25 octubre, 2012

AGUAS FRÍAS


EL MANANTIAL
ALEJANDRO CASTROGUER

De la pluma de Alejandro Castroguer —autor de La guerra de la doble muerte— ha surgido una nueva novela: El Manantial. Publicada en la línea Z de Dolmen, los lectores pensarán que es básicamente eso: una novela de zombis. Yo, sinceramente, creo que no se debería haber publicado en esa línea, porque así tal vez se pierda a lectores que se podrían interesar también por ella. Espero que con reseñas como esta —y otras que he leído— despertemos la curiosidad en lectores de todo tipo. No quiero decir con esto que El Manantial sea la mejor novela que de todos los tiempos y que todo sea perfecto —sabemos que en literatura la perfección es algo muy difícil de conseguir—, sin embargo, Castroguer ha conseguido crear una obra con un argumento sólido, con unos personajes interesantes y con una prosa muy cuidada, algo que realmente agradezco.
Pienso que en El Manantial lo de menos son los zombis. Evidentemente están ahí, pero no se centra en ellos y el malestar que provoca la novela no proviene de ellos tampoco. El Manantial es (y podemos decir que este es el argumento de la novela) la historia de dos jóvenes supervivientes: Verona y Abel. El Manantial es la historia sobre dos personas que han tenido que luchar contra la adversidad, que han tenido que afrontar un destino inhumano. Dos niños sin figuras maternas o paternas, desamparados en un mundo hostil, en un mundo vacío, en un mundo muerto. Y es la historia de cómo esos dos niños se han convertido en dos jóvenes despiadados, salvajes. Hace poco leí Subte de Pinedo, una distopía en la que los humanos volvíamos al primitivismo y nos comportábamos como animales. El Manantial es otra forma de representar esa distopía. En este caso, la razón del retorno al primitivismo es —como ya he dicho— una especie de fin de mundo —llamada La Noche del Desastre—. La cuestión es que Verona y Abel no son solo dos seres humanos que se comportan como unos salvajes, sino que realmente son unos salvajes despiadados, sin ningún tipo de escrúpulos. La pregunta que Castroguer ha logrado que yo me haga es si, realmente, dos niños sin una figura adulta que les eduque, que les haga comprender lo que está bien y lo que está mal, acabarán transformándose en unos “carniceros”. Sin embargo, pienso que hay algo más, porque Verona y Abel sí tuvieron una figura paterna en sus años mozos. Tras su muerte, ellos cambian. ¿Qué ha sucedido entonces? ¿La edad que ellos tenían cuando muere el padre no es suficiente para que ellos comprendan que lo que hacen no está bien? Siempre que leo este tipo de historias acabo haciéndome muchísimas preguntas. ¿Cuál es, verdaderamente, la naturaleza del hombre? ¿La maldad? ¿La bondad?
Otro de los aciertos de Castroguer, además de los personajes, es el hecho de ir mostrando gradualmente el aprendizaje de los jóvenes. Para los lectores puede resultar muy chocante pero es totalmente coherente con la situación de Abel y Verona. Este aprendizaje está estrechamente relacionado con la religión. Castroguer ya lo comenta antes de que leamos el libro. Tal vez algunos lectores piensen que es algo sacrílego o que es simplemente una provocación más; sin embargo, el hecho de jugar con metáforas a la hora de hablar del sexo o de la violencia y emplear paralelismos con la religión es un gran acierto. Ya los modernistas se consideraban sacerdotes del placer, ¿por qué no podemos recuperarlo?
Por otra parte, como ya comenté antes, la prosa de Castroguer es un punto más a su favor, ayuda mucho a la lectura. Y es que Alejandro escribe muy, muy bien. Vamos a encontrar distintos niveles de escritura, es decir, que el lector —para mantener la coherencia y el decoro— ha empleado un lenguaje distinto a la hora de narrar en tercera persona —es un narrador muy culto, que sabe todo lo que sienten y piensan Abel y Verona y nos lo va descubriendo para sentirnos muy, muy dentro de ellos— y otro lenguaje dedicado a los personajes. Recordemos que ellos se han criado casi solos, pues el padre muere pronto. Este es un tema peliagudo que no creo conveniente extender en esta reseña, pero pienso que sería muy interesante a la hora de abordan la cuestión de las relaciones entre significado y significante y la comprensión del mundo. En fin, que Verona y Abel no conocen el mundo y, por ello, no pueden entender muchas de las palabras que leen o escuchan. Se encuentran con un paraguas y, evidentemente, no saben lo que es porque nunca antes habían visto uno. Tampoco saben cuál es su nombre. En alguna ocasión pensé que tal vez los personajes no deberían saber algo que sí saben o que usen palabras y conceptos un tanto difíciles. Esto es lo de menos y no afecta para nada a la totalidad de la obra.
Cabe mencionar que la obra no está situada temporalmente de forma explícita. Tampoco sabemos el lugar exacto donde todo sucede. No obstante, Castroguer va diseminando algunas pistas para que el lector elabore sus propias hipótesis, algo que todavía hace más interesante la novela.
No me queda más que señalar que El Manantial presenta muchas escenas violentas y sexuales muy explícitas, es cierto, pero que para nada son gratuitas. En todo momento se encuadran de forma correcta en la historia de la obra y en la situación de los personajes: Abel y Verona, unos Adán y Eva modernos que intentan continuar su propia historia.
El Manantial es una novela muy aconsejable. Una distopía sobre la supervivencia, una teoría sobre la maldad y la bondad humanas del hombre, un estudio naturalista de dos personas que, viviendo solas y siendo hombre y mujer y, a pesar de ser hermanastros, acaban teniendo sexo. El Manantial es eso, y mucho más. Descúbrelo tú mismo, lector.

