persona bastante más inteligente de lo que podía parecer y, sobre todo, uno de esos seres que, para su bien y para su mal, tratan a toda costa de satisfacer las expectativas que , ellos y los demás, tienen sobre sí mismos. Todo era duro en ella; también las virtudes. Y, poco a poco, éstas empezaron a aflorar, liberándose de los rígidos barrotes tras los cuales esbozaban, al principio, sólo tenues pedidos de libertad. Como suele suceder, el cuerpo empezó antes: su rostro fue aflojándose lentamente, hasta llegar algunas veces a auténticas sonrisas; su espalda se abandonó cada vez más sobre el respaldo; sus gruesos vidrios fueron cambiados por lentes de contacto; y su espíritu, menos temeroso ahora, hasta incursionó espontáneamente en divertidas asociaciones respecto de los múltiples significados que podíamos encontrarle al tema del "contacto". Ese fue el momento en que sentí que todo marcharía bien.
En efecto, con una actitud paciente - como corresponde - Elba, con mi compañía, fue haciendo el inventario minucioso de sus callosidades anímicas y fue aprendiendo a pulirlas y tornearlas sin lastimar el hueso, al mejor estilo de un experto podólogo. Y eso, sin dejar de andar.
Por momentos me maravillaba la increíble constancia de esta mujer que, seguramente, por primera vez en su vida se enfrentaba a sí misma de una modo tan crucial. De hecho, el día que se lo hice saber de alguna manera, recibí de su parte, como un costoso regalo, la primera mirada dulce de unos ojos tan poco acostumbrados a eso que no pudieron dejar de parpadear por un buen rato. Nos reímos juntos brevemente y ahí comencé a pensar que nuestra relación comenzaría a recorrer el tramo final. Y así se lo hice saber.
Quizá no fui lo bastante sagaz - y no sería la última vez - como para interpretar adecuadamente lo que se escondía tras su ligero gesto de sorpresa. Lo cierto es que después de esa sesión, faltó dos veces seguidas sin aviso - cosa totalmente inusual en ella - y luego apareció, como si nada, con la perceptible intención de que ésa fuera la última. Por primera vez hablamos explícitamente del alta, de las razones que había para considerarla oportuna, de los logros obtenidos, etc. etc. Y cuando yo - al estilo de Elba - comenzaba a experimentar ya la "satisfacción del deber cumplido", se comienza a producir un cambio en la tranquila y previsible escena que, de una súbita perplejidad inicial, me llevó a un estado muy difícil de describir.
Recuerdo vagamente que ella se incorporó, suelta y resuelta como nunca, se dirigió a la escalera y mirándome de un modo extraño me dijo suavemente: "bueno, pero me voy por ahí... Y usted, me acompaña..." Por entre las grietas de una ya cristalizada perplejidad, aparecieron, como humeantes géiseres, dos borrosas ideas. La primera, fue simplemente: "cría cuervos...", así, con puntos suspensivos y todo. La segunda, tuvo forma de pregunta: "Qué hice? Esta mujer está loca. Y yo más que ella..." Aunque ahora me parezca mentira, en el breve lapso de dar los tres pasos hacia la escalera, lo que hacía como un autómata, aún se me ocurrieron dos cosas más: "Que significa esto?" y " lo que ella no sabe es que yo padezco de vértigo; que no puedo cambiar una lamparita sin apoyo; que no me asomo a los balcones; que nunca hubiera subido por mi propia decisión a esa maldita cosa..."
Comenzamos el ascenso. Ella adelante y yo atrás. Cada paso era para mí un suplicio y, mientras me preguntaba una y otra vez si debía comunicarle lo del vértigo y dar por terminado el asunto, comencé a sentir los primeros síntomas: sudor frío, temblor en las piernas, sensación de mareo... A medida que nos acercábamos al oscuro hueco donde estaba la puerta de entrada a la terraza, mi estado empeoraba. Y más aún cuando empecé a compararlo con la agilidad y determinación de la que hasta ayer era mi dócil y cumplidora paciente. Parecía una gata. Parecía no haber hecho otra cosa en su vida.
Aunque recurra a un lugar común, debo decir que esos segundos parecieron horas. Me sentía a la vez protagonista y observador de una historia absurda a la cual, como hipnotizado, no podía dejar de prestarme. Y cuando ya creía desfallecer, llegamos al cubículo pre-terraza, el que, por suerte tenía paredes por tres de los cuatro costados. Era - contra toda mitología - un ascenso al infierno, pero parecía que habíamos atravesado ya el purgatorio. O por lo menos, eso creía.
