Excelente obra de Alisa Zinóvievna Rosenbaum, nombre real de la autora, donde se plasma el pensamiento filosófico del objetivismo. Se trata de una novela escrita en 1957 que plantea una sociedad dividida en dos grupos, los saqueadores y los productores, por así llamarlos, donde los primeros viven gracias a los esfuerzos de los segundos. Los segundos, creadores, trabajadores, mentes brillantes que llevan adelante el progreso y el impulso de la sociedad cumplen con su "deber moral", el cual será desafiado por John Galt, un personaje de lo más cautivante.
Realmente, esta novela debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas secundarias. No dejes de disfrutarla. Se plantea la legitimidad de los derechos que entregan las necesidades, ¿son realmente válidos?, ¿en base a qué verdad moral?
No te voy a mentir, es un libro largo y algunos tramos se pone un poco pesado, pero los diálogos y monólogos son exquisitos.
Dejo, a continuación, el discurso que John Galt realiza a toda la sociedad llegando al final de la obra, por si te interesa. De todas formas, lee el libro.
Durante doce años os habéis preguntado: 
¿Quién es John Galt? Soy John Galt quien habla. Soy el hombre que ama su
 vida. Soy el hombre que no sacrifica su amor o sus valores. Soy el 
hombre que os ha privado de víctimas y de esa forma ha destruido vuestro
 mundo; y, si queréis saber por qué estáis pereciendo – vosotros, que le
 teméis al conocimiento – yo soy el hombre que ahora os lo va a decir...
Habéis oído decir que esta es una época 
de crisis moral. Lo has dicho tú mismo, en parte con miedo, en parte 
esperando que esas palabras carecieran de sentido. Habéis clamado que 
los pecados del hombre están destruyendo el mundo y habéis maldecido la 
naturaleza humana por resistirse a practicar las virtudes que exigíais. 
Como la virtud, para vosotros, consiste en sacrificio, habéis exigido 
más sacrificios tras cada nuevo desastre. En nombre de un regreso a la 
moralidad, habéis sacrificado todas las maldades que considerabais la 
causa de vuestras desgracias. Habéis sacrificado la justicia a la 
piedad. Habéis sacrificado la independencia a la unidad. Habéis 
sacrificado la razón a la fe. Habéis sacrificado la riqueza a la 
necesidad. Habéis sacrificado la autoestima a la auto-negación. Habéis 
sacrificado la felicidad al deber.
Habéis destruido todo lo que 
considerabais malo y conseguido todo lo que considerabais bueno. ¿Por 
qué, entonces, os estremecéis horrorizados al ver el mundo a vuestro 
alrededor? Ese mundo no es el producto de vuestros pecados, es el 
producto y la imagen de vuestras virtudes. Es vuestro ideal moral hecho 
realidad en su total y absoluta perfección. Habéis luchado por él, 
habéis soñado con él, lo habéis deseado, y yo – yo soy el hombre que os 
ha concedido vuestro deseo.
Vuestro ideal tenía un enemigo 
implacable que vuestro código moral fue diseñado para destruir. He 
retirado a ese enemigo. Lo he apartado de vuestro camino y de vuestro 
alcance. He retirado la fuente de todos esos males que estabais 
sacrificando uno a uno. He puesto fin a vuestra batalla. He parado 
vuestro motor. He privado a vuestro mundo de la mente del hombre.
¿Los hombres no viven por la mente, 
decís? He retirado a los que sí lo hacen. ¿La mente es impotente, decís?
 He retirado a aquéllos cuya mente no lo es. ¿Hay valores mayores que la
 mente, decís? He retirado a aquéllos para quienes no los hay.
Mientras arrastrábais a vuestros altares
 de sacrificio a los hombres de justicia, de independencia, de razón, de
 riqueza, de autoestima – yo os gané, llegué a ellos primero. Les conté 
la naturaleza del juego que practicabais y la naturaleza de ese vuestro 
código moral que ellos habían sido demasiado inocentes y  generosos para
 comprender. Les mostré cómo vivir con otra moralidad – la mía. Es la 
mía la que decidieron seguir.
Todos los hombres que han desaparecido, 
los hombres que odiabais y a la vez temíais perder, soy yo quien os los 
ha arrebatado. No intentéis hallarnos – no queremos ser hallados. No 
gritéis que es nuestro deber serviros – no reconocemos tal deber. No 
lloréis que nos necesitáis – no consideramos la necesidad una 
prerrogativa. No lloréis que os pertenecemos – no es así. No nos 
imploréis que regresemos. Estamos en huelga, nosotros, los hombres de la
 mente.
Estamos en huelga contra la 
autoinmolación. Estamos en huelga contra el credo de recompensas 
inmerecidas y de deberes sin recompensa. Estamos en huelga contra el 
dogma que el buscar la propia felicidad es malo. Estamos en huelga 
contra la doctrina que vida es culpa.
Hay una diferencia entre nuestra huelga y
 todas las que habéis practicado durante siglos: nuestra huelga 
consiste, no en hacer demandas sino en otorgarlas. Somos malvados, según
 vuestra moralidad; hemos decidido no perjudicaros más. Somos inútiles, 
según vuestra economía; hemos decidido no explotaros más. Somos 
peligrosos y debemos ser encadenados, según vuestra política; hemos 
decidido dejar de poneros en peligro, y ya no toleramos más cadenas. 
Somos sólo una ilusión, según vuestra filosofía; hemos decidido no 
ofuscaros más y os hemos dejado libres para enfrentar la realidad – la 
realidad que anhelabais, el mundo como lo veis ahora, un mundo sin 
mente.
Os hemos concedido todo lo que 
demandasteis de nosotros, nosotros quienes siempre fuimos los generosos 
pero sólo ahora lo hemos entendido. No tenemos demandas que presentaros,
 ni condiciones que negociar, ni tratos que alcanzar. No tenéis nada que
 ofrecernos. No os necesitamos.
¿Estáis ahora gimiendo: No, esto no era 
lo que queríais? ¿Un mundo sin mente y en ruinas no era vuestra meta? 
¿No queríais que os abandonáramos? Ah, caníbales morales, yo sé que 
siempre habéis sabido qué era lo que queríais. Pero vuestra jugada se 
acabó, porque ahora nosotros también lo sabemos.
Durante siglos de plagas y calamidades 
provocadas por vuestro código de moralidad, habéis clamado que vuestro 
código había sido quebrantado, que las plagas eran el castigo por 
quebrantarlo, que los hombres eran demasiado débiles y demasiado 
egoístas para derramar toda la sangre necesaria. Maldijisteis al hombre,
 maldijisteis la existencia, maldijisteis esta Tierra, pero nunca 
osasteis cuestionar vuestro código. Vuestras víctimas asumieron la culpa
 y continuaron luchando, con vuestras injurias como recompensa de su 
martirio – mientras seguíais clamando que vuestro código era noble pero 
la naturaleza humana no era lo suficientemente buena para practicarlo. Y
 nadie se alzó para hacer la pregunta: ¿Buena? – ¿Según qué estándar, 
qué norma, qué criterio?
Queríais saber la identidad de John Galt. Yo soy el hombre que ha hecho esa pregunta.
Sí, ésta es una época de crisis moral. Sí, estáis
 siendo castigados por vuestra maldad. Pero no es el hombre quien está 
ahora siendo juzgado y no será la naturaleza humana la responsable. Es 
vuestro código moral el que está acabado, de una vez por todas. Vuestro 
código moral ha alcanzado su clímax, el callejón sin salida al final de 
su curso. Y si deseáis continuar viviendo, lo que ahora necesitáis no es
 volver a la moralidad – vosotros, que nunca la habéis conocido – sino descubrirla.
Los únicos conceptos de moralidad de los
 que habéis oído hablar son el místico o el social. Os han enseñado que 
la moralidad es un código de conducta impuesto en ti por capricho, el 
capricho de un poder sobrenatural o el capricho de la sociedad, para 
servir el propósito de Dios o el bienestar de tu prójimo, para complacer
 a una autoridad más allá de la tumba o en la casa de al lado – pero no 
para servir tu vida o placer. Tu placer, te han enseñado, hay 
que encontrarlo en la inmoralidad, tus intereses estarían mejor servidos
 por el mal, y cualquier código moral debe ser diseñado no para ti, sino contra ti, no para perpetuar tu vida sino para desangrarla.
Durante siglos, la batalla de la 
moralidad se libró entre los que proclamaban que tu vida le pertenece a 
Dios y los que proclamaban que le pertenece a tus vecinos – entre los 
que predicaban que el bien es auto-sacrificio para el provecho de 
fantasmas en el cielo y los que predicaban que el bien es 
auto-sacrificio para el provecho de incompetentes en la Tierra. Y nadie 
vino a decir que tu vida te pertenece a ti y que el bien es vivirla.
Ambos lados estaban de acuerdo en que la
 moralidad exige la abdicación de tu propio interés y de tu mente, que 
lo moral y lo práctico son opuestos, que la moralidad no es el ámbito de
 la razón, sino el ámbito de la fe y la fuerza. Ambos lados estaban de 
acuerdo en que la moralidad racional no es posible, que no hay bien ni 
mal en la razón – que en la razón no hay razón para ser moral.
No importa contra qué otras cosas 
lucharan, fue la mente del hombre contra la que todos tus moralistas se 
unieron. Fue la mente del hombre la que todos sus esquemas y sistemas 
estaban diseñados a despojar y destruir. Ahora escoge: perecer, o 
aprender que lo anti-mente es lo anti-vida.
La mente del hombre es su herramienta 
básica de supervivencia. La vida se le da, la supervivencia no. Su 
cuerpo se le da, el sustento de éste no. Su mente se le da, el contenido
 de ésta no. Para permanecer vivo ha de actuar, y antes de poder actuar 
tiene que conocer la naturaleza y el propósito de su acción. No puede 
obtener su alimento sin un conocimiento de lo que es alimento y de la 
manera de obtenerlo. No puede cavar una zanja – o construir un ciclotrón
 – sin un conocimiento de su objetivo y de los medios de conseguirlo. 
Para permanecer vivo, tiene que pensar.
Pero pensar es un acto de elección. La 
clave de lo que tan frívolamente llamáis la “naturaleza humana”, el 
secreto a voces con el que vivís pero que teméis nombrar, es el hecho 
que el hombre es un ser de consciencia volitiva. La razón no 
funciona automáticamente; pensar no es un proceso mecánico; las 
conexiones de lógica no se hacen por instinto. La función de tu 
estómago, tus pulmones o tu corazón es automática, la función de tu 
mente no lo es. En cualquier hora y circunstancia de tu vida eres libre 
de pensar o de evadir ese esfuerzo. Pero no eres libre de escapar de tu 
naturaleza, del hecho que la razón es tu medio de supervivencia – así que para ti, que eres un ser humano, la cuestión “ser o no ser” es la cuestión “pensar o no pensar”.
Un ser de consciencia volitiva no posee 
un curso automático de conducta. Necesita un código de valores que guíe 
sus acciones. “Valor” es lo que uno actúa para obtener y/o conservar, 
“virtud” es la acción por la cual uno lo obtiene y lo conserva. “Valor” 
presupone una respuesta a la pregunta: ¿de valor para quién y para qué? 
“Valor” presupone un criterio, un objetivo y la necesidad de acción 
frente a una alternativa. Donde no hay alternativas no hay valores 
posibles.
Sólo hay una alternativa fundamental en 
el universo: existencia o no-existencia – y tiene que ver con una única 
clase de entidades: con organismos vivos. La existencia de la materia 
inanimada es incondicional, la existencia de la vida no lo es: depende 
de un curso específico de acción. La materia es indestructible, cambia 
sus formas pero no puede cesar de existir. Sólo un organismo vivo 
enfrenta una constante alternativa: la cuestión de vida o muerte. La 
vida es un proceso de acción auto-sustentada y auto-generada. Si un 
organismo fracasa en esa acción, muere; sus elementos químicos perduran,
 pero su vida abandona la existencia. Sólo el concepto de “Vida” hace 
posible el concepto de “Valor”. Sólo para una entidad viva pueden las 
cosas ser buenas o malas.
Una planta ha de alimentarse para poder 
vivir; la luz del sol, el agua, los elementos químicos que necesita son 
los valores que su naturaleza ha establecido para que los alcance; su 
vida es la norma, el criterio de valor rigiendo sus acciones. Pero una 
planta no tiene opción en cuanto a esa acción; hay alternativas en las 
condiciones que encuentra pero no hay alternativa en su función: actúa 
automáticamente para prolongar su vida, no puede actuar en su propia 
destrucción.
Un animal está equipado para sustentar 
su vida; sus sentidos le proporcionan un código automático de acción, un
 conocimiento automático de lo que es bueno o malo para él. No tiene el 
poder de extender su conocimiento ni de evadirlo. En circunstancias 
donde su conocimiento resulta inadecuado, perece. Pero mientras siga 
vivo, actuará basado en su conocimiento, con seguridad automática y sin 
el poder de elección, incapaz de ignorar su propio bien, incapaz de 
decidir escoger el mal y actuar como su propio destructor.
El hombre no tiene un código de 
supervivencia automático. Su particular diferencia con todas las demás 
especies vivientes es la necesidad de actuar enfrentando alternativas 
por medio de elección volitiva. Él no tiene un conocimiento 
automático de lo que es bueno o malo para él, de qué valores su vida 
depende, qué curso de acción ella requiere. ¿Habláis entre dientes de un
 instinto de auto-preservación? Un instinto de 
auto-preservación es precisamente lo que el hombre no posee. Un 
“instinto” es una forma infalible y automática de conocimiento. Un deseo
 no es un instinto. Un deseo de vivir no os da el conocimiento necesario
 para vivir. E incluso el deseo de vivir del hombre no es automático: 
vuestra secreta maldad hoy es que ése es el deseo que no 
albergáis. Vuestro miedo a la muerte no es amor a la vida y no os dará 
el conocimiento necesario para conservarla. El hombre ha de obtener su 
conocimiento y elegir sus acciones a través de un proceso de 
pensamiento, el cual la naturaleza no le obligará a realizar. El hombre 
tiene el poder de actuar como su propio destructor – y es así como ha 
actuado durante la mayor parte de su historia.
Una entidad viva que considerase 
malvados sus medios de supervivencia, no sobreviviría. Una planta que se
 esforzase por mutilar sus raíces o un pájaro que luchase por quebrar 
sus alas no permanecerían mucho tiempo en la existencia que estarían 
afrontando. Pero la historia del hombre ha sido una lucha por negar y 
destruir su mente.
El hombre ha sido llamado un ser 
racional, pero la racionalidad es una cuestión de elección – y la 
alternativa que su naturaleza le ofrece es: ser racional o animal 
suicida. El hombre tiene que ser hombre – por elección; tiene que 
mantener su vida como un valor – por elección; tiene que aprender a 
sustentarla – por elección; tiene que descubrir los valores que ella 
requiere y practicar sus virtudes – por elección.
Un código de valores aceptado por elección es un código de moralidad.
Quienquiera que seas, tú que me estás 
oyendo, le hablo a lo que aún quede sin corromper en tu interior, a lo 
que quede de humano, a tu mente, y digo: Existe una moralidad de la razón, una moralidad apropiada para el hombre, y la Vida del Hombre es su referencia, su criterio de valor.
Todo lo que es apropiado para la vida de un ser racional es lo bueno; todo lo que la destruye es lo malo.
La vida del hombre, como requiere su 
naturaleza, no es la vida de un salvaje insensato, de un rufián 
saqueador o de un místico gorrón, sino la vida de un ser pensante – no 
la vida por medio de fuerza o fraude, sino la vida por medio de logros –
 no la supervivencia a cualquier precio, pues sólo hay un precio que 
paga por la supervivencia del hombre: la razón.
La vida del hombre es el criterio de moralidad, pero tu propia vida es tu objetivo. Si
 la existencia en la Tierra es tu objetivo, debes elegir tus acciones y 
valores de acuerdo con el criterio de lo que es apropiado para el hombre
 – con el fin de preservar, enriquecer y disfrutar el irremplazable 
valor que es tu vida.
Dado que la vida requiere un curso 
específico de acción, cualquier otro curso la destruirá. Un ser que no 
considera su propia vida como el motivo y el objetivo de sus acciones, 
está actuando bajo el motivo y el criterio de la muerte. Tal 
ser es una monstruosidad metafísica, luchando por oponer, negar y 
contradecir el hecho de su propia existencia, corriendo ciegamente 
desenfrenado por una senda de destrucción, capaz sólo de dolor.
La felicidad es el estado de éxito en la
 vida, el dolor es un agente de la muerte. La felicidad es ese estado de
 consciencia que procede de alcanzar los valores de uno. Una moralidad 
que se atreve a decirte que encuentres felicidad en renunciar a tu 
felicidad – que valores el fracaso de tus valores – es una insolente 
negación de la moralidad. Una doctrina que te ofrece como ideal el papel
 de un animal expiatorio buscando ser inmolado en los altares de otros, 
te está dando la muerte como tu criterio. Por la gracia de la 
realidad y la naturaleza de la vida, el hombre – cada hombre – es un fin
 en sí mismo, existe por su propio beneficio, y alcanzar su felicidad es
 su más alto objetivo moral.
Pero ni vida ni felicidad pueden 
obtenerse persiguiendo antojos irracionales. Así como el hombre es libre
 de intentar sobrevivir de cualquier manera al azar pero perecerá a 
menos que viva como su naturaleza requiere, también es libre de buscar 
su felicidad a través de cualquier fraude insensato, pero la tortura de 
la frustración es todo lo que hallará a menos que busque la felicidad 
apropiada al hombre. El objetivo de la moralidad es enseñarte, no a 
sufrir y a morir, sino a disfrutar y a vivir.
Barre de en medio a esos parásitos de 
aulas subvencionadas que viven de los beneficios de la mente de otros y 
proclaman que el hombre no necesita moralidad, ni valores, ni código de 
conducta. Ellos, que se hacen pasar por hombres de ciencia y afirman que
 el hombre es sólo un animal, ni siquiera le conceden la inclusión en la
 ley de la existencia como le han concedido al más insignificante de los
 insectos. Ellos reconocen que cada especie viviente tiene un modo de 
supervivencia exigido por su naturaleza, ellos no declaran que un pez 
pueda vivir fuera del agua o que un perro pueda vivir sin su sentido del
 olfato – pero el hombre, afirman, el más complejo de los seres, el 
hombre puede sobrevivir de cualquier manera, el hombre no tiene 
identidad, ni naturaleza, y no hay ninguna razón práctica por la que él 
no pueda vivir con sus medios de supervivencia destruidos, con su mente 
coartada y colocada a disposición de las órdenes que a ellos se les ocurra dar.
Barre de en medio a esos místicos 
consumidos por el odio, que se hacen pasar por amigos de la humanidad y 
predican que la mayor virtud que el hombre puede practicar es el 
considerar su propia vida como sin valor. ¿Te dicen que el objetivo de 
la moralidad es cohibir el instinto de auto-preservación del hombre? Es 
justamente para la auto-preservación para lo que el hombre necesita un 
código de moralidad. El único hombre que desea ser moral es el hombre 
que desea vivir.
No, no tienes que vivir; es tu acto 
básico de elección; pero si eliges vivir, has de vivir como un hombre – 
por medio del trabajo y el criterio de tu mente.