Elena Montagud.

Título: El Manantial
Autor: Alejandro Castroguer
Editorial: Dolmen
Págs: 140


22 octubre, 2012

ASESINATOS EN MANHATTAN



La novela policíaca clásica, tal y como la conocemos a través de las obras de Conan Doyle y autores posteriores, siempre ha gozado de una extraordinaria salud pese a haber quedado al margen de las principales corrientes literarias. A lo largo del siglo XX y, en especial a partir de la Segunda Guerra Mundial, los detectives han comenzado a parecerse sospechosamente a los criminales a quienes persiguen. La frontera entre Ley y delito se desdibuja. Los criminales se valen de argucias legales, la policía obtiene sus pruebas de manera ilegal o, por lo menos, poco ortodoxa. Este panorama, sin duda más real, no es el buscado por Jed Rubenfeld para plantear y desarrollar La interpretación del asesinato.
Esta novela cumple a la perfección con el guión establecido. Un crimen (en realidad varios) de los que sólo pueden ser descubiertas e interpretadas las claves explicativas gracias a una mezcla de inteligencia, suerte y observación minuciosa. Al igual que Sherlock Holmes es capaz de distinguir entre decenas de marcas de tabaco sólo con observar su ceniza, el detective Littlemore es un experto en arcillas. Como ocurre con las obras de Doyle en las que lo que primero se idea es el crimen y luego se construye el relato “hacia atrás” para lograr esos increíbles giros que siempre sorprenden al lector, *** siembra el libro de pistas falsas, muestra escenas que llevan a engaño y oculta otras que pudieran resultar vitales para que el lector se anticipe a l desenlace.
Como en estas grandes obras, el desenlace es rápido, en pocas páginas todas las piezas encajan (en un sentido muy diferente al que se preveía) y la explicación final en la que los investigadores desgranan sus hallazgos resulta algo difícil de seguir, el lector queda con la duda de si esta explicación es sólo una de las muchas que pueden dar coherencia a toda la trama.
Pero en otros aspectos, La interpretación del asesinato también introduce pequeños matices y alteraciones en el canon clásico. La historia se desarrolla en el Nueva York del año 1909, una época caracterizada por la construcción de muchos de los edificios que hoy se pueden admirar en Manhattan, incluyendo su famoso puente, por las grandes fiestas en las que se presentaba en sociedad a las debutantes abriendo así la veda para su futuro matrimonio pero también por una brutal corrupción policial o por huelgas de trabajadores empleados en fábricas ubicadas en pleno corazón de la ciudad. Esta compleja urbe, con sus divisiones de clase marcadas a fuego, es el extraordinario mapa sobre el que se desplazan personajes que cruzan de continuo las barreras que separan un mundo de otro.
Y a ese nuevo mundo en el que el dinero y la ambición marcan la pauta del éxito, arriba un trío de representantes de la vieja Europa de unos valores algo alejados en los que el mérito se acredita por la herencia y la moralidad. Pero estos personajes, y en especial uno de ellos, Sigmund Freud, con sus modernas teorías sobre el complejo de Edipo y sobre la represión sexual pugna por superar ese esquema y cree que sus tesis encontrarán en Estados Unidos un campo propicio. Con un afán de proselitismo acude a la invitación de la Universidad de Clark para recibir honores académico acompañado de dos brillantes discípulos, Ferency y Carl Jung (quien ha sido nombrado sucesor del maestro). En el muelle son recibidos por dos jóvenes psicólogos americanos que han aceptado las teorías del psicoanálisis y que actuarán como cicerones de los europeos durante su estancia en los Estados Unidos.