El pequeño cubículo estaba sumido en la más absoluta oscuridad, de modo que, salvo el sonido agitado de nuestras respiraciones, no podíamos tener ninguna constancia uno del otro. Estuvimos un rato en silencio, reponiéndonos, inmóviles. Yo recuerdo que trataba por todos los medios de vislumbrar alguna señal de cansancio o abandono en Elba, pero lo que obtuve fueron claros indicios de que la mujer firmemente apoyada en la pared y aferrando con la mano izquierda la baranda de la escalera, comenzó a intentar correr, con la derecha, el cerrojo de la puertita de acceso.
Vaya uno a saber cuánto hacía que nadie intentaba lo mismo. Por lo tanto, la herrumbre y el progresivo desajuste entre la puerta y el marco, volvían francamente fastidiosa la operación. Tras un rato de infructuosas maniobras, yo lo pensé; juro que lo pensé. Pero no lo pude ejecutar: "este es el momento. La dificultad es infranqueable. Qué mejor, para abandonar todo sin culpa y satisfechos con el intento... Y dar por terminada esta absurda historia". Sin embargo, mientras mi cabeza iba en esa dirección, mis manos fueron en otra: sin que mediara pedido alguno de su parte, comencé a ayudarla. Quizá sentí la demanda imperiosa de sus ojos negros entre la negrura; quizá recuperé de mis ancestros el caballero que todo hombre lleva dentro, el Quijote decidido a todo para complacer a su Dulcinea. No sé; lo cierto es que mientras encontraba más y más razones para dejar todo y mandarme a mudar, más y más me esforzaba en tratar de destrabar ese maldito cerrojo que parecía haber sido remachado justamente en los tiempos del hombre de la Mancha.
Durante un rato, nos turnamos. Después, sin palabras, decidimos colaborar, y, mientras yo atraía con todas mis fuerzas la puerta hacia mí, ella hacía jugar el cerrojo a la vez que trataba de hacerlo zafar de su añosa cárcel de hierro. Tanto hicimos, que en medio del esfuerzo supremo el cerrojo cedió y estuvimos a punto de venirnos abajo por el impulso. Fue un momento decisivo: sólo había que empujar la puertita, agacharse un poco y salir. Parecía fácil, después de lo anterior. Pero ahí, por primera vez, percibí un atisbo de duda en Elba. Silenciosos y agitados, permanecimos unos minutos sin que ninguno de los dos lo hiciera. Finalmente, ella estiro su brazo y la puerta, con un quejido, lentamente se abrió. Dimos el paso y toda la noche se presentó ante nosotros.
Había luna llena. Corría una leve brisa fresca que no hubiéramos sospechado abajo y las estrellas resplandecían de a miles. Comenzamos a desplazarnos cuidadosamente, admirando hacia arriba, pero mirando bien hacia abajo, porque no faltaban conos de sombra que aparecían por un lado u otro. Conos, pirámides, cubos: toda una geometría de sombras debíamos esquivar, a menudo observados desde lejos por un par de luminosos ojos felinos, que cada tanto acompañaban su presencia con un súbito maullido. Como suele suceder, poco a poco nos animamos a más: asomarnos, espiar, saltar, traspasar una medianera, oler una chimenea, husmear un cobertizo. Empezamos a descubrir una ciudad arriba de otra.
Confiados, nos fuimos alejando. Y justo cuando, al parecer, empezamos a sentir, a la vez, la necesidad de celebrar, apareció ante nuestros ojos una especie de pequeño jardín artificial, recién desocupado, a juzgar por su mesa, su botella vacía, sus dos copas y un par de sillas que parecían estar esperándonos. Tomé de la mano a mi acompañante y con gesto de gentilhombre la invité a sentarse. Ella me agradeció con una graciosa inclinación de cabeza y, tras sentarme en frente, tomamos las copas, las alzamos y con gesto solemne, las hicimos chocar. Hubo unos minutos en que todo se detuvo, y, tras ellos, Elba que se incorpora, que se despereza con fino ademán principesco, y que lentamente comienza a alejarse de mí. Yo que quiero hablar y no puedo, que atino sólo a levantar mi mano; ella que se vuelve y agita la suya, mientras la luna muestra su cara a pleno, y se va...
Sé que algunos colegas opinan que fue un sueño. De ella o mío. O mío sobre uno de ella. O múltiples viceversas. No sé, pero a veces siento que el viaje continúa. Que seguimos recorriendo esos misteriosos sótanos de altura, sorteando, casi a ciegas, los innumerables deshechos que la gente guarda en la parte de arriba. Que seguimos, más allá de nuestras propias preguntas, desafiando las ráfagas del viento que azota las azoteas; y la lluvia, que anega las calles y las convierte en una extraño mar que observamos desde arriba, como desde la borda de un Titanic, displicentes, copa en mano y libres de temor. Siento que seguimos viéndole las dos caras a la luna. Siento que seguimos. Y que eso nunca terminará.
Muy interesante, Rolando, muchas éxitos.
Saludos!
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