No, no tienes que vivir como un hombre; 
es un acto de elección moral. Pero no puedes vivir como más nada – y la 
alternativa es ese estado de muerte viviente que ahora ves dentro de ti y
 a tu alrededor, el estado de una cosa no apta para la existencia, que 
ya ni es humana y ni siquiera animal, una cosa que sólo conoce el dolor y
 se arrastra a lo largo de sus años en la agonía de una irreflexiva 
auto-destrucción.
No, no tienes que pensar; es un acto de 
elección moral. Pero alguien tuvo que pensar para mantenerte vivo; si 
eliges evadir, estás evadiendo la existencia y le pasas la cuenta a 
algún hombre moral, esperando que él sacrifique su bondad para 
permitirte que tú sobrevivas a través de tu maldad.
No, no tienes que ser un hombre; pero 
hoy quienes lo son ya no están. He retirado vuestros medios de 
supervivencia – vuestras víctimas.
Si deseáis saber cómo lo he hecho y qué 
les dije para hacer que desertaran, lo estáis oyendo ahora. Les dije, en
 esencia, lo que estoy diciendo ahora. Ellos eran hombres que habían 
vivido por mi código pero no se habían percatado de la gran virtud que 
ello representaba. Les abrí los ojos. Les proporcioné, no una 
reevaluación, sino tan sólo una identificación de sus valores.
Nosotros, los hombres de la mente, 
estamos ahora en huelga contra vosotros en nombre de un único axioma, 
que es la raíz de nuestro código moral, así como la raíz del vuestro es 
el deseo de escapar de él: el axioma que la existencia existe.
La existencia existe – y el acto de 
comprender esa afirmación implica dos axiomas corolarios: que algo 
existe que uno percibe, y que uno existe poseyendo consciencia, 
consciencia siendo la facultad de percibir lo que existe.
Si nada existe no puede haber 
consciencia: una consciencia sin nada de lo que ser consciente es una 
contradicción. Una consciencia consciente sólo de ella misma es una 
contradicción: antes de poder identificarse como consciencia, tuvo que 
ser consciente de algo. Si lo que alegas percibir no existe, lo que 
posees no es consciencia.
Sea cual sea el grado de tu 
conocimiento, estos dos – existencia y consciencia – son axiomas que no 
puedes escapar, estos dos son los puntos de partida irreducibles en 
cualquier acción que emprendas, en cualquier parte de tu conocimiento y 
en su totalidad, desde el primer rayo de luz que percibes al inicio de 
tu vida a la más vasta erudición que puedas adquirir a su término. 
Conozcas la forma de una piedra o la estructura de un sistema solar, los
 axiomas permanecen los mismos: que ello existe y que tú lo sabes.
Existir es ser algo, a distinguir de la 
nada de la no-existencia, es ser una entidad de una naturaleza 
específica hecha de atributos específicos. Siglos atrás, el hombre que 
fue – no importan sus errores – el mayor de vuestros filósofos, 
estableció la fórmula definiendo el concepto de existencia y la regla de
 todo conocimiento: A es A. Una cosa es ella misma. Nunca 
habéis comprendido el significado de esa afirmación. Yo estoy aquí para 
completarla: Existencia es Identidad, Consciencia es Identificación.
Independientemente de lo que decidas 
considerar, sea un objeto, un atributo o una acción, la ley de identidad
 sigue siendo la misma. Una hoja no puede ser una piedra al mismo 
tiempo, no puede ser toda roja y toda verde al mismo tiempo, no puede 
congelarse y arder al mismo tiempo. A es A. O, si deseas que sea 
formulado en un lenguaje más simple: No puedes tener un pastel y 
comértelo al mismo tiempo.
¿Quieres saber lo que está mal con el 
mundo? Todos los desastres que han asolado a tu mundo proceden de la 
tentativa de tus líderes a evadir el hecho que A es A. Toda la 
perversidad oculta que temes enfrentar dentro de ti y todo el 
sufrimiento que has padecido proceden de tu propia tentativa de evadir 
el hecho que A es A. El objetivo de quienes te enseñaron a evadirlo fue 
hacerte olvidar que el Hombre es el Hombre.
El hombre no puede sobrevivir a menos 
que lo haga adquiriendo conocimiento, y la razón es su único medio para 
adquirirlo. La razón es la facultad que percibe, identifica e integra el
 material provisto por sus sentidos. La tarea de sus sentidos es darle 
la evidencia de la existencia, pero la tarea de identificarla pertenece a
 su razón; sus sentidos le dicen sólo que algo es, pero qué es debe ser aprendido por su mente.
Todo acto de pensar es un proceso de 
identificación e integración. El hombre percibe una mancha de color; al 
integrar la evidencia de su vista y su tacto, aprende a identificarla 
como un objeto sólido; aprende a identificar el objeto como una mesa; 
aprende que la mesa está hecha de madera; aprende que la madera está 
hecha de células, que las células están hechas de moléculas, que las 
moléculas están hechas de átomos. A través de todo este proceso, la 
tarea de su mente consiste en respuestas a una única pregunta: ¿Qué es?
 Su medio para establecer la veracidad de sus respuestas es la lógica, y
 la lógica descansa sobre el axioma que la existencia existe. Lógica es 
el arte de identificación no-contradictoria. Una contradicción 
no puede existir. Un átomo es él mismo, e igual con el universo; ninguno
 de ellos puede contradecir su propia identidad; ni puede una parte 
contradecir el todo. Ningún concepto que el hombre forme es válido a 
menos que lo integre sin contradicción con la suma total de su 
conocimiento. Llegar a una contradicción es confesar un error en el 
propio pensamiento; mantener una contradicción es abdicar de la propia 
mente y desterrarse a sí mismo del reino de la realidad.
La realidad es lo que existe; lo irreal 
no existe; lo irreal es meramente esa negación de la existencia que es 
el contenido de una consciencia humana cuando intenta abandonar la 
razón. La verdad es el reconocimiento de la realidad; la razón, el único
 medio de conocimiento del hombre, es su único criterio de la verdad.
La frase más depravada que ahora puedes proferir es preguntar: ¿La razón de quién? La respuesta es: La tuya. No
 importa lo vasto o lo modesto que sea tu conocimiento, es tu propia 
mente la que tiene que adquirirlo. Es sólo con tu propio conocimiento 
con el que puedes tratar. Es sólo tu propio conocimiento el que puedes 
argüir poseer, o pedirles a otros que consideren. Tu mente es tu único 
juez de la verdad – y si otros disienten de tu veredicto, la realidad es
 el tribunal de apelación final. Nada más que la mente de un hombre 
puede realizar ese complejo, delicado y crucial proceso de 
identificación que es pensar. Nada puede guiar ese proceso sino su 
propio criterio. Nada puede guiar su criterio sino su integridad moral.
Vosotros, que habláis de un “instinto 
moral” como si se tratara de algún don diferente y opuesto a la razón – 
la razón del hombre es su facultad moral. Un proceso de razón 
es un proceso de constante elección en respuesta a la pregunta: 
¿Verdadero o Falso? – ¿Correcto o incorrecto? Una semilla tiene que ser 
plantada en la tierra para poder crecer – ¿Correcto o incorrecto? La 
herida de un hombre tiene que ser desinfectada para salvar su vida – 
¿Correcto o incorrecto? La naturaleza de la electricidad atmosférica 
permite que sea convertida en energía cinética – ¿Correcto o incorrecto?
 Son las respuestas a preguntas como esas las que os dieron todo lo que 
tenéis, y las respuestas vinieron de la mente de un hombre, una mente de
 devoción intransigente a aquello que es lo correcto.
Un proceso racional es un proceso moral. Puedes
 cometer un error en cualquiera de los pasos, sin nada que te proteja 
excepto tu propia severidad, o puedes intentar engañar, falsear la 
evidencia y evadir el esfuerzo de la misión – pero si devoción a la 
verdad es la piedra angular de la moralidad, entonces no existe mayor, 
más noble y más heroica forma de devoción que el acto de un hombre 
asumiendo la responsabilidad de pensar.
Eso que llamas tu alma o espíritu es tu 
consciencia, y lo que llamas “libre albedrío” es la libertad de tu mente
 de pensar o no, la única voluntad que tienes, tu única libertad, la 
elección que controla todas las otras elecciones que hagas y que 
determina tu vida y tu carácter.
Pensar es la única virtud cardinal del 
hombre, de la cual todas las demás proceden. Y su único vicio, el origen
 de todos sus males, es ese acto innombrable que todos practicáis, pero 
que os afanáis en nunca admitir: el acto de evadir, de dejar la mente en
 blanco, la suspensión deliberada de la propia consciencia, el negarse a
 pensar – no ceguera, sino rehusar ver; no ignorancia, sino rehusar 
conocer. Es el acto de desenfocar vuestra mente e inducir una niebla 
interna para escapar la responsabilidad de juzgar – en la premisa 
implícita de que una cosa no existirá simplemente si te niegas a 
identificarla, que A no será A mientras tú no pronuncies el veredicto “Existe”. El
 no pensar es un acto de aniquilación, un deseo de negar la existencia, 
una tentativa de aniquilar la realidad. Pero la existencia existe; la 
realidad no puede ser destruida, ella simplemente destruirá al 
destruidor. Al rehusar decir “Existe”, estás rehusando a decir: “Yo 
existo”. Al suspender tu juicio, estás negando tu persona. Cuando un 
hombre dice: “¿Quién soy yo para saber?” – está diciendo: “¿Quién soy yo
 para vivir?”
Ésta, en cada hora y en cada asunto, es 
tu básica opción moral: pensar o no pensar, existencia o no-existencia, A
 o no-A, entidad o cero.
En la medida en que un hombre es 
racional, la vida es la premisa rigiendo sus acciones. En la medida en 
que es irracional, la premisa rigiendo sus acciones es la muerte.
Vosotros, que parloteáis que la 
moralidad es social y que el hombre no necesitaría moralidad en una isla
 desierta – es en una isla desierta donde más la necesitaría. Que 
pretenda, cuando no hay víctimas para pagar por ello, que una roca es 
una casa, que la arena es ropa, que la comida le caerá en su boca sin 
causa ni esfuerzo, que recolectará una cosecha mañana si devora su stock
 de semillas hoy – y la realidad lo obliterará, como se merece; la 
realidad le enseñará que la vida es un valor que hay que comprar y que 
pensar es la única moneda lo suficientemente noble para comprarla.
Si yo hablara vuestro tipo de lenguaje, 
diría que el único mandamiento moral del hombre es: Pensarás. Pero un 
“mandamiento moral” es una contradicción. Lo moral es lo escogido, no lo
 forzado; lo comprendido, no lo obedecido. Lo moral es lo racional, y la
 razón no acepta mandamientos.
Mi moralidad, la moralidad de la razón, 
está contenida en un solo axioma: la existencia existe – y en una sola 
elección: vivir. El resto procede de éstos. Para vivir, el hombre debe 
postular tres cosas como los valores supremos y gobernantes de su vida: 
Razón – Objetivo – Autoestima. Razón, como su única herramienta de 
conocimiento – Objetivo, como su compromiso con la felicidad que esa 
herramienta debe proceder a alcanzar – Autoestima, como la inviolable 
certeza de que su mente es competente para pensar y su persona es digna 
de felicidad, o sea: digna de vivir. Estos tres valores implican y 
requieren todas las virtudes del hombre, y todas ellas tienen que ver 
con la relación entre existencia y consciencia: racionalidad, 
independencia, integridad, honestidad, justicia, productividad, orgullo.
Racionalidad es el reconocimiento del 
hecho que la existencia existe, que nada puede alterar la verdad y nada 
puede tener precedente sobre ese acto de percibirla, que es pensar – que
 la mente es el único juez de valores de cada uno y su única guía de 
acción – que la razón es un absoluto que no permite concesiones – que 
una concesión a lo irracional invalida la propia consciencia y convierte
 la tarea de percibir en la de falsear la realidad – que ese supuesto 
atajo al conocimiento que es la fe es sólo un cortocircuito destruyendo 
la mente – que el aceptar una invención mística es un deseo de aniquilar
 la existencia y que, apropiadamente, destruye la propia consciencia.
Independencia es el reconocimiento del 
hecho que tuya es la responsabilidad de juzgar y nada puede ayudarte a 
eludirla – que ningún substituto puede pensar por ti, igual que ningún 
suplente puede vivir tu vida – que la forma más vil de bajeza y 
autodestrucción es la subordinación de tu mente a la mente de otros, la 
aceptación de una autoridad sobre tu cerebro, la aceptación de sus 
afirmaciones como hechos, sus dictámenes como verdad, sus edictos como 
mediador entre tu consciencia y tu existencia.
Integridad es el reconocimiento del 
hecho que no puedes falsear tu consciencia, así como honestidad es el 
reconocimiento del hecho que no puedes falsear la existencia – que el 
hombre es una entidad indivisible, una unidad integrada de dos 
atributos: materia y consciencia, y que él no puede permitir una ruptura
 entre cuerpo y mente, entre acción y pensamiento, entre su vida y sus 
convicciones – que, como un juez impasible a la opinión pública, él no 
puede sacrificar sus convicciones a los deseos de otros, aunque sea toda
 la humanidad gritando súplicas o amenazas contra él – que valentía y 
confianza en sí mismo son necesidades prácticas, que valentía es la 
forma práctica de ser fiel a la existencia, de ser fiel a la verdad, y 
confianza en sí mismo es la forma práctica de ser fiel a la propia 
consciencia.
Honestidad es el reconocimiento del 
hecho que lo irreal es irreal y no puede tener valor, que ni amor ni 
fama ni dinero son un valor si se obtienen por fraude – que la tentativa
 de ganar un valor engañando la mente de otros es un acto de elevar a 
tus víctimas a una posición por encima de la realidad, donde tú te 
conviertes en un peón de su ceguera, un esclavo de su no-pensar y de sus
 evasiones, mientras que su inteligencia, su racionalidad, su capacidad 
de percepción se convierten en los enemigos que debes temer y eludir – 
que no te importa vivir como un dependiente, y peor aún, como un 
dependiente de la estupidez de otros, o como un tonto cuya fuente de 
valores son los tontos a los que consigues atontar – que la honestidad 
no es un deber social ni un sacrificio por el bien de los otros, sino la
 virtud más profundamente egoísta que el hombre puede practicar: el 
negarse a sacrificar la realidad de su propia existencia a la ofuscada 
consciencia de otros.
Justicia es el reconocimiento del hecho 
que no puedes falsear el carácter de los hombres, así como no puedes 
falsear el carácter de la naturaleza; que debes juzgar a todos los 
hombres tan conscientemente como juzgas a objetos inanimados, con el 
mismo respeto por la verdad, con la misma incorruptible visión, a través
 de un proceso de identificación igual de puro y racional – que cada hombre debe ser juzgado por lo que es y
 tratado en consecuencia, que igual que tú no pagas un precio más alto 
por un pedazo oxidado de chatarra que por un pedazo de metal pulido, 
tampoco valoras a un canalla más que a un héroe – que tu evaluación 
moral es la moneda que le paga a los hombres por sus virtudes o vicios, y
 este pago exige de ti un honor tan escrupuloso como el que aplicas a 
tus transacciones financieras – que rehusar tu desaprobación por los 
vicios de los hombres es un acto de falsificación moral, y rehusar tu 
admiración por sus virtudes es un acto de expropiación moral – que 
colocar cualquier otro criterio por encima de la justicia es devaluar tu
 moneda moral y defraudar lo bueno en favor de lo malo, pues solamente 
lo bueno puede perder cuando hay un desfalco de la justicia y solamente 
lo malo puede beneficiarse – y que el fondo de la fosa al final de ese 
camino, el acto de bancarrota moral, es castigar a los hombres por sus 
virtudes y recompensarles por sus vicios, que ése es el colapso
 de la depravación total, la Misa Negra de la adoración a la muerte, el 
dedicar tu consciencia a la destrucción de la existencia.
Productividad es tu aceptación de la 
moralidad, tu reconocimiento del hecho que has elegido vivir – que el 
trabajo productivo es el proceso mediante el cual la consciencia del 
hombre controla su existencia, un proceso constante de adquirir 
conocimiento y transformar la materia para adecuarla a los fines de uno,
 de convertir una idea en forma física, de recrear la Tierra en la 
imagen de los valores de uno – que todo trabajo es trabajo 
creativo si está hecho por una mente pensante, y ningún trabajo es 
creativo si está hecho por un nadie que repite en indiscriminado estupor
 una rutina que ha aprendido de otros – que tu trabajo eres tú quien lo 
escoge, y la elección es tan amplia como tu mente, que nada más es 
posible para ti y nada menos es humano – que engañar para conseguir un 
trabajo mayor que tu mente puede manejar es convertirte en un macaco 
corroído por el miedo en movimientos prestados y tiempo prestado, y 
conformarte con un trabajo que requiere menos que la plena capacidad de 
tu mente es coartar tu motor y sentenciarte a ti mismo a otro tipo de 
movimiento: degeneración – que tu trabajo es el proceso de adquirir tus 
valores, y que perder tu ambición por valores es perder tu ambición por 
vivir – que tu cuerpo es una máquina, pero tu mente es su conductor, y 
debes conducir lo más lejos que tu mente te pueda llevar, con el logro 
como el objetivo de tu camino – que el hombre sin objetivos es una 
máquina que navega deslizándose colina abajo a merced de cualquier 
peñasco contra el que estrellarse en la primera cuneta que aparezca, que
 el hombre que achica su mente es una máquina parada oxidándose 
lentamente, que el hombre que le permite a un líder prescribir su curso 
es una chatarra siendo arrastrada al vertedero, y el hombre que hace de 
otro hombre su objetivo es un fardo que ningún conductor debería 
transportar – que tu trabajo es el propósito de tu vida, y que debes 
acelerar ante cualquier asesino que asuma el derecho a pararte, que 
cualquier otro valor que pudieras encontrar fuera de tu trabajo, 
cualquier otra lealtad o amor, pueden ser sólo otros viajeros con los 
que decides compartir tu viaje, y deben ser viajeros yendo por su propio
 impulso y en la misma dirección.
Orgullo es el reconocimiento del hecho 
que tú mismo eres tu mayor valor y que, como todos los valores del 
hombre, tiene que ser ganado – que de todos los logros posibles ante ti,
 el que hace todos los otros posible es la creación de tu propio 
carácter – que tu carácter, tus acciones, tus deseos, tus emociones son 
los productos de las premisas que mantienes en tu mente – que igual que 
el hombre debe producir los valores físicos que necesita para sustentar 
su vida, así también tiene que adquirir los valores de carácter que 
hacen que su vida valga la pena ser sustentada – que igual que el hombre
 es un ser de riqueza hecha por él mismo, así también él es un ser de 
alma hecha por él mismo – que vivir requiere un sentido de auto-valor, 
pero el hombre, que no tiene valores automáticos, no tiene un sentido 
automático de autoestima y tiene que ganarla modelando su alma en la 
imagen de su ideal moral, en la imagen del Hombre, el ser racional que 
nace capaz de crear, pero que tiene que crear por elección – que la 
primera precondición de autoestima es ese radiante egoísmo del alma que 
desea lo mejor en todas las cosas, en valores de materia y de espíritu, 
un alma que busca por encima de todo el alcanzar su propia perfección 
moral, valorando nada más alto que a ella misma – y que la prueba de 
haber alcanzado la autoestima es la convulsión de tu alma, en desprecio y
 rebelión, contra el papel de animal expiatorio, contra la vil 
impertinencia de cualquier credo que proponga inmolar el irremplazable 
valor que es tu consciencia y la incomparable gloria que es tu 
existencia a las ciegas evasiones y la hedionda podredumbre de otros.