Entre tanto, en un edificio de lujo se comete un terrible asesinato con connotaciones sexuales para cuyo esclarecimiento el alcalde de la ciudad pone al frente al responsable de las investigaciones criminales ayudado por un joven detective de quien se sospecha su incapacidad. Otro crimen, esta vez frustrado, de las mismas características, permite que el alcalde conceda que el joven psicólogo Younger (uno de los anfitriones de Freíd) psicoanalice a la joven víctima bajo la supervisión del maestro.
Por dos vías paralelas discurre la investigación, de una parte Littlemore parece enredarse en una trama china que no le lleva a ninguna parte, de otra, Younger lucha por superar sus propias dudas sobre el psicoanálisis y todas sus implicaciones al tiempo que descubre sentimientos hacia su paciente que le complican aún más su labor terapéutica e investigadora. Finalmente, ambos concurrirán en la dirección correcta para aclarar los sorprendentes hechos que explican estos crímenes (y alguno más que se va desvelando según avanza la lectura).

Hay suficientes elementos para hacer de este libro algo más que lo que su simple argumento sugiere. La visita de Freud a los Estados Unidos no dio los frutos esperados y Freíd siempre guardó un mal recuerdo de la misma sin que pueda conocerse el exacto motivo del mismo. Rubenfeld propone su propia teoría. Asimismo, la presencia de Jung (quien realmente acompaño a Freud en este viaje) sirve para escenificar la ruptura entre ambos (que realmente tendría lugar tiempo después), Esta lucha, centrada en parte en el rechazo por Jung del complejo de Edipo dejando así en segundo plano las teorías sobre la sexualidad que aquel lleva implícitas, sirve al autor para explicar superficialmente los fundamentos del psicoanálisis (de hecho, el personaje de la joven psicoanalizada por Younger ha sido construido tomando como ejemplo el caso clínico más famoso de Freud, Dora).
Las luchas y resistencias que estas nuevas teorías tuvieron que superar en una sociedad pudorosa y remilgada, donde el sexo era un tema tabú son descritas de una manera incidental pero muy elocuente. También se explica cómo el psicoanálisis se adapta perfectamente a la mentalidad americana pese a su evidente puritanismo.

En su esfuerzo por conocer el discurrir de la mente de Nora Acton, Younger deberá superar ciertas reticencias hacia el psicoanálisis, pero también deberá enfrentarse a sus propios miedos y a los fantasmas de su pasado (el suicidio de su padre). Su discurrir le permite una interpretación del Hamlet de Shakespeare alternativa a la comúnmente aceptada y a la expuesta por Freud (precisamente la interpretación de éste fue el desencadenante de su interés por la psicología). No se trata de la alternativa entre el ser o no ser, el actuar o el morir. Más sutilmente, comprende Younger que para Hamlet, quien actúa lo que hace es representar, mentir por tanto. Sólo quien no actúa, no interpreta y, por tanto, no falsea la realidad. Inevitablemente este descubrimiento le ayudará a enfocar de un modo alternativo el crimen investigado.
Los personajes de La interpretación del asesinato son complejos, no tanto por su riqueza de registros sino por sus elucubraciones. Sus pensamientos cambian su modo de actuar, su forma de enfrentarse a los problemas. Sin embargo, Younger y Littlemore son esencialmente honrados y bienintencionados. Por el contrario, los sospechosos de los crímenes (culpables o no), se nos presentan sin demasiados matices, sólo sus retorcidas mentes les hacen algo más reales al descubrir pasiones tan primarias como el amor, los celos, el dinero o el poder.
Pequeños capítulos (pensados quizá para servir de esquema al guión de una futura película) que alternan las diferentes ramificaciones de la trama de manera que la lectura se convierte en un placer en el que el momento de tomar un respiro se torna de difícil elección. Trasfondo histórico bien documentado y con un componente “culto” al introducir la figura de Freud atraerán la atención de lectores con un nivel de exigencia elevado sin asustar necesariamente a los que gusten de lecturas más simples. La interpretación del asesinato es, en definitiva, un ejemplo de que se puede realizar literatura de calidad conforme a un esquema sencillo y una buena historia.

