NOVENTA Y TRES – Victor Hugo
Transcurre
en Francia el año de 1793. Es la hora del triunvirato Robespierre-Danton-Marat.
En la Vendée ,
provincia ubicada al oeste del país -predominantemente agraria y un verdadero
bastión del tradicionalismo-, se ha desatado una insurrección contra el
gobierno revolucionario. Los intentos iniciales de sofocarla han fracasado y el
alzamiento se extiende: es la guerra civil. En esta “hora de los sanguinarios”,
“el terror replicaba al terror” (Hugo). Unos y otros –insurgentes y fuerzas
republicanas- se destrozan sin perdón ni cuartel; nada, ciertamente, que
desmienta la fama de crueldad extrema de las guerras civiles. En Noventa y tres
tenemos una interesante reflexión acerca del período, escrita por uno de los
maestros de la literatura decimonónica.
Novela publicada en 1874 y concebida como primera parte de un ciclo sobrela Revolución Francesa
que no llegó a concretarse, Noventa
y tres es la obra de un Victor Hugo (1802-1885) consolidado en su
papel de paladín del republicanismo, además de hacer de monumento viviente de
la literatura francesa. En ella, el célebre autor de Los miserables
–entre muchas otras obras- se vale del referido marco histórico y de unos
cuantos personajes ficticios (protagonistas de la novela) para delinear algunos
de los dilemas planteados por la revolución y la política del terror. Dilemas
cuya relevancia es, en lo que hace al fenómeno revolucionario, universal.
Novela publicada en 1874 y concebida como primera parte de un ciclo sobre
La
trama se despliega al pulso de la actuación de tres personajes: Gauvain, joven
comandante de tropas gubernamentales que ha repudiado su origen aristocrático y
adherido, por convicción e idealismo, a la revolución; el anciano pero vigoroso
marqués de Lantenac, pariente de Gauvain y, en tanto líder de fuerzas
vandeanas, su enemigo (cierta prueba de ferocidad del marqués hace decir a un
personaje que “La Vendée
tiene un jefe”; esto es, uno a la altura de las circunstancias: implacable y
brutal); finalmente, Cimourdain, ex sacerdote devenido partidario del ideal
revolucionario, inexorable y glacial en su cometido: es, al decir de Hugo, “el
espantoso hombre justo”. Convencido de la necesidad de aplastar la insurrección
(“Si la Revolución
muere, será por la Vendée ”,
llega a afirmar), Cimourdain es designado comisario plenipotenciario del Comité
de Salvación Pública para la guerra vandeana, lo que lo conduce a Gauvain,
comandante de la columna expedicionaria que hostiga a Lantenac. Da la
casualidad de que Cimourdain conoce a ambos jefes en liza: desempeñó otrora
labores sacerdotales en casa del marqués y fue tutor del pequeño vizconde de Gauvain.
En realidad, fue él quien sembró en el alma del joven su virtud republicana, y
aunque han dejado de verse por mucho tiempo, se profesan uno a otro el afecto
de un padre y un hijo.
Conforme
progresa la narración se dilucida su conflicto medular, a saber: el problema de
la clemencia en medio de una crisis de proporciones, tal que el axioma de ‘a grandes males, grandes
remedios’ parece ofrecer la única alternativa seria y la clemencia
convertirse en estorbo, haciendo del indulgente un irresponsable, cuando no un
criminal. Lantenac y Cimourdain se merecen en cuanto a ferocidad; ambos están
dispuestos a arrasar con todo lo que se oponga a sus respectivos designios:
exterminar la revolución para restaurar la monarquía, en el caso del marqués;
aniquilar a la contrarrevolución, en el del ex sacerdote. En ambos hay el mismo
desprecio de la clemencia, en el convencimiento de que, cuando están en juego
causas tan cruciales como las que ellos defienden, la misericordia para con el
enemigo o el traidor sólo puede ser negligencia o, peor aun, otra forma de
traición; un crimen imperdonable. Gauvain, en cambio, está hecho de otro
material. Venera la revolución y la sirve con fervor, pero su fibra moral
propende a la indulgencia.No ve, por ejemplo, en la matanza de prisioneros o de
religiosos un favor a su ideal ni un servicio a la república, sino el peor modo
de desacreditarlos. Así como el viejo Cimourdain representa la República implacable, su
ex discípulo representa la
República clemente. Gauvain considera los principios supremos
de la revolución como dogmas de paz y armonía; si se quiere conquistar a los
pueblos para la república universal, nada más contraproducente que asustarlos.