¿Estás comenzando a ver quién es John 
Galt? Yo soy el hombre que ha conseguido aquello por lo que no luchaste,
 aquello a lo que has renunciado, traicionado, corrompido, pero que 
fuiste incapaz de destruir totalmente y ahora escondes como tu culpable 
secreto, dedicando tu vida a pedirle perdón a cualquier caníbal 
profesional, para que no se descubra que en algún lugar dentro de ti aún
 anhelas decir lo que yo estoy diciendo ahora para los oídos de toda la 
humanidad: Estoy orgulloso de mi propio valor y del hecho que deseo 
vivir.
Este deseo – que compartes, pero que 
reprimes como un mal – es el único remanente de lo bueno que hay en ti, 
pero es un deseo que uno debe aprender a merecer. Su propia felicidad es
 el único objetivo moral del hombre, pero sólo su propia virtud puede 
alcanzarlo. La virtud no es un fin en sí misma. La virtud no es su 
propia recompensa ni es pasto sacrificable para recompensar el mal. La vida es la recompensa de la virtud, y la felicidad es el objetivo y la recompensa de la vida.
Igual que tu cuerpo tiene dos 
sensaciones fundamentales, placer y dolor, como señales de su bienestar o
 malestar, como un barómetro de su alternativa básica, vida o muerte, 
así tu consciencia tiene dos emociones fundamentales, alegría y 
sufrimiento, en respuesta a la misma alternativa. Tus emociones son 
estimativas de lo que mejora y prolonga tu vida o la amenaza, son 
calculadoras relámpago dándote el resumen de tus pérdidas o ganancias. 
No tienes opción en cuanto a tu capacidad de sentir que algo es bueno o 
malo para ti, pero qué considerarás bueno o malo, qué te traerá
 alegría o dolor, qué amarás u odiarás, desearás o temerás, depende de 
tu referencia, tu criterio de valor. Las emociones son inherentes en tu 
naturaleza, pero su contenido está determinado por tu mente. Tu 
capacidad emocional es un motor vacío, y tus valores son el combustible 
con el que tu mente lo llena. Si escoges una mezcla de contradicciones, 
ellas embozarán tu motor, corroerán tu transmisión y te destrozarán al 
primer intento de moverte con una máquina que tú, el conductor, has 
corrompido.
Si mantienes lo irracional como tu meta –
 tu criterio de valor – y lo imposible como tu concepto de lo bueno, si 
anhelas recompensas que no te has ganado, una fortuna o un amor que no 
te mereces, una brecha en la ley de causalidad, un A que se convierte en
 no-A a tu antojo, si deseas lo opuesto de la existencia – lo 
conseguirás. No te lamentes cuando lo consigas, diciendo que la vida es 
frustración y que la felicidad es imposible para el hombre; verifica tu 
combustible: te ha llevado adonde querías ir.
La felicidad no se puede conseguir 
consintiendo en caprichos emocionales. Felicidad no es satisfacer 
cualquier deseo irracional en el que tú ciegamente intentes incurrir. La
 felicidad es un estado de alegría no-contradictoria – una alegría sin 
pena ni culpa, una alegría que no choca con ninguno de tus otros valores
 y no actúa en tu propia destrucción; no la alegría de escapar de tu 
propia mente, sino de usar el máximo poder de tu mente; no la alegría de
 falsear la realidad, sino de conseguir valores que son reales; no la 
alegría de un borracho, sino la de un productor. La felicidad es posible
 solamente para un hombre racional, el hombre que sólo quiere objetivos 
racionales, busca sólo valores racionales y encuentra su alegría sólo en
 acciones racionales.
Del mismo modo que yo soporto mi vida, 
no a través de robos o limosnas, sino a través de mi propio esfuerzo, 
tampoco busco derivar mi felicidad a través del perjuicio o el favor de 
otros, sino ganarla a través de mis propios logros. Del mismo modo que 
yo no considero el placer de otros como el objetivo de mi vida, tampoco 
considero mi placer como el objetivo de las vidas de otros. Del mismo 
modo que no hay contradicciones en mis valores ni conflictos entre mis 
deseos, tampoco hay víctimas ni conflictos de intereses entre hombres 
racionales, hombres que no desean lo inmerecido y no se miran unos a 
otros con una lujuria de caníbal, hombres que ni hacen sacrificios ni 
los aceptan.
El símbolo de todas las relaciones entre tales hombres, el símbolo moral del respeto por seres humanos, es el comerciante. Nosotros,
 que vivimos por valores, no por saqueo, somos comerciantes tanto en 
materia como en espíritu. Un comerciante es un hombre que gana lo que 
consigue y no da ni toma lo que no merece. Un comerciante no pide que le
 paguen por sus fracasos ni pide ser amado por sus defectos. Un 
comerciante no derrocha su cuerpo como si fuera forraje ni su alma como 
si fuera una limosna. Igual que él no entrega su trabajo excepto a 
cambio de valores materiales, tampoco entrega los valores de su espíritu
 – su amor, su amistad, su estima – excepto en pago y a cambio de 
virtudes humanas, en pago por su propio placer egoísta, el cual recibe 
de los hombres que respeta. Los parásitos místicos que a través de los 
tiempos han vilificado a los comerciantes y los han despreciado, al 
mismo tiempo que honraban a los mendigos y los saqueadores, han sabido 
el motivo secreto de sus burlas: el comerciante es la entidad a la que 
temen – el hombre de justicia.
¿Me preguntáis qué obligación moral le 
debo a mis prójimos? Ninguna – excepto la obligación que me debo a mí 
mismo, a objetos materiales y a toda la existencia: racionalidad. Trato 
con hombres como mi naturaleza y la de ellos exige: por medio de la 
razón. No busco o deseo nada de ellos excepto tales relaciones en las 
que ellos quieran entrar por su propia elección voluntaria. Es sólo con 
su mente con la que puedo tratar, y sólo para mi propio interés, cuando 
ellos ven que mi interés coincide con el suyo. Cuando no lo ven, no 
entro en la relación; dejo que los que disienten prosigan su camino y yo
 no me aparto del mío. Yo gano solamente por medio de la lógica y me 
rindo solamente a la lógica. No rindo mi razón, ni trato con hombres que
 rinden la suya. No tengo nada que ganar de imbéciles o cobardes; no 
tengo beneficios que buscar en los vicios humanos: estupidez, 
deshonestidad o miedo. El único valor que los hombres pueden ofrecerme 
es el trabajo de su mente. Cuando estoy en desacuerdo con un hombre 
racional, dejo que la realidad sea nuestro árbitro final; si yo tengo 
razón, él aprenderá; si estoy equivocado, yo aprenderé; uno de nosotros 
ganará, pero ambos nos beneficiaremos.
Sea lo que sea que esté abierto a 
desacuerdo, hay un acto de maldad que no puede estarlo, el acto que 
ningún hombre puede cometer contra otros y que ningún hombre puede 
sancionar o perdonar. Mientras los hombres deseen vivir juntos, ningún 
hombre puede iniciar – ¿me oís? ningún hombre puede empezar – el uso de la fuerza física contra otros.
Interponer la amenaza de destrucción 
física entre un hombre y su percepción de la realidad es negar y 
paralizar sus medios de supervivencia; forzarle a actuar contra su 
propio juicio es como forzarle a actuar contra su propia vista. Aquél 
que, sea cual sea su objetivo o intención, inicie el uso de la fuerza, 
es un asesino actuando en la premisa de la muerte de un modo que va más 
allá del asesinato: la premisa de destruir la capacidad del hombre para 
vivir.
No abras la boca para decirme que tu 
mente te ha convencido de tu derecho a forzar mi mente. Fuerza y mente 
son opuestas; la moralidad termina donde empieza una pistola. Cuando 
declaras que los hombres son animales irracionales y propones tratarlos 
como tal, estás con ello definiendo tu propio carácter y ya no puedes 
más exigir la aprobación de la razón – como no puede exigirla nadie en 
favor de contradicciones. No puede ser correcto el “derecho” a destruir 
la fuente de los derechos, el único medio de juzgar lo correcto y lo 
incorrecto: la mente.
Forzar a un hombre a ignorar su propia 
mente y a aceptar tu voluntad como un substituto, con un arma en lugar 
de un silogismo, con terror en vez de pruebas, con la muerte como el 
argumento definitivo – es un intento de existir desafiando la realidad. 
La realidad le exige al hombre que actúe por su propio interés racional;
 tu arma exige que actúe contra él. La realidad amenaza a un hombre con 
la muerte si no actúa basado en su juicio racional; tú le amenazas con 
la muerte si lo hace. Lo colocas en un mundo donde el precio de su vida 
es la sumisión de todas las virtudes requeridas para la vida – y la 
muerte por un proceso de gradual destrucción es todo lo que tú y tu 
sistema conseguiréis, cuando a la muerte se le permite ser el poder que 
rige, el argumento decisivo en una sociedad de hombres.
Sea un asaltante que confronta a un 
viajero con el ultimátum: “La bolsa o la vida”, o un político que 
confronta a un país con el ultimátum: “La educación de tus hijos o tu 
vida”, el significado de ese ultimátum es: “Tu mente o tu vida” – y 
ninguna de ellas le es posible al hombre sin la otra.
Si existen grados de maldad, es difícil 
decir quién es más detestable: el salvaje que asume el derecho a forzar 
la mente de otros o el degenerado moral que le otorga a otros el derecho
 a forzar su mente. Ése es el absoluto moral que no está 
abierto a debate. Yo no les concedo las condiciones de razón a los 
hombres que proponen privarme de razón. No entro en discusiones con 
vecinos que piensan que pueden prohibirme pensar. No le doy mi 
aprobación moral al deseo de un asesino de matarme. Cuando un hombre 
intenta tratar conmigo por la fuerza, le respondo – por la fuerza.
Sólo como retaliación puede la fuerza 
ser usada, y sólo contra el hombre que inicia su uso. No, no estoy 
compartiendo su maldad o rebajándome a su concepto de moralidad: 
Simplemente le estoy concediendo lo que eligió, destrucción, la única 
destrucción que él tenía derecho a elegir: la suya. Él utiliza la fuerza
 para apoderarse de un valor; yo la uso sólo para destruir la 
destrucción. Un salteador busca ganar riqueza matándome; yo no me hago 
más rico matando a un salteador. Yo no busco valores a través del mal, 
ni rindo mis valores al mal.
En nombre de todos los productores que 
os mantuvieron vivos y recibieron vuestro constante ultimátum de muerte 
como pago, yo os respondo ahora con mi propio y único ultimátum: Nuestro
 trabajo o vuestras armas. Podéis escoger uno de ellos; no podéis 
tenerlos los dos. Nosotros no iniciamos el uso de la fuerza contra otros
 ni nos sometemos a la fuerza a manos de otros. Si deseáis alguna vez 
vivir de nuevo en una sociedad industrial, lo será bajo nuestras condiciones
 morales. Nuestras condiciones y nuestro poder de motivación son la 
antítesis de los vuestros. Vosotros habéis usado el miedo como vuestra 
arma y le habéis acarreado la muerte al hombre como su castigo por 
rechazar vuestra moralidad. Nosotros le ofrecemos la vida como su 
recompensa por aceptar la nuestra.
Vosotros, los adoradores del cero – 
vosotros nunca habéis descubierto que lograr la vida no equivale a 
evitar la muerte. Alegría no es “la ausencia de dolor”, inteligencia no 
es “la ausencia de estupidez”, luz no es “la ausencia de oscuridad”, una
 entidad no es “la ausencia de una no-entidad”. Construir no se hace 
absteniéndose de demoler; siglos de estar sentados esperando en esa 
abstinencia no levantarán ni una sola viga para que os abstengáis de 
demolerla – y ahora ya no podéis decirme a mí, el constructor: “Produce,
 y aliméntanos a cambio de que nosotros no destruyamos tu 
producción”. Estoy respondiendo en nombre de todas vuestras víctimas: 
Pereced con y dentro de vuestro propio vacío. La existencia no es una 
negación de negativos. Maldad, no valor, es una ausencia y una negación,
 el mal es impotente y no tiene más poder que el que le permitimos que 
nos extorsione. Pereced, porque habéis aprendido que un cero no puede 
tener una hipoteca sobre la vida.
Vosotros buscáis escapar del dolor. 
Nosotros buscamos alcanzar la felicidad. Vosotros existís para evitar 
castigos. Nosotros existimos para ganar recompensas. Las amenazas no nos
 harán funcionar, el miedo no es nuestro incentivo. No es la muerte la 
que queremos evitar, sino la vida la que queremos vivir.
Vosotros, que habéis perdido el concepto
 de la diferencia, vosotros que clamáis que miedo y alegría son 
incentivos de igual poder – y secretamente añadís que el miedo es más 
“práctico” – vosotros no deseáis vivir, y sólo el miedo a la muerte os 
mantiene en la existencia que habéis maldecido. Os revolcáis en pánico 
por la farsa de vuestros días, buscando la salida que habéis cerrado, 
huyendo de un perseguidor que no osáis nombrar para caer en un terror 
que no osáis reconocer, y cuanto mayor vuestro terror, mayor vuestro 
miedo del único acto que podría salvaros: pensar. El propósito de 
vuestra lucha es no conocer, no comprender, ni nombrar, ni escuchar 
aquello que ahora voy a decir para que todos lo oigan: que la vuestra es
 la Moralidad de la Muerte.
La muerte es el criterio de tus valores,
 la muerte es tu fin escogido, y tienes que seguir corriendo, pues no 
hay escapatoria del perseguidor que está dispuesto a destruirte ni del 
conocimiento que el perseguidor eres tú mismo. Para de correr, de una 
vez por todas – no hay adónde correr – y quédate ahí desnudo, como temes
 quedarte pero como yo te veo, y observa a lo que te atreviste a llamar 
un código moral.
Condenación es el principio de tu 
moralidad; destrucción es su propósito, medio y fin. Tu código empieza 
condenando al hombre como malo, y luego exige que practique un bien 
definido como imposible para que él lo practique. Exige, como la primera
 demostración de virtud del hombre, que acepte su propia depravación sin
 pruebas. Exige que él empiece, no con un criterio de valor, sino con un
 criterio de maldad, que es él mismo, a través del cual él tiene 
entonces que definir lo bueno: lo bueno es aquello que él no es.
No importa quién acabe siendo el 
beneficiario de su gloria renunciada y su alma atormentada, un Dios 
místico con algún designio incomprensible o cualquier transeúnte cuyas 
llagas ulceradas se exhiban como algún tipo de demanda inexplicable 
sobre él – no importa, lo bueno no es algo que él pueda entender, su 
deber es arrastrarse durante años de penitencia, purgando por la culpa 
de su existencia con cualquier recaudador callejero de deudas 
ininteligibles, su único concepto de un valor es un cero: lo bueno es 
aquello que es no-hombre.
El nombre de ese absurdo monstruoso es Pecado Original.
Un pecado sin voluntad es una bofetada a
 la moralidad y una insolente contradicción: lo que está fuera de la 
posibilidad de elección está fuera del ámbito de la moralidad. Si el 
hombre es malo por nacimiento, no tiene voluntad ni poder para cambiar; 
si no tiene voluntad, no puede ser bueno ni malo; un robot es amoral. 
Mantener como pecado del hombre un hecho que no está en su esfera de 
elección es una burla a la moralidad. Mantener la naturaleza del hombre 
como su pecado es una burla a la naturaleza. Castigarlo por un crimen 
que cometió antes de nacer es una burla a la justicia. Declararlo 
culpable en un asunto donde no existe la inocencia es una burla a la 
razón. Destruir la moralidad, la naturaleza, la justicia y la razón a 
través de un único concepto es una hazaña de maldad difícil de igualar. 
Sin embargo, ésa es la raíz de vuestro código.
No os escondáis tras la cobarde evasión 
de que el hombre nace con libre albedrío pero con una “tendencia” al 
mal. Un libre albedrío ensillado con una tendencia es como un juego con 
dados cargados. Obliga al hombre a luchar y a esforzarse en jugar, a 
asumir la responsabilidad y pagar por el juego, pero la decisión está 
inclinada a favor de una tendencia que él no tiene poder de escapar. Si 
la tendencia es de su elección, no puede poseerla al nacer; si no es de 
su elección, su albedrío no es libre.
¿Cuál es la naturaleza de la culpa que 
tus maestros llaman su Pecado Original? ¿Cuáles son los males que el 
hombre adquirió cuando cayó del estado que ellos consideran perfección? 
Su mito declara que comió del fruto del árbol del conocimiento – 
adquirió una mente y se convirtió en un ser racional. Era el 
conocimiento del bien y del mal –se convirtió en un ser moral. Fue 
sentenciado a ganar el pan con su trabajo – se convirtió en un ser 
productivo. Fue sentenciado a sentir deseo – adquirió la capacidad del 
disfrute sexual. Los males por los que ellos le condenan son la razón, 
la moralidad, la creatividad, la alegría – todos los valores cardinales 
de su existencia. No son los vicios del hombre los que el mito de su 
caída trata de explicar y condenar, no son los errores del hombre por 
los que ellos le consideran culpable, sino la esencia de su naturaleza 
como hombre. Fuese lo que fuese, aquel robot en el Jardín del Edén, que 
existía sin mente, sin valores, sin trabajo, sin amor, no era un hombre.
La caída del hombre, según tus maestros,
 fue que consiguió las virtudes necesarias para vivir. Estas virtudes, 
según el criterio de ellos, son su Pecado. Su maldad, ellos denuncian, 
es ser hombre. Su culpa, ellos denuncian, es que vive.
Ellos lo llaman una moralidad de misericordia y una doctrina de amor al hombre.
No, dicen, ellos no predican que el 
hombre es malo, lo malo es solamente ese objeto extraño: su cuerpo. No, 
dicen, ellos no quieren matarlo, sólo quiere hacerle perder su cuerpo. 
Ellos buscan ayudarle, dicen, contra su dolor – y señalan el potro de 
tortura al cual le han atado, el potro con dos ruedas que tiran de él en
 direcciones opuestas, el potro de la doctrina que divide su alma y su 
cuerpo.
Han cortado al hombre en dos, 
enfrentando una mitad contra la otra. Le han enseñado que su cuerpo y su
 consciencia son dos enemigos enzarzados en un conflicto mortal, dos 
antagonistas de naturalezas opuestas, demandas contradictorias y 
necesidades incompatibles, que beneficiar a uno es perjudicar al otro, 
que su alma pertenece a un reino sobrenatural, pero su cuerpo es una 
prisión malvada que lo mantiene esclavo de esta Tierra – y que el bien 
consiste en derrotar su cuerpo, pulverizarlo a través de años de 
paciente lucha, cavando su camino hacia ese glorioso escape de prisión 
que conduce a la libertad de la tumba.