 GWW

Datos del libro
  • Editorial: ANAGRAMA
  • Lengua: ESPAÑOL
  • Encuadernación: Tapa blanda
  • ISBN: 9788433974532
  • Año edición: 2007
  • Plaza de edición: BARCELONA


20 octubre, 2012

ARTE EN CINE

arte en fotogramas: cine realizado por artistas-carlos tejeda-9788437625034ARTE EN FOTOGRAMAS

CINE REALIZADO POR ARTISTAS


CARLOS TEJEDA

Prólogo de Hilario J. Rodríguez
Ed. Cátedra, 2008

«Con este libro ―explica el autor en la introducción―se ha pretendido un acercamiento a esos difusos límites entre arte y cine desde el punto de vista del artista tratando, al mismo tiempo, de ofrecer una panorámica sobre las experiencias desarrolladas dentro de este terreno.» Efectivamente, lo que Carlos Tejeda nos presenta es un vasto paisaje de lo que ha sido el cine experimental desde los comienzos hasta nuestros días. El cine tanto el realizado por artistas como por cineastas en colaboración con artistas plásticos. Obviamente, al hablar de este tipo de cine nos estamos refiriendo a algo muy diferente de lo que se ha llamado cine al modo comercial, incluso de lo que se considera propiamente cine hoy en día.

En el prólogo, Hilario J. Rodríguez nos confirma esta idea, al afirmar que al igual que no podemos hablar en los mismos términos de una obra de Ingres y de otra de Mondrian, tampoco podemos poner a cineastas como Joseph Cornell o Kenneth Anger en el mismo nivel que Oliver Stone o Steven Spielberg.  Son categorías, pues, distintas. La diferencia es equivalente a la que podemos observar entre el arte figurativo y el arte abstracto. El cine que ha sido experimentado por los artistas plásticos se acerca mucho más a la abstracción. No tratan tanto de contarnos una historia, como de plasmar unas imágenes en movimiento, captar el movimiento de colores y formas, captar el paso de las imágenes, el fluir del tiempo, la velocidad y el vértigo: abstracción pura. Y sin embargo, ―nos explicita muy acertadamente el prologuista―  hay una distinción básica entre abstracción y figuración: el modo en que recordamos las obras; recordamos apuntes sensoriales relacionados con la luz, el color, la textura y el sonido. Y también recordamos las emociones que sentimos al vivir esas imágenes.

El ensayo está dividido en dos partes más generales: la primera se ocupa de los conceptos alrededor del movimiento, recopilando los distintos inventos desarrollados antes del cine propiamente, y que desembocaron en las primeras proyecciones públicas. La segunda es la que entra en la materia de lleno: qué hace un artista con una cámara en vez de con un pincel. O con ambos. Inicia aquí un recorrido que, comenzando con las vanguardias históricas, estudia los pasos dados, incluso los proyectos fallidos, por una larga lista de artistas que han usado de la cámara como de los pinceles, y de la pantalla como el lienzo, además de otra serie de ingenios y armatostes a cual más pintoresco. Los resultados han sido dispares, pero la idea central del ensayo no se para tanto en los resultados como las experiencias, los experimentos, el esfuerzo de muchos artistas por conseguir dominar el movimiento de la realidad, y plasmarlo, reproducirlo o imitarlo del modo más creativo posible.