“No hay que hacer el mal para hacer el bien. No se derriba el trono para dejar
en pie el patíbulo”, asegura. Es un soldado para el que no tiene sentido vencer
si no se puede perdonar. En la guerra vandeana, pues, estos jefes de las
fuerzas republicanas –militar uno, Gauvain, político el otro, Cimourdain-
personifican modos contrapuestos de entender la revolución y los medios de los
que ella deba valerse ante quienes se le oponen. El conflicto es latente, y el
logro de su objetivo, la derrota y captura de Lantenac, será la causa de su
estallido.
Cimourdain
tiene órdenes de matar al marqués; son órdenes que repugnan a Gauvain. Lantenac
tuvo oportunidad de huir, pero ha preferido arriesgar su vida salvando a unos
niños en peligro de muerte, los mismos que había secuestrado y con los que
había pretendido chantajear a sus enemigos; el propio marqués ha cedido al
llamado de la compasión. La conciencia de Gauvain se debate entre el deber
moral que lo conmina a la piedad y el deber de lealtad y obediencia a la
república y la revolución. Pero también se juega su modo de comprender el
servicio a ambas; modo afecto a la bondad y la indulgencia.
Gauvain,
enfrentado a este problema, obra según le dicta su conciencia aun a riesgo de
hacerse reo del crimen de traición. No intenta huir ni pide clemencia para sí,
pues entiende que ha infringido la ley. Es Cimourdain quien debe juzgarlo, con
lo que se ve expuesto al problema de condenar a muerte a quien ama como a un
hijo. En su mano está exonerarlo del patíbulo -no le faltan razones bien
fundadas-. ¿Debe llevar al extremo su obediencia irrestricta al deber? ¿Qué
Patria es ésta que se funda en la negación de la clemencia? ¿Se impone en todos
los casos el deber legal al deber moral?
La
novela da cuenta todo lo expresamente posible de la admiración de Hugo por la
revolución. No niega sus errores ni sus horrores, pero sí está dispuesto a
justificarlos (a cuenta del ideario democrático y republicano legado por el
movimiento). En el balance de los beligerantes en el conflicto vandeano se
decanta claramente por el bando revolucionario; esto al extremo de presentar
dicha guerra como una confrontación entre el boscaje y el pantano provincianos,
de un lado, y París (el del Comité de Salud Pública, de la Convención y de la
guillotina), del otro. Confrontación entre campesinos y patriotas; entre Región
y Patria; entre barbarie y civilización. Para mayor abultamiento, Hugo
contrasta la insurgencia del montañés suizo (la de que tuvo por referente a Guillermo
Tell) con la del campesino vandeano, declarando que mientras el primero combate
por un ideal, el segundo lo hace por prejuicios; si el suizo lucha por la
libertad y la comuna, el vandeano lo hace en nombre del aislamiento y de la
parroquia. Afirma el escritor lo siguiente: “Las ideas generales odiadas por
las ideas parciales es lo que constituye la lucha por el progreso”. La
insurrección vandeana, en concepto del autor, no es más que la reacción de una
idea local contra una idea universal.
Hugo
hace gala de una buena dosis de fatalismo o determinismo geográfico. Atribuye
justamente el triunfo de la rebelión suiza –rebelión de las montañas- y el
fracaso de la rebelión vandeana –rebelión de los bosques- a “la influencia
fatal del medio ambiente”. Según el novelista, “los países libres tienen
Apeninos, Alpes, Pirineos, un Olimpo. [...] Grecia, España, Italia, Helvecia,
tienen como figura la montaña; Cimeria, Germania o Bretaña, el bosque. El
bosque es bárbaro”. En temeraria metáfora, Hugo sostiene que “la educación no
es la misma si está hecha para las cumbres o para los bajos fondos”.
Visto
el carácter ideológico de la novela, la construcción de personajes adolece de
cierto esquematismo. No es que parezcan autómatas: aun los antipáticos
Cimourdain y Lantenac exhalan algo de calidez humana, y Hugo se demora
cuidadosamente en la caracterización de los protagonistas; pero importan menos
como individuos imaginados que como portavoces de ideas. La obra carga con el
lenguaje ampuloso e imponente al que era aficionado Hugo, sobre todo en los
pasajes descriptivos y reflexivos. Los diálogos, a la par que abundantes, son
chispeantes y acerados como si se tratase de duelos de espadachines; también
son enfáticos y muy teatrales. Todo está concebido para impresionar al lector,
incluyendo el dramatismo de la acción, poblada como está de giros
sensacionales. Pero, a mi entender, nada más impactante que el dejo de
simplismo que impregna las ideas del autor. La revolución francesa es en sí un
tema conflictivo que difícilmente admite juicios unívocos. También exige hacer
los distingos correspondientes (creo que 1789 no es lo mismo que 1793, por
ejemplo).
Me
ha parecido, en suma, una novela inquietante. Y estimulante.
Rodrigo
-
Victor Hugo, Noventa y tres. Losada, Buenos Aires, 2007. Traducción de Luis
Echávarri. 439 pp.