Le han enseñado al hombre que él es un 
inepto desahuciado compuesto de dos elementos, ambos símbolos de la 
muerte. Un cuerpo sin alma es un cadáver, un alma sin cuerpo es un 
fantasma; pero ésa es su imagen de la naturaleza del hombre: una batalla
 campal entre un cadáver y un fantasma, un cadáver dotado de algún tipo 
de malvada voluntad propia y un fantasma dotado con el conocimiento de 
que todo lo conocido por el hombre no existe, sólo lo desconocido 
existe.
¿Os dais cuenta de qué facultad humana 
esa doctrina fue concebida para ignorar? Fue la mente del hombre la que 
tuvo que ser negada para poder descuartizarlo. Una vez que él concedió 
la razón, quedó a merced de dos monstruos a los cuales no podía ni 
comprender ni controlar: un cuerpo movido por instintos incontrolables y
 un alma movida por revelaciones místicas – se quedó como la indolente y
 devastada víctima de una batalla entre un robot y un dictáfono.
Y mientras ahora se arrastra por las 
ruinas, tanteando ciegamente por una forma de vivir, vuestros maestros 
le ofrecen la ayuda de una moralidad que proclama que él no encontrará 
solución y que no debe buscar realización en la Tierra. La existencia 
real, le dicen, es la que él no puede percibir, la verdadera consciencia
 es la facultad de percibir lo no-existente – y si él es incapaz de 
entenderlo, ésa es la prueba de que su existencia es malvada y su consciencia impotente.
Como productos de la separación entre el
 alma y el cuerpo del hombre, surgieron dos tipos de maestros de la 
Moralidad de la Muerte: los místicos del espíritu y los místicos del 
músculo, a quienes llamáis los espiritualistas y los materialistas, los 
que creen en consciencia sin existencia y los que creen en existencia 
sin consciencia. Ambos demandan la sumisión de tu mente, el uno a sus 
revelaciones, el otro a sus reflejos. Sin importar cuánto se afanen en 
los papeles de antagonistas irreconciliables, sus códigos morales son 
iguales, y así lo son sus objetivos: en materia – la esclavitud del 
cuerpo del hombre; en espíritu – la destrucción de su mente.
El bien, dicen los místicos del 
espíritu, es Dios, un ser cuya única definición es que está más allá del
 poder del hombre de concebir – una definición que invalida la 
consciencia del hombre y anula sus conceptos de existencia. El bien, 
dicen los místicos del músculo, es la Sociedad – una cosa que ellos 
definen como un organismo que no posee forma física, un super-ente 
encarnado en nadie en particular y en todos en general excepto en ti. La
 mente del hombre, dicen los místicos del espíritu, debe estar 
subordinada a la voluntad de Dios. La mente del hombre, dicen los 
místicos del músculo, debe estar subordinada a la voluntad de la 
Sociedad. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del 
espíritu, es el placer de Dios, cuyos criterios están más allá del poder
 de comprensión del hombre y deben ser aceptados por fe. El criterio de 
valor del hombre, dicen los místicos del músculo, es el placer de la 
Sociedad, cuyos criterios están más allá del derecho a juzgar del hombre
 y deben ser obedecidos como un absoluto primario. El objetivo de la 
vida del hombre, dicen ambos, es convertirse en un esperpento delirante,
 sirviendo un propósito que él no conoce, por razones que no debe 
cuestionar. Su recompensa, dicen los místicos del espíritu, le será dada
 más allá de la tumba. Su recompensa, dicen los místicos del músculo, le
 será dada en la Tierra – a sus tataranietos.
El egoísmo – dicen ambos – es 
el mal del hombre. El bien del hombre – dicen ambos – es abandonar sus 
deseos personales, negarse a sí mismo, renunciarse a sí mismo, 
entregarse; el bien del hombre es negar la vida que vive. El sacrificio – gritan ambos – es la esencia de la moralidad, la mayor virtud al alcance del hombre.
Quien esté en este momento al alcance de
 mi voz, quienquiera que sea hombre la víctima, no hombre el asesino, 
estoy hablando en el lecho de la muerte de tu mente, al borde de esa 
oscuridad en la que te estás ahogando, y si aún tienes dentro de ti el 
poder de luchar para aferrarte a esos débiles chispazos que ya fuiste 
alguna vez, úsalo ahora. La palabra que te ha destruido es “sacrificio”. Emplea lo último de tus fuerzas en entender su significado. Aún estás vivo. Tienes una oportunidad.
 “Sacrificio” no quiere decir el rechazo
 de lo inservible, sino de lo precioso. “Sacrificio” no significa el 
rechazo del mal en beneficio del bien, sino del bien en beneficio del 
mal. “Sacrificio” es ceder aquello que valoras en favor de lo que no 
valoras.
Si cambias un centavo por un dólar, no es un sacrificio; si cambias un dólar por un centavo, sí lo es. Si consigues la carrera que querías, tras años de esfuerzo, no es un sacrificio; si después renuncias a ella por el bien de un rival, sí lo es. Si tienes una botella de leche y se la das a tu hijo hambriento, no es un sacrificio; si se la das al hijo de tu vecino y dejas al tuyo morir, sí lo es.
Si das dinero para ayudar a un amigo, no es un sacrificio; si se lo das a un extraño indigno, sí lo es. Si le das a tu amigo una cantidad de dinero que puedas permitirte, no es
 un sacrificio; si le das dinero a costa de tu propia incomodidad, es 
sólo una virtud parcial, según este tipo de criterio moral; si le das 
dinero a costa de un desastre para ti mismo – esa es la virtud del sacrificio al máximo.
Si renuncias a todos tus deseos 
personales y dedicas la vida a tus seres queridos, no alcanzas toda la 
virtud: aún retienes un valor tuyo propio, que es tu amor. Si dedicas tu
 vida a extraños al azar, es un acto de mayor virtud. Si dedicas tu vida
 a servir a los hombres que odias – ésa es la mayor de las virtudes que puedes practicar.
Un sacrifico es la sumisión de un valor.
 Un sacrificio completo es la completa sumisión de todos los valores. Si
 quieres alcanzar la virtud total, no debes buscar ninguna gratitud a 
cambio de tu sacrificio, ni adulación, ni amor, ni admiración, ni 
autoestima, ni siquiera el orgullo de ser virtuoso; la menor traza de 
cualquier beneficio diluye tu virtud. Si persigues un curso de acción 
que no mancha tu vida con ninguna alegría, que no te aporta ningún valor
 en materia, ningún valor en espíritu, ninguna ganancia, ningún 
beneficio, ninguna recompensa – si alcanzas ese estado de cero absoluto,
 entonces has alcanzado el ideal de perfección moral.
Te dicen que la perfección moral es 
imposible para el hombre – y, según este criterio, lo es. No puedes 
alcanzarla mientras estés vivo, pero el valor de tu vida y de tu persona
 se mide por cuánto consigas aproximarte a ese cero ideal que es la muerte.
Si empiezas, sin embargo, como un 
desapasionado nadie, como un vegetal buscando ser comido, sin valores 
que rechazar ni deseos a los que renunciar, no ganarás la corona del 
sacrificio. No es un sacrificio renunciar a lo que no se desea. No es un
 sacrificio dar tu vida por los demás si la muerte es tu aspiración 
personal. Para alcanzar la virtud del sacrificio debes querer vivir, 
debes amar, debes arder con pasión por este mundo y por todo el 
esplendor que puede darte – debes sentir cómo se retuerce cada cuchillo 
mientras desuella tus deseos fuera de tu alcance y desangra el amor de 
tu cuerpo. No es sólo la muerte lo que la moralidad del sacrificio te 
presenta como un ideal, sino la muerte por tortura lenta.
No me recuerdes que eso sólo se aplica a esta vida en la Tierra. No me importa ninguna otra. Y a ti tampoco.
Si quieres salvar lo que te queda de 
dignidad, no digas que tus mejores acciones son un “sacrificio”: ese 
vocablo te califica de inmoral. Si una madre compra alimento para su 
hijo hambriento en vez de un sombrero para ella misma, no es un
 sacrificio: ella valora más al hijo que al sombrero; pero es un 
sacrificio para el tipo de madre cuyo mayor valor es el sombrero, quien 
preferiría que su hijo muriera de hambre y le alimenta solamente por un 
sentido del deber. Si un hombre muere luchando por su libertad, no es un sacrificio: él no está dispuesto a vivir como esclavo; pero es un sacrificio para el tipo de hombre que sí lo está. Si un hombre se rehúsa a vender sus convicciones, no es un sacrificio, a menos que sea el tipo de hombre que no tiene convicciones.
El sacrificio sería apropiado sólo para 
los que no tienen nada que sacrificar – ni valores, ni criterios, ni 
juicio – aquéllos cuyos deseos son caprichos irracionales, ciegamente 
concebidos y frívolamente cedidos. Para un hombre de talla moral, cuyos 
deseos nacen de valores racionales, sacrificio es inmolar lo correcto a 
lo incorrecto, lo bueno a lo malo.
El credo del sacrificio es una moralidad
 para el inmoral – una moralidad que declara su propia bancarrota al 
confesar que ella no puede proporcionarles a los hombres ningún interés 
personal en virtudes o valores, y que sus almas son sumideros de 
depravación, que ellos tienen que aprender a sacrificar. Por su propia 
confesión, es impotente para enseñarles a los hombres a ser buenos y 
sólo puede someterlos a castigo constante.
¿Estás pensando, en velado estupor, que son sólo valores materiales los que tu moralidad requiere que sacrifiques? ¿Y qué crees
 que son valores materiales? La materia no tiene valor excepto como un 
medio para la satisfacción de los deseos humanos. La materia es 
solamente una herramienta para los valores humanos. ¿Al servicio de qué 
te están pidiendo que pongas las herramientas materiales que tu virtud 
ha producido? Al servicio de aquello que tú consideras malo: a 
un principio que tú no compartes, a una persona que tú no respetas, al 
logro de un objetivo opuesto al tuyo propio – si no, tu regalo no es un sacrificio.
Tu moralidad te dice que renuncies al 
mundo material y que divorcies tus valores de la materia. Un hombre a 
cuyos valores no se les da expresión en forma material, cuya existencia 
no está relacionada a sus ideales, cuyas acciones contradicen sus 
convicciones, es un hipócrita despreciable – sin embargo, ése 
es el hombre que acata tu moralidad y divorcia sus valores de la 
materia. El hombre que ama a una mujer pero duerme con otra – el hombre 
que admira el talento de un trabajador pero contrata a otro – el hombre 
que considera que una causa es justa pero da su dinero para soportar 
otra – el hombre que tiene un alto nivel de destreza pero dedica su 
esfuerzo a producir basura – ésos son los hombres que han 
renunciado a la materia, los hombres que creen que los valores de su 
espíritu no pueden ser convertidos en realidad material.
¿Dices que es al espíritu al que tales 
hombres han renunciado? Sí, desde luego. No puedes tener uno sin el 
otro. Eres una entidad indivisible de materia y consciencia. Renuncia a 
tu consciencia y te conviertes en un salvaje. Renuncia a tu cuerpo y te 
conviertes en un impostor. Renuncia al mundo material y se lo estás 
entregando al mal.
Y ése es precisamente el 
objetivo de tu moralidad, el deber que tu código exige de ti. Entrégate a
 lo que no disfrutas, sirve a lo que no admiras, sométete a lo que 
consideras malo – entrega tu mundo a los valores de otros, niega, 
rechaza, renúnciate a ti mismo. Tú mismo eres tu mente; renuncia a ella y te conviertes en un pedazo de carne lista para ser engullida por cualquier caníbal.
Es tu mente lo que ellos 
quieren que entregues – todos los que predican el credo del sacrificio, 
sean cuales sean sus postulados o sus motivos, te prometan otra vida en 
el cielo o un estómago lleno en esta Tierra. Los que empiezan diciendo: 
“Es egoísta perseguir tus propios deseos, debes sacrificarlos a los 
deseos de otros” – acaban diciendo: “Es egoísta mantener tus propias 
convicciones, debes sacrificarlas a las convicciones de otros”.
Esto es cierto: la más egoísta 
de todas las cosas es la mente independiente que no reconoce ninguna 
autoridad por encima de sí misma y ningún valor por encima de 
su discernimiento de la verdad. Te están pidiendo que sacrifiques tu 
integridad intelectual, tu lógica, tu razón, tu estándar de la verdad… 
para convertirte en una prostituta cuyo estándar es el mayor bien para 
el mayor número.
Si buscas en tu código una orientación, una respuesta a la pregunta: “¿Qué es el bien? La única respuesta que hallarás es “El bien de los otros”. El
 bien es cualquier cosa que los otros quieran, cualquier cosa que tú 
sientas que ellos sienten que quieren, o cualquier cosa que tú sientas 
que ellos deberían sentir. “El bien de los otros” es una fórmula mágica 
que transforma cualquier cosa en oro, una fórmula a ser recitada como 
una garantía de gloria moral y como un fumigador para cualquier acción, 
hasta para el exterminio de todo un continente. Tu criterio de virtud no
 es un objeto, ni un acto, ni un principio, sino una intención. No necesitas pruebas, ni razones, ni éxito, no necesitas ni alcanzar de hecho el bien de los otros – lo único que necesitas saber es que tu motivo era el bien de los otros, no el tuyo propio. Tu definición de lo bueno es una negación: lo bueno es lo “no-bueno para mí”.
Tu código – que se jacta de poseer 
valores morales eternos, absolutos, objetivos, y repudia lo condicional,
 lo relativo y lo subjetivo – tu código imparte, como su versión de lo 
absoluto, la siguiente regla de conducta moral: Si tú lo deseas, es malo; si otros lo desean, es bueno; si el motivo de tu acción es tu propio bienestar, no lo hagas; si el motivo es el bienestar de otros, entonces cualquier cosa vale.
Así como esta moralidad de doble filo y 
doble criterio te parte por la mitad, también parte a la humanidad en 
dos campos hostiles: uno eres tú, el otro es todo el resto de la humanidad. Tú eres el único proscrito que no tiene derecho a desear o a vivir. Tú eres el único siervo, el resto son capataces; tú eres el único que da, el resto son los que toman; tú eres
 el eterno deudor, el resto son los acreedores que nunca pueden ser 
pagados. No debes cuestionar su derecho a tu sacrificio, o la naturaleza
 de sus deseos y de sus necesidades: el derecho de ellos se les confiere
 a través de un negativo, por el hecho de que ellos son “no-tú”.
Para aquellos de entre vosotros que 
podríais haceros preguntas, vuestro código dispone de un premio de 
consolación y una mina oculta: es por tu propia felicidad, dice, por lo 
que debes servir la felicidad de los otros, la única forma de alcanzar 
tu alegría es entregársela a los otros, la única forma de alcanzar tu 
prosperidad es cediendo tu riqueza a los otros, la única forma de 
proteger tu vida es proteger a todos los hombres excepto a ti mismo – y 
si no encuentras alegría en este procedimiento, es tu propia culpa y la 
prueba de tu maldad: si fueras bueno, encontrarías tu felicidad en 
proveer un banquete para los otros, y tu dignidad en sobrevivir con las 
migajas que ellos se dignaran arrojarte.
Tú, que no tienes criterio de 
autoestima, aceptas la culpa y no te atreves a hacer las preguntas. Pero
 tú sabes la respuesta que no admites, negándote a reconocer lo que ves,
 la premisa oculta que mueve vuestro mundo. Tú lo sabes, no en una 
enunciación honesta, sino en forma de una oscura desazón dentro de ti, 
mientras fluctúas entre engañar sintiéndote culpable y practicar a 
regañadientes un principio demasiado malvado para nombrar.
Yo, que no acepto lo inmerecido ni en valores ni en culpa, estoy
 aquí para hacer las preguntas que habéis evadido. ¿Por qué es moral 
servir la felicidad ajena, pero no la tuya propia? Si disfrutar es un 
valor, ¿por qué es moral cuando es experimentado por otros, pero inmoral
 cuando es experimentado por ti? Si la sensación de comer un pastel es 
un valor, ¿por qué es una complacencia inmoral en tu estómago, pero un 
objetivo moral para ti el que lo logres en el estómago de otros? ¿Por 
qué es inmoral para ti el desear, pero moral el que otros lo hagan? ¿Por
 qué es inmoral producir un valor y quedárselo, pero moral darlo? Y si 
no es moral el que tú te quedes con un valor, ¿por qué es moral que los 
otros lo acepten? Si eres desinteresado y virtuoso cuando lo das, ¿no 
son ellos interesados y malvados cuando lo toman? ¿Es que la virtud 
consiste en servir al vicio? ¿Es el objetivo moral de los que son buenos
 su auto-inmolación en beneficio de los que son malos?
La respuesta que evadís, la monstruosa respuesta es: No, los que toman no son malos, siempre que ellos no hayan ganado
 el valor que les diste. No es inmoral que ellos lo acepten, siempre que
 ellos sean incapaces de producirlo, incapaces de merecerlo, incapaces 
de darte ningún valor a cambio. No es inmoral el que ellos lo disfruten,
 siempre que no lo hayan obtenido por derecho.
Tal es la esencia secreta de vuestro 
credo, la otra mitad de vuestro doble criterio: es inmoral vivir por tu 
propio esfuerzo, pero moral vivir por el esfuerzo de otros – es inmoral 
consumir tu propio producto, pero moral consumir el producto de otros – 
es inmoral ganar, pero moral mendigar – los parásitos son la 
justificación moral para la existencia de los productores, pero la 
existencia de los parásitos es un fin en sí misma – es malo beneficiarse
 a través de logros, pero bueno beneficiarse a través de sacrificio – es
 malo crear tu propia felicidad, pero bueno disfrutarla al precio de la 
sangre de otros.
Vuestro código divide a la humanidad en 
dos castas y exige que vivan por reglas opuestas: los que pueden desear 
cualquier cosa y los que no pueden desear nada, los escogidos y los 
condenados, los jinetes y los acarreadores, los devoradores y los 
devorados. ¿Qué criterio determina tu casta? ¿Qué contraseña te admite a
 la élite moral? La contraseña es falta de valores.
Sea cual sea el valor implicado, es tu 
falta del mismo la que te da una reivindicación sobre aquellos a quienes
 no les falta. Es tu necesidad lo que te da una reivindicación a
 recompensas. Si eres capaz de satisfacer tu necesidad, tu habilidad 
anula tu derecho a satisfacerla. Pero una necesidad que eres incapaz de satisfacer te da el primer derecho sobre las vidas de la humanidad.
Si tienes éxito, cualquier hombre que 
fracasa es tu amo; si fracasas, cualquier hombre que tiene éxito es tu 
siervo. Sea tu fracaso justo o no, sean tus deseos racionales o no, sea 
tu desgracia inmerecida o el resultado de tus vicios, es la desgracia la que te da derecho a recompensas. Es el dolor, no importa su naturaleza o su causa, el dolor como un absoluto primario, el que te da una hipoteca sobre toda la existencia.