Así, los expresionistas alemanes   hacen que el escenario, los juegos de luces y sombras, las vestimentas, todo esté en función del efecto plástico general, por lo que la forma―una forma teatral, claramente derivada de Max Reinhardt― prima sobre el contenido narrativo, cuando lo hay; los futuristas tratan de primar la sensación  vertiginosa de las imágenes, el fluir del tiempo coloreado;  los dadaístas y surrealistas hacen destacar su ideario: los sueños, las imágenes oníricas, y el automatismo que hace brotar el inconsciente en formas y colores. Hasta el momento en que se produce el primer Armory Show (1913) en Nueva York, es en Europa donde están focalizados los experimentos limítrofes entre arte y cine. Cuando, tras la eclosión nazi, los artistas y los cineastas emigran a Estados Unidos, se traslada allí la experimentación. Es, por ejemplo, el caso de Hans Richter y  Joseph Cornell, Man Ray, Marcel Duchamp...
Así, a partir de los años cuarenta se produce la llamada segunda vanguardia en América, que tiene su momento de mayor brillantez hacia los años sesenta. Hay que destacar el cine de animación experimental que sigue la línea de Richter, y donde destaca Douglass Crockwell, un conocido ilustrador americano que usando objetos reales, plastilinas y papeles, consigue formas abstractas en su animación. Los años sesenta  producen, pues, diversas manifestaciones: el Underground, que comenzó en los cincuenta; las revistas de cine Cahiers du Cinema y Film Culture que encauzan la crítica y la popularización de las nuevas tendencias. Tanto el expresionismo abstracto como el Pop Art (Andy Wharhol con la Factory lidera los múltiples experimentos visuales y sonoros) producen continuas novedades y exploran nuevos caminos.

Dos polos concentran la atención del mundo artístico: Nueva York y Los Ángeles. Así, el llamado cine estructural prima la ausencia de narración a favor de la estructura serial de imágenes, cercana al minimalismo. Los artistas trabajan con distintas opciones, manipulando la película: en el modo de usar la cámara al rodar; en el proceso de revelado e interviniendo directamente en la propia tira de celuloide, (rayándola, pintándola, etc); por otra parte, la proyección de la película y su propia percepción por parte del espectador concluirían los elementos de todo el proceso fílmico. Otros tipos de cine experimental son visitados por el autor en este su itinerario por las distintas manifestaciones de esta época: el cine métrico, en el que destaca Kubelka, el cine de destellos, de Paul Sharits, el lirismo abstracto de Brakhage o  Jordan Belson; el cinetismo de Robert Breer; el conceptualismo de Harry Smith…y otros muchos.

La irrupción del ordenador en el mundo artístico supuso, ya en los cuarenta, la apertura de una puerta a un nuevo e inmenso campo de experimentación. En los comienzos, los hermanos Whitney experimentan con los primeros ordenadores, y  gran cantidad de artistas continuaron en esa línea. En Europa, por otra parte, en el campo de la animación experimental destacan entre otros,  Lapoujade, Alexeieff, y W.Borowczyk. Dedica el autor una breve mención a España.

De los sesenta al fin del siglo XX, el enfoque de los artistas hacia el cine se bifurca en dos opciones, ya habituales: como medio para documentar intervenciones, performances, etc. (como hizo Beuys) o bien como herramienta creativa, haciendo que la película sea la obra artística o que forme parte de una estructura mayor (Bruce Nauman). Muy interesante la mención al uso de la cámara por parte de Dan Graham, en su film/performance Body press, en el que la propia cámara en acción es parte de la performance. Los filmes como documento-reconstrucción son  otra versión: destacando Robert Smithson, Richard Serra, John Baldessari… Desde el enfoque del film como obra de arte en sí mismo, el autor nos analiza la obra del artista belga M. Broodthaers, y el francés Martial Raysse. Y en cuanto a los artistas que a la vez son cineastas, en un equilibrado tamdem, destacan sobre todos la obra de David Lynch y la de Peter Greenaway, muy por encima del resto.

La reconstrucción del trabajo del artista, del proceso artístico, ha sido el objeto de algunos cineastas, como es el caso de H.G. Clouzot, con Le mystère Picasso (1956), filme que muestra la temporalidad de la ejecución de la obra, captando a su vez la personalidad del gran artista malagueño. La otra cita es para Víctor Erice y su magnífico trabajo El sol del membrillo, en el que filma a Antonio López trabajando. Finalmente analiza el autor la película como soporte pictórico, destacando a Norman McLaren como un grandísimo innovador en este aspecto.
Una extensa sección de Bio-Filmografías completa el libro, que está abundantemente ilustrado (178 imágenes). En suma, un trabajo de investigación muy completo y documentado. Altamente recomendable para artistas y amantes de la historia del arte y de la cinematografía, en general.


Ariodante



¡Sálvese quien pueda! - Andrés Oppenheimer

¡Sálvese quien pueda! El futuro del trabajo en la era de la robotización. Oppenheimer siempre me ha llamado la atención, si bien no he sid...