Si curas tu dolor por tu propio esfuerzo
 no recibes crédito moral: tu código lo considera desdeñosamente como un
 acto de interés propio. Sea cual sea el valor que intentes adquirir, 
sea riqueza o comida o amor o derechos, si lo adquieres por medio de tu 
virtud, tu código no lo considera como una adquisición moral: tú no le 
ocasionas pérdidas a nadie, es un comercio, no una limosna; un pago, no 
un sacrificio. Lo merecido pertenece al reino egoísta y comercial del beneficio mutuo; es sólo lo inmerecido
 lo que establece esa transacción moral que consiste en el beneficio de 
uno al precio de un desastre para el otro. Exigir recompensas por tu 
virtud es egoísta e inmoral; es tu falta de virtud la que transforma tu demanda en un derecho moral.
Una moralidad que considera la necesidad como una reivindicación, considera el vacío – la no-existencia – como su norma, su criterio de valor; recompensa una ausencia, un defecto: debilidad, ineptitud, incompetencia, sufrimiento, enfermedad, desastre, la falta, la lacra, el fallo – el cero.
¿De quién es la cuenta que paga por 
estas reivindicaciones? De los que son maldecidos por ser no-ceros, cada
 uno hasta el límite de su distancia a ese ideal. Ya que todos los 
valores son el producto de virtudes, el grado de tu virtud es usado como
 la medida de tu castigo; el grado de tus faltas es usado como la medida
 de tu ganancia. Tu código declara que el hombre racional debe 
sacrificarse a sí mismo a lo irracional, el hombre independiente a los 
parásitos, el hombre honrado al deshonesto, el hombre de justicia al 
injusto, el hombre productivo a vagos delincuentes, el hombre de 
integridad a mocetones corrompidos, el hombre de autoestima a neuróticos
 resentidos. ¿Os sorprendéis de la suciedad del alma en los que veis a 
vuestro alrededor? El hombre que logra estas virtudes no aceptará 
vuestro código moral; el hombre que acepta vuestro código moral no 
logrará estas virtudes.
Bajo la moralidad del sacrificio, el 
primer valor que sacrificas es la moralidad; el siguiente es la 
autoestima. Cuando la necesidad es la norma, cada hombre es a la vez 
víctima y parásito. Como víctima, tiene que trabajar para satisfacer las
 necesidades de otros, quedándose en la posición de un parásito cuyas 
necesidades deben ser satisfechas por otros. No puede acercase a sus 
prójimos excepto en uno de dos desgraciados papeles: él es a la vez un 
mendigo y un imbécil.
Le temes al hombre que tiene un dólar 
menos que tú, ese dólar es suyo por derecho, te hace sentirte un 
defraudador moral. Odias al hombre que tiene un dólar más que tú, ese 
dólar es tuyo por derecho, te hace sentir que estás siendo defraudado 
moralmente. El hombre debajo es un motivo de tu culpa, el hombre encima 
es un motivo de tu frustración. No sabes qué entregar o exigir, cuándo 
dar y cuándo agarrar, qué placer en la vida es tuyo por derecho y qué 
deuda aún está impagada a otros – te esfuerzas por evadir, como 
“teoría”, el conocimiento de que por el criterio moral que has aceptado 
eres culpable cada momento de tu vida, no hay un bocado de comida que 
tragues que no sea necesitada por alguien en algún lugar de la 
Tierra – y abandonas el problema en ciego resentimiento, llegas a la 
conclusión que la perfección moral no es para ser alcanzada o deseada,
 que te revolcarás agarrando lo que puedas agarrar y evitando los ojos 
de los jóvenes, de los que te miran como si la autoestima fuera posible y
 esperaran que tú la tuvieras. Culpa es todo lo que retienes dentro de 
tu alma – y lo mismo hace todo hombre, al cruzarte con él, evitando tus ojos. ¿Te preguntas por qué tu moralidad no ha conseguido la hermandad en la Tierra o la buena voluntad entre los hombres?
La justificación del sacrificio, que tu 
moralidad pregona, es más corrupta que la corrupción que alega 
justificar. El motivo de tu sacrificio, te dice, debería ser amor
 – el amor que deberías sentir por cada hombre. Una moralidad que 
profesa la creencia que los valores del espíritu son más preciosos que 
la materia, una moralidad que te enseña a despreciar a una prostituta 
que entrega su cuerpo indiscriminadamente a todos los hombres, esa misma
 moralidad exige que entregues tu alma al amor promiscuo por todos los 
que aparezcan.
Igual que no puede haber riqueza sin 
causa, no puede haber amor sin causa, o ningún tipo de emoción sin 
causa. Una emoción es una respuesta a un hecho de la realidad, una 
estimativa dictada por tus criterios. Amar es valorar. El 
hombre que te dice que es posible valorar sin valores, amar a los que 
consideras que no tienen valor, es el hombre que te dice que es posible 
hacerse rico consumiendo sin producir y que el dinero de papel es tan 
valioso como el oro.
Observa que él no espera que sientas un 
miedo sin causa. Cuando este tipo de gente llega al poder, son expertos 
en idear medios de terror, en darte amplia causa para sentir el miedo 
con el que desean controlarte. Pero cuando se trata de amor, la más alta
 de las emociones, permites que te griten acusadoramente que tú eres un 
delincuente moral si eres incapaz de sentir un amor sin causa. Cuando un
 hombre siente miedo sin razón lo llevas al cuidado de un psiquiatra; no
 eres tan cuidadoso protegiendo el significado, la naturaleza y la 
dignidad del amor.
El amor es la expresión de los propios 
valores, la mayor recompensa que puedes ganar por las cualidades morales
 que has logrado en tu carácter y tu persona, el precio emocional que 
paga un hombre por la alegría que recibe de las virtudes de otro. Tu 
moralidad exige que divorcies tu amor de valores y se lo pases a 
cualquier haragán, no en respuesta a lo que vale, sino en respuesta a su
 necesidad; no como recompensa, sino como limosna; no como pago
 por virtudes, sino como un cheque en blanco por vicios. Tu moralidad te
 dice que el propósito del amor es liberarte de las ataduras de la 
moralidad, que el amor es superior al juicio moral, que el amor 
verdadero trasciende, perdona y sobrevive cualquier forma de maldad en 
su objeto, y que cuanto mayor el amor, mayor la depravación que le 
permite al amado. Amar a un hombre por sus virtudes es mezquino y 
humano, te dice; amarle por sus defectos es divino. Amar a quienes se lo
 merecen es interés propio; amar a quienes no se lo merecen es 
sacrificio. Les debes tu amor a quienes no lo merecen, y cuanto menos lo
 merecen, más amor les debes – cuanto más odioso el objeto, más noble tu
 amor – cuanto menos meticuloso tu amor, mayor tu virtud – y si puedes 
convertir tu alma en un estercolero que acepta de buena gana cualquier 
cosa en cualquier condición, si puedes cesar de valorar valores morales,
 habrás conseguido el estado de perfección moral.
Tal es vuestra moralidad del sacrificio y
 tales son los ideales gemelos que ofrece: remodelar la vida de tu 
cuerpo a imagen de un corral humano, y la vida de tu espíritu a imagen 
de una pocilga.
Tal era tu meta – y la has alcanzado. 
¿Por qué gimes ahora quejándote de la impotencia del hombre y la 
futilidad de las aspiraciones humanas? ¿Porque fuiste incapaz de 
prosperar mientras buscabas la destrucción? ¿Porque fuiste incapaz de 
encontrar alegría mientras adorabas al dolor? ¿Porque fuiste incapaz de 
vivir mientras mantenías la muerte como tu criterio de valor?
El grado de tu capacidad para vivir fue 
el grado en el que quebraste tu código moral; sin embargo, crees que los
 que lo predican son amigos de la humanidad, te maldices a ti mismo y no
 te atreves a cuestionar sus motivos o sus objetivos. Míralos ahora, 
mientras enfrentas tu última elección – y si eliges perecer, hazlo con 
pleno conocimiento de lo miserable y lo pequeño que es el enemigo que ha
 segado tu vida.
Los místicos de ambas escuelas, que 
predican el credo del sacrificio, son gérmenes que te atacan a través de
 una única llaga: tu miedo a confiar en tu propia mente. Te dicen que 
poseen un medio de conocimiento por encima de la mente, un modo de 
consciencia superior a la razón, como un enchufe especial con algún 
burócrata del universo que les da algunos consejos secretos negados a 
otros. Los místicos del espíritu declaran que ellos poseen un sentido 
extra del que tú careces: este sexto sentido especial consiste en 
contradecir la totalidad del conocimiento de los cinco tuyos. Los 
místicos del músculo ni se preocupan con afirmar que tienen una 
percepción extrasensorial; ellos simplemente declaran que tus sentidos 
no son válidos, y que su sabiduría consiste en percibir tu ceguera a 
través de algún tipo de medio no especificado. Ambos exigen que 
invalides tu propia consciencia y te sometas a su poder. Ellos te 
ofrecen, como prueba de su conocimiento superior, el hecho de afirmar lo
 contrario de todo lo que tú sabes, y como prueba de su habilidad 
superior para lidiar con la existencia, el hecho de conducirte a la 
miseria, el auto-sacrificio, la inanición, la destrucción.
Aseguran percibir una forma de ser 
superior a tu existencia en este mundo. Los místicos del espíritu lo 
llaman “otra dimensión”, que consiste en negar las dimensiones. Los 
místicos del músculo lo llaman “el futuro”, que consiste en negar el 
presente. Existir es poseer identidad. ¿Qué identidad son ellos capaces 
de darle a su reino superior? Siguen diciéndote lo que no es, pero nunca te dicen lo que es. Todas
 sus identificaciones consisten en negar: Dios es aquello que ninguna 
mente humana puede conocer, afirman – y proceden a exigir que consideres
 eso conocimiento – Dios es no-hombre, cielo es no-Tierra, alma es 
no-cuerpo, virtud es no-beneficio, A es no-A, percepción es 
no-sensorial, conocimiento es no-razón. Sus definiciones no son actos de
 definir, sino de aniquilar.
Sólo la metafísica de una sanguijuela se
 aferraría a la idea de un universo donde un cero es la norma de 
identificación. Una sanguijuela querría buscar escapatoria de la 
necesidad de nombrar su propia naturaleza – escapar de la necesidad de 
saber que la substancia con la que ella construye su universo privado es
 sangre.
¿Cuál es la naturaleza de ese mundo 
superior al cual ellos sacrifican el mundo que existe? Los místicos del 
espíritu maldicen la materia, los místicos del músculo maldicen el 
beneficio. Los primeros desean que los hombres se beneficien renunciando
 a la Tierra, los segundos desean que los hombres hereden la Tierra 
renunciando a todo beneficio. Sus mundos no-materiales, no-beneficio son
 reinos donde los ríos corren con leche y café, donde el vino brota de 
rocas cuando lo ordenan, donde pasteles descienden sobre ellos desde las
 nubes al precio de abrir sus bocas. En este mundo material, buscador de
 beneficios, una enorme inversión de virtud – de inteligencia, 
integridad, energía, habilidad – se necesita para construir un 
ferrocarril para transportaros la distancia de un kilómetro; en su mundo
 no-material, no-beneficio, ellos viajan de planeta en planeta por el 
costo de un deseo. Si una persona honesta les pregunta: ¿Cómo? – ellos 
responden con aire de ofendido desprecio que un “cómo” es un concepto de
 vulgares realistas; el concepto de espíritus superiores es “De algún 
modo”. En esta Tierra restringida por la materia y el beneficio, las 
recompensas se logran con el pensamiento; en un mundo liberado de tales 
restricciones, las recompensas se logran deseando.
Y ése es todo su escuálido 
secreto. El secreto de todas sus filosofías esotéricas, de todas sus 
dialécticas y super-sentidos, de sus miradas evasivas y palabras 
amenazadoras, el secreto por el que destruyen civilización, lenguaje, 
industrias y vidas, el secreto por el que perforan sus propios ojos y 
tímpanos, pulverizan sus sentidos, arrasan sus mentes, el objetivo por 
el que disuelven los absolutos de razón, lógica, materia, existencia, 
realidad – es erigir sobre esa niebla plástica un único y sagrado 
absoluto: su Deseo.
La restricción de la que buscan escapar 
es la ley de identidad. La libertad que buscan es la libertad del hecho 
que una A continuará siendo una A, no importan sus lágrimas o berrinches
 – que un río no les traerá leche, no importa el hambre que tengan – que
 el agua no fluirá colina arriba, no importa qué comodidades podrían 
tener si lo hiciese, y que si quieren elevarla hasta el techo de un 
rascacielos, tienen que hacerlo por un proceso de pensamiento y trabajo,
 en el que la naturaleza de cada centímetro de cañería cuenta, pero sus 
sentimientos no – que sus sentimientos son impotentes para alterar el 
curso de una sola mota de polvo en el espacio, o la naturaleza de 
cualquier acción que ellos hayan cometido.
Quienes te dicen que el hombre es 
incapaz de percibir una realidad no distorsionada por sus sentidos, 
quieren decir que ellos no quieren percibir una realidad no 
distorsionada por sus sentimientos. “Las cosas como son” son cosas como 
percibidas por tu mente; divórcialas de la razón y se convierten en 
“cosas como percibidas por tus deseos”.
No existe revolución honrada contra la 
razón – y cuando tú aceptas cualquier parte de su credo, tu motivo es 
salirte con la tuya haciendo algo que tu razón no te permitiría atentar.
 La libertad que buscas es libertad del hecho de que si robaste tus 
bienes eres un sinvergüenza, no importa cuánto des a la caridad o 
cuántas oraciones recites – que si duermes con mujerzuelas no eres un 
marido digno, no importa lo fervorosamente que sientas que amas a tu 
esposa la mañana siguiente – que eres una entidad, no una serie de 
piezas al azar esparcidas por un universo donde nada permanece y nada te
 compromete a nada, el universo de una pesadilla infantil donde las 
identidades flotan y fluctúan, donde el malvado y el héroe son partes 
intercambiables que se pueden asumir arbitrariamente – que eres un 
hombre – que eres una entidad – que eres.
No importa el entusiasmo con que 
proclames que el objetivo de tu místico deseo es un modo superior de 
vida, la rebelión contra la identidad es el deseo de la no-existencia. 
El deseo de no ser nada es el deseo de no ser.
Tus maestros, los místicos de ambas 
escuelas, han trocado la causalidad en sus consciencias, y luego se 
esfuerzan por trocarla en la existencia. Ellos ven sus emociones como la
 causa, y su mente como un efecto pasivo. Convierten sus emociones en su
 herramienta para percibir la realidad. Consideran sus deseos como una 
primaria irreducible, un hecho por encima de todos los hechos. Un hombre
 honrado no desea nada hasta haber identificado el objeto de su deseo. 
Él dice: “Es, luego lo quiero”. Ellos dicen: “Lo quiero, luego es”.
Ellos quieren falsear el axioma de la existencia y la consciencia, quieren que su consciencia sea un instrumento no de percibir sino de crear la existencia, y que la existencia sea no el objeto sino el sujeto
 de sus consciencias – ellos quieren ser el Dios que crearon en su 
imagen y semejanza, creando un universo a partir de un vacío por un 
capricho arbitrario. Pero la realidad no puede ser engañada. Lo que 
ellos consiguen es lo opuesto de su deseo. Quieren ejercer un poder 
omnipotente sobre la existencia; en vez de eso, pierden el poder de su 
consciencia. Al rehusarse a conocer, se condenan a sí mismos al horror 
de una ignorancia perpetua.
Esos deseos irracionales que te atraen a
 su credo, esas emociones que adoras como a un ídolo, en cuyo altar 
sacrificas la Tierra, esa oscura, incoherente pasión dentro de ti que 
crees ser la voz de Dios o de tus glándulas, no es más que el cadáver de
 tu mente. Una emoción que choca con tu razón, una emoción que no puedes
 explicar o controlar, es sólo la carcasa de ese pensar mustio que 
prohibiste que tu mente examinase.
Cada vez que cometiste la maldad de 
negarte a pensar y a ver, de desfalcar el absoluto de la realidad por 
algún pequeño deseo tuyo, cada vez que decidiste decir: Voy a retirar 
del juicio de la razón las galletas que robé, o la existencia de Dios, 
permíteme este único antojo irracional y seré un hombre de razón para 
todo lo demás – ése fue el acto de subvertir tu consciencia, el
 acto de corromper tu mente. Tu mente entonces se convirtió en un jurado
 sobornado recibiendo órdenes de un submundo secreto, cuyo veredicto 
distorsiona la evidencia para acomodarse a un absoluto que no osa tocar –
 y el resultado es una realidad censurada, una realidad desgajada, donde
 los fragmentos que decides ver flotan entre las fisuras de aquellos que
 decidiste no ver, aglutinados por ese bálsamo adormecedor de la mente 
que es una emoción exenta de pensamiento.
Los lazos que te esfuerzas en ahogar son
 conexiones causales. El enemigo que intentas vencer es la ley de 
causalidad: ella no permite milagros. La ley de causalidad es la ley de 
identidad aplicada a la acción. Todas las acciones son causadas por 
entidades. La naturaleza de una acción está causada y determinada por la
 naturaleza de las entidades que actúan; una cosa no puede actuar en 
contradicción a su naturaleza. Una acción no causada por una entidad 
sería causada por un cero, lo que significaría un cero controlando una cosa,
 una no-entidad controlando una entidad, lo no-existente controlando lo 
existente – que es el universo que tus maestros desean, la causa de sus doctrinas de acción sin causas, la razón de
 su revuelta contra la razón, el objetivo de su moralidad, de su 
política, de su economía, el ideal por el que luchan: el reinado del 
cero.
La ley de identidad no permite que 
tengas tu pastel y te lo comas a la vez. La ley de causalidad no permite
 que te comas tu pastel antes de tenerlo. Pero si ahogas ambas 
leyes en los vacíos de tu mente, si te dices a ti mismo y a los demás 
que tú no ves – entonces puedes intentar proclamar tu derecho a comerte 
tu pastel hoy y el mío mañana, puedes predicar que la forma de tener un 
pastel es comérselo primero, antes de cocinarlo, que la forma de 
producir es empezar consumiendo, que todos los que desean tienen un 
derecho igual sobre todas las cosas, puesto que nada está causado por 
nada. El corolario de lo no causado en materia es lo no merecido en espíritu.
Cada vez que te rebelas contra la 
causalidad, tu motivo es el fraudulento deseo, no de escapar de ella, 
sino peor: de subvertirla. Quieres amor inmerecido, como si amor, el 
efecto, pudiera darte valor personal, la causa – quieres admiración 
inmerecida, como si admiración, el efecto, pudiera darte virtud, la 
causa – quieres riqueza inmerecida, como si riqueza, el efecto, pudiera 
darte habilidad, la causa – suplicas misericordia, misericordia, no justicia, como si un perdón inmerecido pudiese borrar la causa de
 tu súplica. Y para regodearte en tus feos y mezquinos fraudes, apoyas 
las doctrinas de tus maestros, mientras que ellos corren como locos 
proclamando que gastar, el efecto, crea riqueza, la causa; que la 
maquinaria, el efecto, crea inteligencia, la causa; que tus deseos 
sexuales, el efecto, crean tus valores filosóficos, la causa.
¿Quién paga por la orgía? ¿Quién causa 
lo que no tiene causa? ¿Quiénes son las víctimas, condenadas a 
permanecer menospreciadas y a perecer en silencio, para que su agonía no
 moleste tu pretensión de que ellas no existen? Somos nosotros, nosotros, los hombres de la mente.
Nosotros somos la causa de todos los valores que codiciáis, nosotros quienes realizamos el proceso de pensar, que es el proceso de definir identidad y descubrir conexiones causales.
 Nosotros te enseñamos a conocer, a hablar, a producir, a desear, a 
amar. Tú que abandonas la razón – si no fuera por nosotros los que la 
preservamos, tú no sería capaz de satisfacer y ni siquiera de concebir 
tus deseos. No serías capaz de desear los vestidos que no habrían sido 
hechos, el automóvil que no habría sido inventado, el dinero que no 
habría sido concebido como intercambio por mercancías inexistentes, la 
admiración que no habría sido experimentada por hombres que no lograron 
nada, el amor que pertenece y tiene que ver sólo con quienes preservan 
su capacidad de pensar, de elegir, de valorar.
Tú – que saltas como un salvaje desde la jungla de tus sentimientos a la Quinta Avenida de nuestra Nueva York y proclamas que quieres seguir con las luces eléctricas, pero destruir los generadores – es nuestra riqueza la que estás usando mientras nos destruyes, son nuestros valores los que estás usando mientras nos condenas, es nuestro lenguaje el que estás usando mientras niegas la mente.
Igual que tus místicos del espíritu 
inventaron su cielo en la imagen de nuestra Tierra, omitiendo nuestra 
existencia, y te prometieron recompensas creadas por un milagro 
procedente de la no-materia – así tus modernos místicos del músculo 
omiten nuestra existencia y te prometen un cielo donde la materia se 
transforma a sí misma por su propia voluntad sin causa en todas las 
recompensas deseadas por tu no-mente.
Durante siglos, los místicos del 
espíritu han existido organizando un esquema de extorsión – haciendo la 
vida en la Tierra insoportable y luego cobrándote por consuelo y alivio;
 prohibiéndote todas las virtudes que hacen la existencia posible y 
luego cabalgando en los hombros de tu culpa; declarando que la 
producción y la alegría son pecados y luego recaudando chantaje de los 
pecadores. Nosotros, los hombres de la mente, éramos las víctimas 
silenciadas de su credo, quienes estábamos dispuestos a quebrar su 
código moral y a aceptar condena por el pecado de la razón – quienes 
pensábamos y actuábamos mientras ellos deseaban y rezaban – quienes 
éramos los parias morales, los contrabandistas de la vida cuando la vida
 era considerada un crimen – mientras ellos se regodeaban en la gloria 
moral por la virtud de superar la codicia material y de distribuir en 
desprendida caridad los bienes materiales producidos por – evasión.
Ahora nosotros estamos 
encadenados y siendo obligados a producir por salvajes que no nos 
conceden ni siquiera la identificación de pecadores – por salvajes que 
proclaman que no existimos, y que luego amenazan con quitarnos la vida 
que no poseemos si no conseguimos proporcionarles los bienes que no 
producimos. Ahora se espera que continuemos operando ferrocarriles y 
sepamos al minuto cuándo va a llegar un tren después de cruzar todo un 
continente, se espera que continuemos operando fundiciones de acero y 
que conozcamos la estructura molecular de cada partícula de metal en los
 cables de tus puentes y en el fuselaje de los aviones que te mantienen 
suspendido en el aire – mientras las tribus de vuestros ridículos y 
grotescos místicos del músculo pelean por los despojos de nuestro mundo,
 mascullando en sonidos de no-lenguaje que no hay principios, ni 
absolutos, ni conocimiento, ni mente.
Rebajándose aún más que un salvaje, que 
cree que las palabras mágicas que pronuncia tienen el poder de alterar 
la realidad, ellos creen que la realidad puede ser alterada por el poder
 de las palabras que no pronuncian – y su herramienta mágica es
 la evasión, la pretensión de que nada puede llegar a existir sin 
atravesar la magia negra de su negativa a identificarlo.
Así como alimentan con riqueza robada su
 cuerpo, así también alimentan con conceptos robados su mente, y 
proclaman que honestidad consiste en negarse a admitir que uno está 
robando. Así como usan los efectos mientras niegan las causas, así 
también usan nuestros conceptos mientras niegan las raíces y la 
existencia de los conceptos que están usando. Así como aspiran, no a 
construir, sino a apropiarse de instalaciones industriales, así también aspiran, no a pensar, sino a apropiarse del pensamiento humano.
Así como proclaman que el único 
requerimiento para operar una fábrica es la destreza para mover las 
palancas de las máquinas y evaden la cuestión de quién creó la fábrica –
 así también proclaman que no hay entidades, que nada existe salvo el 
movimiento, y evaden el hecho de que movimiento presupone la 
cosa que se mueve, que sin el concepto de entidad no puede haber tal 
concepto como ‘movimiento’. Así como proclaman su derecho a consumir lo 
no ganado, y evaden la cuestión de quién lo ha de producir, así también 
proclaman que no existe la ley de identidad, que nada existe salvo el 
cambio, y evaden el hecho de que cambio presupone los conceptos
 de qué cambia, de qué a qué, y que sin la ley de identidad no tal 
concepto como “cambio” es posible. Así como le roban a un industrial 
mientras niegan su valor, así también aspiran a hacerse con el poder 
sobre toda la existencia mientras niegan que la existencia existe.
 “Sabemos que no sabemos nada”, 
murmuran, evadiendo el hecho de que están alegando conocimiento – “No 
hay absolutos”, murmuran, evadiendo el hecho de que están expresando un 
absoluto – “No puedes demostrar que existes o que eres consciente”, murmuran, evadiendo el hecho de que demostración
 presupone existencia, consciencia y una complicada cadena de 
conocimiento: la existencia de algo que conocer, de una consciencia 
capaz de conocerlo, y de un conocimiento que ha aprendido a distinguir 
entre conceptos tales como lo demostrado y lo no demostrado.
Cuando un salvaje que no ha aprendido a 
hablar declara que la existencia debe ser demostrada, está pidiendo que 
lo demuestres a través de la no-existencia – cuando declara que tu 
consciencia debe ser demostrada, te está pidiendo que lo demuestres 
mediante la inconsciencia – te está pidiendo que entres en un vacío 
fuera de la existencia y la consciencia para darle a él prueba de ambas –
 te pide que te conviertas en un cero adquiriendo conocimiento sobre un 
cero.
Cuando él declara que un axioma es 
cuestión de elección arbitraria y decide no aceptar el axioma de que él 
existe, está evadiendo el hecho de que lo ha aceptado al pronunciar esa 
frase, que la única forma de rechazarlo es cerrar la boca, no proponer 
ninguna teoría, y morirse.
Un axioma es una afirmación que 
identifica la base del conocimiento y de cualquier otra afirmación 
posterior relacionada con ese conocimiento, una afirmación 
necesariamente contenida en todas las demás, tanto si la persona que 
afirma decide identificarla como si no. Un axioma es una proposición que
 derrota a sus oponentes por el hecho de que ellos tienen que aceptarla y
 utilizarla en el proceso de cualquier intento de negarla. Que el 
troglodita que decide no aceptar el axioma de la identidad intente 
presentar su teoría sin usar el concepto de identidad ni cualquier 
concepto derivado de él – que el antropoide que decide no aceptar la 
existencia de sustantivos intente inventar un lenguaje sin sustantivos, 
adjetivos o verbos – que el hechicero que decide no aceptar la validez 
de la percepción sensorial intente demostrarlo sin utilizar los datos 
que obtiene a través de sus sentidos – que el cazador de cabezas que 
decide no aceptar la validez de la lógica intente demostrarlo sin 
utilizar lógica – que el pigmeo que proclama que un rascacielos no 
necesita cimientos después de llegar al piso cincuenta arranque los 
cimientos de su edificio, no del tuyo – que al caníbal que gruñe que la libertad de la mente del hombre fue necesaria para crear una civilización industrial pero no es necesaria para mantenerla, se le dé una lanza y una piel de oso, no una cátedra en la facultad de economía.
¿Piensas que te están haciendo 
retroceder a las tinieblas de la Edad Media? Te están haciendo 
retroceder a la época más tenebrosa que tu historia ha conocido. Su 
objetivo no es la época antes de la ciencia, sino la época antes del 
lenguaje. Su propósito es despojarte del concepto del cual la mente del 
hombre, su vida y su cultura dependen: el concepto de una realidad objetiva. Identifica el desarrollo de una consciencia humana – y te darás cuenta del propósito de su credo.
Un salvaje es un ser que no ha 
comprendido que A es A y que la realidad es real. Ha detenido su mente 
al nivel de un bebé, en el estado en que una consciencia adquiere sus 
percepciones sensoriales iniciales y aún no ha aprendido a distinguir 
objetos sólidos. Es a un bebé a quien el mundo le aparece como una 
mancha en movimiento, sin cosas que se mueven – y el nacimiento de su 
mente es el día en que comprende que ese flash que aparece y desaparece 
delante de él es su madre, y que la turbulencia más allá es una cortina,
 que las dos son entidades sólidas y ninguna de ellas puede convertirse 
en la otra, que son lo que son, que existen. El día en que comprende que la materia no tiene voluntad propia es el día en que comprende que él sí la tiene – y ése es su nacimiento como ser humano.
 El día en que comprende que el reflejo que ve en un espejo no es una 
ilusión, que es real pero no es él mismo; que el espejismo que ve en un 
desierto no es una ilusión, que es real, que el aire y los rayos de luz 
que lo causan son reales pero no es una ciudad, es el reflejo de una 
ciudad – el día en que comprende que él no es un receptor pasivo de las 
sensaciones de cualquier momento dado, que sus sentidos no le 
proporcionan conocimiento automático en fragmentos sueltos fuera de 
contexto sino sólo el material del conocimiento, que su mente debe 
aprender a integrar – el día en que comprende que sus sentidos no pueden
 engañarle, que objetos físicos no pueden actuar sin causas, que sus 
órganos de percepción son físicos y no tienen volición ni poder para 
inventar o distorsionar, que la evidencia que le brindan es un absoluto 
pero su mente tiene que aprender a entenderla, su mente tiene que 
descubrir la naturaleza, las causas, el contexto total de su material 
sensorial, su mente tiene que identificar las cosas que él percibe – ése es el día de su nacimiento como pensador y científico.
Nosotros somos los hombres que 
hemos llegado a ese día; vosotros sois los hombres que habéis llegado 
parcialmente; un salvaje es un hombre que nunca llega.
Para un salvaje, el mundo es un lugar de
 milagros ininteligibles donde cualquier cosa es posible para la materia
 inanimada y nada es posible para él. Su mundo no es lo 
desconocido, sino ese horror irracional: lo incognoscible. Él cree que 
los objetos físicos están dotados de una misteriosa voluntad, movidos 
por caprichos sin causa e imprevisibles, mientras que él
 es un peón indefenso a merced de fuerzas fuera de su control. Él cree 
que la naturaleza está gobernada por demonios que poseen un poder 
omnipotente y que la realidad es el fluido patio de recreo en el que 
ellos pueden transformar su cuenco de comida en una serpiente y a su 
mujer en un escarabajo en cualquier momento, donde el A que él nunca ha 
descubierto puede ser cualquier no-A que ellos decidan, donde el único 
conocimiento que él posee es que no debe intentar conocer. Él no puede 
contar con nada, sólo puede desear, y se pasa la vida deseando,
 implorando a sus demonios que le concedan sus deseos por el arbitrario 
poder de la voluntad de ellos, dándoles crédito cuando lo hacen, 
culpándose a sí mismo cuando no lo hacen, ofreciéndoles sacrificios en 
señal de gratitud y sacrificios en señal de culpa, arrastrándose en su 
estómago con miedo y adorando a sol y luna y viento y lluvia y a 
cualquier sinvergüenza que se declare a sí mismo como el portavoz de 
ellos, siempre que sus palabras sean incomprensibles y su máscara lo 
suficientemente aterradora – él desea, suplica y se arrastra, y muere, 
dejándote como muestra de su visión de la existencia las monstruosidades
 distorsionadas de sus ídolos, parte hombre, parte animal, parte araña, 
las encarnaciones del mundo del no-A.
Ése es el estado intelectual de tus maestros modernos, y suyo es el mundo al cual ellos te quieren conducir.
Si te preguntas de qué manera se 
proponen hacerlo, entra en cualquier aula de universidad y oirás a los 
profesores enseñándoles a tus hijos que el hombre no puede estar seguro 
de nada, que su consciencia no tiene validez alguna, que no puede 
aprender ni hechos ni leyes de la existencia, que es incapaz de conocer 
una realidad objetiva. ¿Cuál es, entonces, su criterio de conocimiento y
 de verdad? Lo que otros crean, es su respuesta. No existe conocimiento – ellos enseñan – sólo fe:
 tu creencia de que existes es un acto de fe, no más válido que la fe de
 otro en su derecho a matarte; los axiomas de la ciencia son un acto de 
fe, no más válidos que la fe de un místico en las revelaciones; la 
creencia de que la luz eléctrica puede ser producida por un generador es
 un acto de fe, no más válida que la creencia de que puede ser producida
 por una pata de conejo besada bajo una escalera en una noche de luna 
nueva – la verdad es lo que la gente decida que sea, y la gente
 son todos excepto tú; la realidad es lo que la gente diga que es, no 
hay hechos objetivos, sólo existen los deseos arbitrarios de la gente – 
el hombre que busca el conocimiento en un laboratorio con tubos de 
ensayo y lógica es un estúpido anticuado y supersticioso; el verdadero 
científico es un hombre que anda por ahí realizando encuestas públicas –
 y si no fuera por la codicia egoísta de los fabricantes de vigas de 
acero, que tienen un obvio interés en obstruir el progreso de la 
ciencia, te darías cuenta de que la ciudad de Nueva York no existe, 
porque una encuesta de toda la población mundial revelaría, por 
abrumadora mayoría, que sus creencias prohíben que exista.
Durante siglos, los místicos del 
espíritu han proclamado que la fe es superior a la razón, pero no se han
 atrevido a negar la existencia de la razón. Sus herederos y fruto, los 
místicos del músculo, han completado su trabajo y alcanzado su sueño: 
proclaman que todo es fe, y lo llaman una rebelión contra el creer. Como
 rebelión contra afirmaciones no demostradas, proclaman que nada puede 
ser demostrado; como rebelión contra el conocimiento sobrenatural, 
proclaman que ningún conocimiento es posible; como rebelión contra los 
enemigos de la ciencia, proclaman que ciencia es superstición; como 
rebelión contra la esclavitud de la mente, proclaman que la mente no 
existe.
Si renuncias a tu capacidad de percibir, si aceptas el cambio de tu discernimiento de lo objetivo a lo colectivo
 y esperas a que la humanidad te diga qué pensar, hallarás otro cambio 
produciéndose ante esos ojos a los que has renunciado: verás que tus 
maestros se convierten en los gobernantes del colectivo, y si te niegas a
 obedecerles, argumentando que ellos no son la totalidad de la 
humanidad, te responderán: “¿Cómo sabes que no lo somos? ¿Ser, compadre? ¿De dónde has sacado ese término arcaico?”.
Si dudas que ése es su objetivo, observa
 con qué apasionada consistencia los místicos del músculo se esfuerzan 
en hacerte olvidar que un concepto como “mente” ha existido 
alguna vez. Observa las contorsiones de verborrea sin definir; las 
palabras con significados elásticos; los términos que se quedan flotando
 a medio camino mediante los cuales intentan evadir el reconocer el 
concepto “pensar”. Tu consciencia, te dicen, consiste en “reflejos”, 
“reacciones”, “experiencias”, “impulsos” e “instintos” – y se niegan a 
identificar los medios a través de los cuales ellos adquirieron ese 
conocimiento, a identificar el acto que están realizando cuando te lo 
cuentan, o el acto que tú estás realizando cuando escuchas. Las palabras
 tienen el poder de “condicionarte”, dicen, y se niegan a identificar la
 razón por la cual las palabras tienen el poder de alterar tu – evasión.
 Un estudiante leyendo un libro lo entiende a través de un proceso de – 
evasión. Un científico inventando algo está ocupado en la actividad de –
 evasión. Un psicólogo ayudándole a un neurótico a resolver un problema y
 desenmarañar un conflicto lo hace por medio de – evasión. Un industrial
 – evasión, no existe tal persona. Una fábrica es un “recurso natural”, 
como un árbol, una piedra o un lodazal.
El problema de la producción, te dicen, 
ha sido resuelto y no merece más estudio ni atención; el único problema 
que queda para que tus “reflejos” lo resuelvan es ahora el problema de 
la distribución. ¿Quién resolvió el problema de la producción? La 
humanidad, responden. ¿Cuál fue la solución? Los bienes están aquí. 
¿Cómo llegaron hasta aquí? De alguna forma. ¿Qué lo causó? Nada tiene 
causas.
Ellos proclaman que cada hombre que nace
 tiene derecho a existir sin trabajar y, no importando que estén siendo 
contrariadas las leyes de la realidad, tiene derecho a recibir su 
“sustento mínimo” – su comida, su vestimenta, su techo – sin esfuerzo de
 su parte, como su derecho de nacimiento. ¿Recibirlo – de quién? 
Evasión. Cada hombre, anuncian, es dueño de una parte proporcional de 
los beneficios tecnológicos creados en el mundo. ¿Creados – por quién? 
Evasión. Cobardes frenéticos que posan como defensores de los 
industriales, ahora definen el objetivo de la actividad económica como 
“un ajuste entre los deseos ilimitados de los hombres y el 
suministro de bienes en cantidad limitada”. ¿Suministrados – por quién? 
Evasión. Bellacos intelectuales que posan como profesores desprecian a 
los pensadores de antaño, declarando que sus teorías sociales estaban 
basadas en la premisa nada práctica de que el hombre era un ser racional
 – pero ya que los hombres no son racionales, ellos declaran, debería 
establecerse un sistema que hiciera posible existir siendo irracional,
 lo que significa: desafiando a la realidad. ¿Quién lo hará posible? 
Evasión. Cualquier mediocridad descarriada acapara titulares con planes 
para controlar la producción de la humanidad – e independientemente de 
quién esté en acuerdo o en desacuerdo con sus estadísticas, nadie 
cuestiona su derecho a imponer sus planes por medio de una pistola. 
¿Imponérselos – a quién? Evasión. Hembras al azar con ingresos sin causa
 revolotean en viajes alrededor del mundo y regresan para divulgar el 
mensaje de que los pueblos atrasados del mundo exigen un mayor nivel de vida. ¿Exigen – de quién? Evasión.
Y para impedir cualquier indagación 
sobre la causa de la diferencia entre una aldea de la selva y la ciudad 
de Nueva York, recurren al colmo de la obscenidad para explicar el 
progreso industrial del hombre – rascacielos, puentes colgantes, 
motores, ferrocarriles – declarando que el hombre es un animal que posee
 un “instinto de hacer herramientas”.
¿Te preguntabas qué hay de malo en el 
mundo? Ahora estás viendo el clímax del credo de lo no-causado y lo 
no-ganado. Todas tus cuadrillas de místicos, del espíritu o del músculo,
 están luchando entre ellas por el poder de gobernarte a ti, bramando 
que el amor es la solución a todos los problemas de tu espíritu y un 
látigo es la solución a todos los problemas de tu cuerpo – a ti, que has
 concedido que no tienes mente. Atribuyéndole al hombre menos dignidad 
que le atribuyen al ganado, ignorando lo que un domador de animales les 
diría – que ningún animal puede ser domado por el miedo, que un elefante
 torturado aplastará a su torturador pero no trabajará para él ni 
transportará sus cargas – esperan que el hombre continúe produciendo 
componentes electrónicos, aviones supersónicos, máquinas que bombardean 
partículas atómicas, y telescopios interestelares, con su ración de 
carne como recompensa y un latigazo en la espalda como incentivo.
No te dejes engañar en cuanto al 
carácter de los místicos. Doblegar tu consciencia ha sido siempre su 
único objetivo a través de los tiempos – y poder, el poder de regirte por la fuerza, siempre ha sido su única ambición.
Desde los ritos de los hechiceros de la 
selva, que distorsionaban la realidad en incongruencias grotescas, 
atontaban la mente de sus víctimas y las mantuvieron bajo el terror a lo
 sobrenatural durante largos y letárgicos siglos – a las doctrinas 
sobrenaturales dela Edad Media, que mantuvieron a los hombres 
acurrucados en el suelo de barro de sus chozas, aterrorizados de que el 
diablo pudiera robarles la sopa que habían trabajado dieciocho horas 
para conseguir – al escuálido profesorcito sonriente que te asegura que 
tu cerebro no tiene capacidad para pensar, que no tienes medios de 
percepción y que debes obedecer ciegamente la omnipotente voluntad de 
esa fuerza sobrenatural: la Sociedad – todo ello es la misma pantomima 
con el mismo y único objetivo: reducirte al tipo de amasijo que ha 
renunciado a la validez de su consciencia.
Pero no te lo pueden hacer sin tu consentimiento. Si permites que te lo hagan, te lo mereces.
Cuando escuchas la arenga de un místico sobre la impotencia de la mente humana y empiezas a dudar de tu
 consciencia, no de la suya; cuando permites que tu precario estado más o
 menos racional se vea sacudido por cualquier afirmación y decides que 
es más seguro confiar en su certeza y conocimiento superiores, os 
embaucáis los dos: tu aprobación es la única fuente de certeza que él 
tiene. El poder sobrenatural que un místico teme, el espíritu 
incomprensible al que adora, la consciencia que considera omnipotente es
 – la tuya.
Un místico es un hombre que rindió su 
mente en su primer encuentro con las mentes de otros. En algún lejano 
momento de su infancia, cuando su propio entendimiento de la realidad 
chocó con las afirmaciones de otros, con las órdenes arbitrarias y 
exigencias contradictorias de otros, él cedió a un temor a la 
independencia tan cobarde que acabó renunciando a su facultad racional. 
En la encrucijada de la elección entre “Yo sé” y “Ellos dicen”, eligió 
la autoridad de otros, eligió someterse antes que entender, creer
 en vez de pensar. Fe en lo sobrenatural empieza como fe en la 
superioridad de otros. Su rendición tomó la forma de una emoción: que él
 debe esconder su falta de entendimiento, que otros poseen algún tipo de
 conocimiento misterioso del que sólo él carece, que la realidad es lo 
que ellos quieren que sea, por unos medios negados a él para siempre.
A partir de ese momento, con miedo a 
pensar, él queda a merced de emociones sin identificar. Sus emociones se
 convierten en su única guía, su único residuo de identidad personal; se
 agarra a ellas con feroz apego – y cualquier acto de pensar que realice
 está consagrado al esfuerzo de ocultar de sí mismo que la naturaleza de
 sus emociones es terror.
Cuando un místico declara que siente
 la existencia de un poder superior a la razón, la verdad es que lo 
siente, pero ese poder no es un super-espíritu omnisciente del universo,
 es la consciencia de cualquier transeúnte a quien le ha cedido la suya.
 Un místico está motivado por la necesidad de impresionar, de engañar, 
de adular, de mentir, de forzar la omnipotente consciencia de otros. “Ellos”
 son su única clave a la realidad, él siente que no puede existir salvo 
dominando el misterioso poder de los demás y extorsionando su 
inexplicable consentimiento. “Ellos” son su único medio de 
percepción y, como un ciego que depende de la vista de un perro, siente 
que tiene que amarrarlos para poder vivir. Controlar la consciencia de 
otros se torna su única pasión; la ambición por el poder es un hierbajo 
que sólo crece en las desérticas parcelas de una mente abandonada.
Todo dictador es un místico, y todo 
místico es un dictador en potencia. El místico anhela la obediencia de 
los hombres, no su acuerdo. Quiere que ellos rindan su consciencia a las
 afirmaciones, los edictos, los deseos, los caprichos de él – igual que 
la consciencia de él se ha rendido a la de ellos. Quiere 
relacionarse con los hombres por medio de la fe y la fuerza – no 
encuentra satisfacción en el consentimiento de los demás si tiene que 
ganárselo por medio de hechos y de razón. La razón es el enemigo al que 
teme y a la vez considera precario: la razón, para él, es una forma de 
engañar; él siente que los hombres poseen algún poder más 
potente que la razón, y sólo el que los demás le crean sin causa o su 
obediencia forzada pueden darle a él una sensación de seguridad, una 
prueba de que ha conseguido control de ese don místico que le faltaba. 
Su ansia es mandar, no convencer: la convicción requiere un acto de 
independencia y descansa en el absoluto de una realidad objetiva. Lo que
 él busca es poder sobre la realidad y sobre los medios de los hombres 
de percibirla, la mente de los demás, el poder de interponer su voluntad
 entre existencia y consciencia, como si, al aceptar falsear la realidad
 que él les manda falsear, los hombres pudiesen, de hecho, crearla.
Así como el místico es un parásito en 
materia, que expropia riqueza creada por otros – y un parásito en 
espíritu, que saquea ideas creadas por otros – así también cae por 
debajo del nivel de un loco que crea su propia distorsión de la 
realidad, hasta el nivel de un parásito de la locura, que busca una 
distorsión creada por otros.
Sólo hay un estado que satisface el anhelo del místico por la infinidad, la no-causalidad, la no-identidad: la muerte.
 No importa qué causas ininteligibles él atribuya a sus incomunicables 
sentimientos, quien rechaza la realidad rechaza la existencia – y las 
emociones que le motivan a partir de ese momento son el odio contra 
todos los valores de la vida del hombre, y la codicia por todas las 
maldades que la destruyen. Un místico goza del espectáculo del 
sufrimiento, de la pobreza, la subordinación y el terror; éstos le dan 
una sensación de triunfo, una prueba de la derrota de la realidad 
racional. Pero ninguna otra realidad existe.
No importa de quién sea el bienestar que
 profese servir, el de Dios o el de esa gárgola incorpórea que él 
describe como “El Pueblo”; no importa qué ideal proclame en términos de 
alguna dimensión sobrenatural – de hecho, en realidad, en la Tierra, su ideal es la muerte, su frenesí es matar, su única satisfacción es torturar.
Destrucción es el único fin que el credo
 de los místicos ha conseguido alcanzar en el pasado, así como el único 
fin que ves que están consiguiendo hoy, y si las calamidades provocadas 
por sus actos no les han hecho cuestionar sus doctrinas, si profesan 
estar motivados por amor sin amilanarse ante montañas de cadáveres 
humanos, es porque la verdad acerca de sus almas es aún peor que la 
obscena excusa que tú les has permitido: la excusa de que el fin 
justifica los medios y que los horrores que practican son medios para 
fines más nobles. La verdad es que esos horrores son sus fines.
Tú, que eres tan depravado para creer 
que puedes adaptarte a la dictadura de un místico y que podrías 
complacerlo obedeciendo sus órdenes – no hay forma de complacerlo; 
cuando le obedeces cambiará sus órdenes; él busca la obediencia por la 
obediencia y la destrucción por la destrucción. Tú, que eres tan 
pusilánime para creer que puedes llegar a un acuerdo con un místico 
cediendo a sus extorsiones – no hay forma de sobornarlo, el soborno que 
quiere es tu vida, tan despacio o tan aprisa como estés dispuesto a 
entregarla – y el monstruo que él intenta sobornar es la oculta evasión 
en su mente que le lleva a matar para no percatarse de que la muerte que
 él desea es la suya propia.
Tú, que eres tan inocente para creer que
 las fuerzas desatadas en tu mundo de hoy están motivadas por la codicia
 de saqueo material – la urgencia de los místicos por despojos es sólo 
un velo para encubrir de su mente la naturaleza de su motivo. La riqueza
 es un medio de vida humana, y ellos claman por la riqueza imitando a 
seres vivos, para fingir consigo mismos que desean vivir. Pero su sucia 
complacencia en lujo saqueado no es un deleite, es una escapatoria. 
Ellos no quieren ser dueños de tu fortuna, quieren que tú la pierdas; 
ellos no quieren triunfar, quieren que tú fracases; ellos no quieren 
vivir, quieren que tú mueras; ellos no desean nada, odian la existencia,
 y continúan corriendo, cada uno de ellos intentando no enterarse de que
 el objeto de su odio es él mismo.
Tú, que nunca comprendiste la naturaleza
 del mal; tú, que los describes como “idealistas confusos” – ¡que el 
Dios que inventaste te perdone! – ellos son la esencia del mal, ellos, esos objetos anti-vivientes que procuran, al devorar al mundo, llenar el desinteresado cero
 de su alma. No es tu riqueza lo que buscan. Lo suyo es una conspiración
 contra la mente, lo que significa: contra la vida y el hombre.
Es una conspiración sin líder ni 
dirección, y los pequeños rufianes de turno que se aprovechan de la 
agonía de una nación u otra son escoria fortuita flotando en el torrente
 del dique roto de la cloaca de los siglos, de los pantanos de odio 
contra la razón, la lógica, la habilidad, los logros, la felicidad, 
almacenados por cada llorón anti-humano que alguna vez predicó la 
superioridad del “corazón” sobre la mente.
Es una conspiración de todos los que intentan, no vivir, sino salirse con la suya viviendo, aquéllos
 que intentan engañar sólo un poquito a la realidad y se sienten 
atraídos, por emoción, hacia todos los otros que están ocupados 
engañándola otro poquito – una conspiración que une con lazos de evasión
 a todos los que persiguen el cero como un valor: el profesor 
que, incapaz de pensar, se complace en mutilar las mentes de sus 
alumnos; el hombre de negocios que, para proteger su estancamiento, se 
complace coartando la habilidad de sus competidores; el neurótico que, 
para defender el odio que tiene de sí mismo, se complace destruyendo a 
los hombres de autoestima; el incompetente que se complace en derrotar 
el logro, el mediocre que se complace en demoler la grandeza, el eunuco 
que se complace en castrar todo placer – y a todos sus fabricantes de 
munición intelectual, a todos quienes predican que la inmolación de la 
virtud transformará vicios en virtudes. La muerte es la premisa en la raíz de sus teorías, la muerte es el objetivo de sus acciones en la práctica – y vosotros sois sus últimas víctimas.
Nosotros, que somos los intermediarios 
vivientes entre vosotros y la naturaleza de vuestro credo, no estamos 
más ahí para salvaros de los efectos de las creencias que habéis 
escogido. No estamos dispuestos más a seguir pagando con nuestras vidas 
las deudas que contrajisteis en las vuestras o el déficit moral 
acumulado por todas vuestras generaciones anteriores. Habéis estado 
viviendo en tiempo prestado – y yo soy el hombre que ha reclamado el 
préstamo.
Yo soy el hombre cuya existencia 
vuestras evasiones estaban diseñadas a permitiros ignorar. Yo soy el 
hombre que vosotros no queríais que viviera ni que muriera. No queríais 
que viviera porque teníais miedo de saber que yo estaba asumiendo la 
responsabilidad que habíais evadido y que vuestras vidas dependían de 
mí; no queríais que muriera, porque lo sabíais.
Hace doce años, cuando trabajaba en 
vuestro mundo, yo era inventor. Ejercía una profesión que fue la última 
en aparecer en la historia de la humanidad y será la primera en 
desaparecer en el retorno a lo sub-humano. Un inventor es un hombre que 
pregunta “¿Por qué?” al universo y no permite que nada se interponga 
entre la respuesta y su mente.
Igual que el hombre que descubrió el uso
 del vapor o el hombre que descubrió el uso del petróleo, descubrí una 
fuente de energía que había estado disponible desde el origen del 
planeta, pero que los hombres no habían sabido cómo utilizar excepto 
como objeto de devoción, de terror y de leyendas sobre un dios 
atronador. Completé el modelo experimental de un motor que habría valido
 una fortuna para mí y para quienes me habían contratado, un motor que 
habría aumentado la eficiencia de cada actividad humana que usara fuerza
 motriz y le habría añadido el regalo de una mayor productividad a cada 
hora que destinarais a ganaros la vida.
Entonces, una noche en una asamblea en 
la fábrica, oí cómo yo era sentenciado a muerte por razón de mi invento.
 Oí a tres parásitos afirmar que mi cerebro y mi vida eran su propiedad,
 que mi derecho a existir era condicional y dependía de la satisfacción 
de sus deseos. El objetivo de mi capacidad, dijeron, era servir las 
necesidades de quienes eran menos capaces. Yo no tenía derecho a vivir, 
dijeron, en virtud de mi competencia para vivir; su derecho a vivir era 
incondicional, en virtud de su incompetencia.
Entonces vi lo que estaba mal con el 
mundo, vi lo que estaba destruyendo hombres y naciones, y dónde la 
batalla por la vida tenía que ser pugnada. Vi que el enemigo era una 
moral invertida – y que mi sanción era su único poder. Vi que el mal es 
impotente – que el mal era lo irracional, lo ciego, lo anti-real – y que
 la única arma de su triunfo era la voluntad del bien en servirlo. De la
 misma forma que los parásitos a mi alrededor proclamaban su desvalida 
dependencia de mi mente y contaban con que yo voluntariamente aceptase 
la esclavitud que ellos no tenían el poder de imponerme, de la misma 
forma que contaban con que mi autoinmolación les proveyera con los 
medios para su plan – así, en todo el mundo y en toda la historia de los
 hombres, en cada versión y forma, desde las extorsiones de parientes 
holgazanes a las atrocidades de países colectivistas, son los buenos, 
los capaces, los hombres de razón quienes actúan como sus propios 
destructores, quienes le transfunden al mal la sangre de su virtud y 
permiten que el mal les transmita a ellos el veneno de la destrucción, 
dándole así al mal el poder de sobrevivir, y a sus propios valores – la 
impotencia de la muerte. Vi que llega un momento, en la derrota de 
cualquier hombre virtuoso, en que su propio consentimiento es necesario 
para que el mal triunfe – y que ningún tipo de perjuicio que le causen 
otros puede triunfar si él decide negar su consentimiento. Vi que podía 
poner fin a vuestras iniquidades pronunciando una sola palabra en mi 
mente. La pronuncié. La palabra fue: “No”.
Me fui de esa fábrica. Me fui de vuestro
 mundo. Me propuse la tarea de prevenir a vuestras víctimas y darles el 
método y el arma para combatiros. El método fue negarse a consentir el 
castigo. El arma fue la justicia.
Si quieres saber qué perdiste cuando me 
fui y cuando mis huelguistas desertaron vuestro mundo, colócate en 
cualquier terreno desierto en un paraje inexplorado por los hombres y 
pregúntate qué forma de supervivencia podrías lograr y cuánto tiempo 
durarías si te negaras a pensar, sin nadie a tu alrededor para enseñarte
 lo que hacer; o, si decidieras pensar, cuánto tu mente sería capaz de 
descubrir – pregúntate a cuántas conclusiones independientes has llegado
 en el transcurso de tu vida y cuánto tiempo has dedicado a realizar las
 acciones que aprendiste de otros – pregúntate si serías capaz de 
descubrir cómo arar la Tierra y producir tu alimento, si serías capaz de
 inventar una rueda, una palanca, una bobina de inducción, un generador o
 un tubo electrónico – y entonces decide si los hombres competentes son 
explotadores que viven del fruto de tu trabajo y te roban la riqueza que tú
 produces, y si te atreves a creer que posees el poder de esclavizarlos.
 Que tus mujeres le echen un vistazo a una hembra en la jungla, de 
rostro arrugado y senos pendulantes, allí sentada machacando harina en 
un cuenco hora tras hora, siglo tras siglo – y entonces que se pregunten
 si su “instinto de hacer herramientas” les proporcionará sus 
frigoríficos, sus lavadoras y aspiradoras, y si no, si les interesa 
destruir a quienes proporcionaron todo eso, pero no “por instinto”.
Mirad a vuestro alrededor, vosotros, 
salvajes que tartamudeáis que las ideas son creadas por los medios de 
producción de los hombres, que una máquina no es el producto del 
pensamiento humano sino de un poder místico que genera el pensamiento 
humano. Nunca descubristeis la edad industrial – y os aferráis a la 
moralidad de las épocas barbáricas en las que una forma miserable de 
subsistencia humana era producida por el trabajo muscular de esclavos. 
Todo místico siempre ha añorado esclavos para que le protejan de la 
realidad material a la que él teme. Pero vosotros, vosotros 
grotescos atavistas insignificantes, os quedáis mirando ciegamente a los
 rascacielos y a las chimeneas de las fábricas a vuestro alrededor y 
soñáis con esclavizar a los proveedores materiales que son los 
científicos, los inventores, los hombres de la industria. Cuando clamáis
 por la propiedad pública de los medios de producción estáis clamando 
por la propiedad pública de la mente. Les he enseñado a mis huelguistas 
que la respuesta que os merecéis es sólo: “Adelante, intentadlo”.
Te declaras incapaz de controlar las 
fuerzas de la materia inanimada, sin embargo propones controlar las 
mentes de los hombres que son capaces de conseguir hazañas que tú no 
puedes igualar. Declaras que no puedes sobrevivir sin nosotros, sin 
embargo propones dictar las condiciones de nuestra supervivencia. 
Proclamas que nos necesitas, sin embargo te permites la impertinencia de
 afirmar tu derecho a gobernarnos por la fuerza – y esperas que 
nosotros, quienes no tenemos miedo de esa naturaleza física que te llena
 de terror, nos acobardemos a la vista del primer patán que te convenció
 de que votaras por él para darle la oportunidad de comandarnos.
Propones establecer un orden social 
basado en los siguientes términos: que eres incompetente para manejar tu
 propia vida pero competente para manejar las vidas de otros – que eres 
inadecuado para existir en libertad pero adecuado para convertirte en un
 gobernante omnipotente – que eres incapaz de ganarte la vida mediante 
el uso de tu propia inteligencia pero capaz de juzgar a los políticos y 
elegirlos para puestos de poder absoluto sobre artes que nunca has 
visto, sobre ciencias que nunca has estudiado, sobre logros de los 
cuales no tienes conocimiento, sobre industrias gigantes donde tú, por 
tu propia definición de tu capacidad, serías incapaz de realizar con 
éxito el trabajo de ayudante de engrasador.
Este ídolo de tu culto de adoración al 
cero, este símbolo de la impotencia – el dependiente congénito – es tu 
imagen del hombre y tu criterio de valor, en cuya semejanza te esfuerzas
 por remodelar tu alma. “Es sólo humano”, lloriqueas en defensa de 
cualquier perversión, llegando al nivel de autodegradación en el que 
intentas que el concepto “humano” signifique el endeble, el necio, el 
corrupto, el mentiroso, el fracasado, el cobarde, el fraudulento, y 
desterrar de la raza humana al héroe, al pensador, al productor, al 
inventor, al fuerte, al decidido, al puro – como si “sentir” fuese 
humano, pero pensar no; como si fracasar fuese humano, pero tener éxito 
no; como si la corrupción fuese humana, pero la virtud no – como si la 
premisa de la muerte fuese apropiada para el hombre, pero la premisa de la vida no.
Para despojarnos de honor, y así poder 
también despojarnos de nuestra riqueza, tú siempre nos has mirado como 
esclavos que no merecen ningún reconocimiento moral. Elogias cualquier 
iniciativa que clama no tener fines de lucro, y maldices a los hombres 
que ganaron los lucros que hicieron la iniciativa posible. Consideras 
“de interés público” cualquier proyecto que sirve a quienes no pagan, 
pero no es de interés público darles servicios a quienes hacen los 
pagos. “Beneficio público” es cualquier cosa dada como limosna; 
dedicarse al comercio es perjudicar al público. “Bienestar común” es el 
bienestar de quienes no se lo ganan; los que lo hacen no tienen derecho a
 ningún bienestar. “El público”, para ti, es quienquiera que 
haya fracasado en conseguir cualquier virtud o valor; quien los consiga,
 quien provea los bienes que requieres para la supervivencia, deja de 
ser considerado parte del público o parte de la raza humana.
¿Qué evasión os permitió pensar que 
podríais saliros con la vuestra con esta maraña de contradicciones, y 
planearlo como una sociedad ideal, cuando el “No” de vuestras víctimas 
era suficiente para demoler toda vuestra estructura? ¿Qué le permite a 
cualquier pordiosero insolente desplegar sus llagas ante el rostro de 
sus mejores y suplicar ayuda en el tono de una amenaza? Clamas, como él 
hace, que cuentas con nuestra lástima, pero tu secreta esperanza es el 
código moral que te ha enseñado a contar con nuestra culpa. 
Esperas que nos sintamos culpables por nuestras virtudes en presencia de
 tus vicios, heridas y fracasos – culpables por el éxito de existir, 
culpables por disfrutar de la vida que condenas, y aún nos imploras que 
te ayudemos a vivir.
¿Queríais saber quién es John Galt? Yo 
soy el primer hombre de inteligencia que se ha negado a considerarla 
como culpa. Soy el primer hombre que no haré penitencia por mis virtudes
 ni dejaré que sean usadas como instrumentos de mi destrucción. Soy el 
primer hombre que no sufrirá martirio a manos de los que desean que yo 
perezca por el privilegio de mantenerlos vivos. Soy el primer hombre en 
decirles que no los necesito, y que hasta que no aprendan a tratar 
conmigo como comerciantes, dando valor por valor, tendrán que existir 
sin mí, igual que yo existo sin ellos; así aprenderán de mí de quién es 
la necesidad y de quién la inteligencia – y si la supervivencia humana 
es el criterio, quién determina las condiciones de la forma de 
sobrevivir.
Yo he hecho de forma planeada y a 
propósito lo que se ha hecho a través de la historia en tácita omisión. 
Siempre ha habido hombres de inteligencia que se declararon en huelga, 
en protesta y desesperación, pero no sabían el significado de su acción.
 El hombre que se retira de la vida pública para pensar, pero no para 
compartir sus pensamientos – el hombre que decide pasar sus años en la 
oscuridad de empleos serviles, guardando para sí mismo el fuego de su 
mente, nunca dándole forma, expresión o realidad, negándose a traerlo a 
un mundo que él desprecia – el hombre que es derrotado por la 
repugnancia, el hombre que renuncia antes de empezar, el hombre que 
abandona en vez de capitular, el hombre que funciona a una fracción de 
su capacidad, desarmado por su anhelo de un ideal que no ha encontrado –
 ellos están en huelga, en huelga contra la sinrazón, en huelga contra 
vuestro mundo y vuestros valores. Pero sin conocer ningunos valores 
propios, ellos abandonaron su afán por saber – en la penumbra de su 
desesperada indignación, correcta sin conocer lo correcto, y apasionada 
sin conocer la pasión, concediéndote a ti el poder de la realidad y 
entregándote los incentivos de su mente – y perecieron en amarga 
futilidad, como rebeldes que nunca entendieron el propósito de su 
rebelión, como amantes que nunca descubrieron su amor.
Los tiempos infames que llamáis 
Oscurantismo fueron una era de la inteligencia en huelga, durante la que
 los hombres de inteligencia pasaron a la clandestinidad y vivieron 
ocultos, estudiando en secreto, y murieron, destruyendo las obras de su 
mente, mientras sólo unos pocos de los más bravos mártires permanecieron
 para mantener la raza humana viva. Cada período regido por místicos fue
 una época de estancamiento y penuria, en que la mayoría de los hombres 
estaban en huelga contra la existencia, trabajando por menos que su 
estricta supervivencia, dejando sólo migajas para que sus gobernantes 
saquearan, rehusando pensar, aventurarse, producir, cuando el postrero 
recaudador de sus beneficios y la final autoridad sobre la verdad o el 
error sería el capricho de algún degenerado condecorado, considerado 
superior a la razón por derecho divino y la gracia de una estaca. El 
camino de la historia humana fue una cadena de evasiones sobre trechos 
estériles erosionados por la fe y la fuerza, con sólo unas pocas y 
breves explosiones de luz, los momentos en que la energía irradiada por 
los hombres de la mente realizó las maravillas que contemplasteis, 
admirasteis y rápidamente extinguisteis de nuevo.
Pero no habrá extinción esta vez. El 
juego de los místicos se acabó. Pereceréis en y por vuestra propia 
irrealidad. Nosotros, los hombres de la razón, sobreviviremos.
He convocado a la huelga al tipo de 
mártires que nunca os habían desertado antes. Les he dado el arma que 
les faltaba: el conocimiento de su propio valor moral. Les he enseñado 
que el mundo es nuestro cuando decidamos reclamarlo, en virtud y por la 
gracia del hecho que nuestra es la Moralidad de la Vida. Ellos, las 
grandes víctimas que produjeron todas las maravillas del breve estío de 
la humanidad; ellos, los industriales, los conquistadores de la materia,
 no habían descubierto la naturaleza de su derecho. Ellos sabían que 
suyo era el poder. Yo les enseñé que suya era la gloria.
Vosotros, que os atrevéis a 
considerarnos moralmente inferiores a cualquier místico que dice tener 
visiones sobrenaturales – vosotros, que os lanzáis como buitres sobre 
céntimos robados pero ensalzáis a quien os lee la fortuna más que a 
quien crea la fortuna – vosotros, que repudiáis a un hombre de negocios 
como innoble pero valoráis a cualquier imitador de artista como 
glorificado – la raíz de vuestros criterios es ese miasma místico 
proveniente de ciénagas primitivas, ese culto a la muerte que decreta a 
un hombre de negocios inmoral por el hecho de mantenerte vivo. Vosotros,
 que clamáis vuestro deseo de elevaros sobre las crudas preocupaciones 
del cuerpo, sobre la monotonía de satisfacer meras necesidades físicas –
 ¿quién está esclavizado por necesidades físicas, el hindú que 
trabaja de sol a sol empujando un arado por un cuenco de arroz, o el 
americano que conduce un tractor? ¿Quién es el conquistador de 
la realidad física, el hombre que duerme en un lecho de clavos o el 
hombre que duerme sobre un colchón de muelles? ¿Cuál es el 
monumento al triunfo del espíritu humano sobre la materia: las chabolas 
carcomidas a orillas del Ganges o la silueta sobre el Atlántico de los 
rascacielos de Nueva York?
A menos que aprendáis las respuestas a 
estas preguntas – y aprendáis a mostrar reverente atención cuando estéis
 frente a los logros de la mente humana – no estaréis mucho más en este 
mundo, el cual amamos y no os permitiremos que maldigáis. No seguiréis 
escaqueándoos durante el resto de vuestros días. He acelerado el curso 
normal de la historia y he permitido que descubráis la naturaleza del 
recaudo que queríais cargar sobre los hombros de otros. Lo que os queda 
de vuestro poder vital ahora será drenado para darle lo no ganado a los 
adoradores y portadores de la muerte. No aleguéis que una realidad 
malévola os derrotó – fuisteis derrotados por vuestras propias 
evasiones. No aleguéis que vais a perecer por un noble ideal: vais a 
perecer como pasto para los que odian al hombre.
Pero a aquellos de entre vosotros que 
aún mantengan un vestigio de dignidad y la voluntad de amar su propia 
vida, les ofrezco la oportunidad de decidir. Decide si quieres perecer 
por una moralidad que nunca has creído ni practicado. Párate al borde de
 la autodestrucción y examina tus valores y tu vida. Sabías cómo hacer 
un inventario de tus riquezas. Ahora haz un inventario de tu mente.
Desde niño, has guardado el culpable 
secreto de que no sentías ningún deseo de ser moral, ningún deseo de 
buscar la auto inmolación, que temes y odias tu código, pero no osas 
decírtelo ni a ti mismo; que careces de esos “instintos” morales que 
otros profesan sentir. Cuanto menos sentías, más alto vociferabas tu 
amor desinteresado y servidumbre a los otros, temiendo que ellos 
descubrieran alguna vez tu verdadero ego, el ego que traicionaste, el 
ego que mantuviste guardado, como un esqueleto en el armario de tu 
cuerpo. Y ellos, que eran al mismo tiempo tus timados y tus timadores, 
ellos escuchaban y expresaban su ruidosa aprobación, temiendo que tú 
descubrieras alguna vez que ellos albergaban el mismo tácito secreto. La
 existencia entre vosotros es una enorme farsa, un acto que todos 
representáis uno para el otro, cada uno sintiendo que él es el único 
monstruo culpable, cada uno poniendo su autoridad moral en lo 
incognoscible conocido sólo por otros, cada uno evadiendo la realidad 
que él siente que ellos esperan que evada, nadie teniendo el coraje de 
romper el círculo vicioso.
No importa qué deshonrosas concesiones 
hayas hecho con tu impracticable credo, no importa qué miserable 
equilibrio – mitad cinismo, mitad superstición – estés consiguiendo 
mantener ahora, aún conservas la raíz, el dogma letal: la creencia de 
que lo moral y lo práctico son opuestos. Desde niño has estado huyendo 
del terror de un dilema que nunca has osado identificar del todo: Si lo práctico,
 lo que tienes que practicar para existir, lo que funciona, triunfa, 
logra tu objetivo, lo que te trae comida y alegría, lo que te beneficia,
 es malo – y si lo bueno, lo moral, es lo impráctico, lo que fracasa, destruye, frustra, lo que te lastima y te causa pérdida y dolor – entonces tu dilema es ser moral o vivir.
El único resultado de esa criminal 
doctrina fue desgajar la moralidad de la vida. Creciste creyendo que las
 leyes morales no tenían nada que ver con la tarea de vivir, salvo como 
impedimento y amenaza; que la existencia del hombre es una jungla amoral
 donde cualquier cosa vale y cualquier cosa funciona. Y en esa niebla de
 definiciones cambiantes que desciende sobre una mente congelada, 
olvidaste que las maldades condenadas por tu credo eran las virtudes 
necesarias para vivir, y llegaste a creer que las maldades reales eran 
los medios prácticos de la existencia. Olvidando que el 
impráctico “bien” era el auto-sacrificio, ahora crees que la autoestima 
es impráctica; olvidando que el práctico “mal” era la producción, ahora 
crees que el robo es práctico.
Zarandeándote como una rama indefensa en
 el viento de una inexplorada jungla moral, no te atreves del todo a ser
 malo o del todo a vivir. Cuando eres honesto, sientes el resentimiento 
de un ingenuo; cuando engañas, sientes terror y vergüenza. Cuando eres 
feliz, tu alegría se ve diluida por la culpa; cuando sufres, tu dolor se
 ve aumentado por el sentimiento de que el dolor es tu estado natural. 
Te dan lástima los hombres que admiras: crees que ellos están condenados
 a fracasar; te dan envidia los hombres que odias: crees que ellos son 
los amos de la existencia. Te sientes indefenso cuando te enfrentas con 
un canalla: crees que el mal está destinado a ganar, puesto que lo moral
 es lo impotente, lo impráctico.
La moralidad, para ti, es un 
espantapájaros fantasma hecho de deber, de aburrimiento, de castigo, de 
dolor, un cruce entre la primera maestra de escuela de tu pasado y el 
recaudador de impuestos de tu presente; un espantapájaros plantado en un
 campo estéril, agitando un palo para ahuyentar tus placeres – y placer,
 para ti, es un cerebro anegado en licor, una fulana sin mente, el 
estupor de un imbécil apostando su dinero en una carrera de animales, 
puesto que el placer no puede ser moral.
Si identificas tus verdaderas creencias,
 encontrarás una triple condena – de ti mismo, de la vida, y de la 
virtud – en la grotesca conclusión a la que has llegado: el creer que la
 moralidad es un mal necesario.
¿Te preguntas por qué vives sin 
dignidad, amas sin pasión y mueres sin resistencia? ¿Te preguntas por 
qué, mires donde mires, sólo encuentras interrogantes sin solución, por 
qué tu vida está desgarrada por conflictos inverosímiles, por qué la 
pasas a caballo encima de muros irracionales para evitar dilemas 
artificiales tales como cuerpo o alma, mente o corazón, seguridad o 
libertad, beneficio privado o beneficio público?
¿Te lamentas de que no encuentras 
respuestas? ¿Y de qué forma esperabas encontrarlas? Rechazas tu 
herramienta de percepción – tu mente – y luego te quejas de que el 
universo es un misterio. Tiras tu llave y luego sollozas que todas las 
puertas se han cerrado contra ti. Te lanzas en pos de lo irracional y 
luego maldices la existencia por no tener sentido.
El muro sobre el que has estado a 
horcajadas durante dos horas – mientras escuchabas mis palabras y 
buscabas escapar de ellas – es la fórmula de cobardes contenida en la 
frase: “¡Pero no tenemos que llegar a extremos!”. El extremo que siempre
 has luchado por evitar es reconocer que la realidad es definitiva, que A
 es A y que la verdad es verdad. Un código moral imposible de practicar,
 un código que exige la imperfección o la muerte, te ha enseñado a 
disolver todas las ideas en niebla, a no permitir definiciones fijas, a 
considerar todo concepto como aproximado y toda regla de conducta como 
elástica, a escatimar en cualquier principio, a ceder en cualquier 
valor, a elegir el término medio de cualquier alternativa. Al 
extorsionar tu aceptación de absolutos sobrenaturales, te ha forzado a 
rechazar el absoluto de la naturaleza. Al imposibilitar juicios morales,
 te ha hecho incapaz de tener juicio racional. Un código que te prohíbe 
tirar la primera piedra te ha prohibido admitir la identidad de las 
piedras y de saber cuándo o si estás siendo apedreado.
El hombre que se niega a juzgar, que no 
está ni en acuerdo ni en desacuerdo, que declara que no hay absolutos y 
cree que está evadiendo la responsabilidad, es el hombre responsable por
 toda la sangre que está siendo derramada en el mundo. La realidad es un
 absoluto, la existencia es un absoluto, una partícula de polvo es un 
absoluto y también lo es una vida humana. Si vives o mueres es un 
absoluto. Si tienes un pedazo de pan o no, es un absoluto. Si te comes 
el pan o lo ves esfumarse en el estómago de un ladrón, es un absoluto.
Hay dos lados en todo asunto: un lado es
 correcto y el otro incorrecto, pero el término medio es siempre 
malvado. El hombre que está equivocado aún retiene cierto respeto por la
 verdad, aunque sólo sea por aceptar la responsabilidad de elegir. Pero 
el hombre del término medio es un bribón que evade la verdad para 
pretender que ni opciones ni valores existen, que está dispuesto a 
asistir al desenlace de cualquier batalla, listo para aprovecharse de la
 sangre del inocente o arrastrarse por el suelo ante el culpable; que 
administra justicia condenando a los dos, al criminal y a su víctima, a 
la prisión; que soluciona conflictos ordenando que el pensador y el 
imbécil se pongan de acuerdo a mitad de camino. En cualquier concesión 
entre comida y veneno, es sólo la muerte la que puede ganar. En 
cualquier concesión entre el bien y el mal, es sólo el mal el que puede 
beneficiarse. En esa transfusión de sangre que drena lo bueno para 
alimentar lo malo, el que concede es el tubo de goma transmisor.
Tú, que eres mitad racional y mitad 
cobarde, has estado haciendo un juego de burla con la realidad, pero la 
víctima que has burlado eres tú mismo. Cuando los hombres reducen sus 
virtudes a lo aproximado, el mal adquiere la fuerza de un absoluto; 
cuando la lealtad a un objetivo inflexible es abandonada por los 
virtuosos, es asumida por los sinvergüenzas – y te encuentras con el 
indecente espectáculo de un bien sumiso, regateador y traicionero, y de 
un mal arrogante e intransigente. Así como te rendiste a los místicos 
del músculo cuando te dijeron que ignorancia consiste en alegar 
conocimiento, ahora te rindes a ellos cuando chillan que la inmoralidad 
consiste en emitir un juicio moral. Cuando gritan que es egoísta estar 
seguro de que tienes razón, te apresuras a asegurarles que no estás 
seguro de nada. Cuando braman que es inmoral basarte en tus 
convicciones, les aseguras que no tienes convicción alguna. Cuando los 
matones de los Estados Populares de Europa gruñen que eres culpable de 
intolerancia, porque no tratas tu deseo de vivir y su deseo de matarte 
como una diferencia de opinión – te amilanas y te apresuras a 
asegurarles que tú no eres intolerante ante ningún horror. Cuando algún 
vagabundo descalzo en algún cuchitril de Asia te increpa: Cómo te 
atreves a ser rico – tú le pides disculpas y le suplicas que sea 
paciente y le prometes que lo donarás todo.
Has llegado al callejón sin salida de la
 traición que cometiste cuando aceptaste que no tenías derecho a 
existir. Tiempo atrás creías que era “sólo una concesión”: concediste 
que era malvado vivir para ti mismo pero moral vivir por el bien de tus 
hijos. Luego concediste que era egoísta vivir para tus hijos pero moral 
vivir para tu comunidad. Luego concediste que era egoísta vivir para tu 
comunidad pero moral vivir para tu país. Ahora permites que 
éste, el más grandioso de los países, sea devorado por cualquier escoria
 de cualquier rincón del mundo, mientras concedes que es egoísta vivir 
para tu país y que tu deber moral consiste en vivir para el planeta. Un 
hombre que no tiene derecho a la vida no tiene derecho a valores y no 
los mantendrá.
Al final de tu trayectoria de sucesivas 
traiciones, despojado de armas, de certeza, de honor, cometes el último 
acto de traición y firmas tu petición de bancarrota intelectual: 
mientras los místicos del músculo de los Estados Populares proclaman que
 ellos son los campeones de la razón y de la ciencia, concuerdas y te 
apresuras a proclamar que la fe es tu principio cardinal, que 
la razón está de parte de los que te destruyen y que tú estás de parte 
de la fe. A los agotados restos de honestidad racional en las mentes 
retorcidas y confusas de tus niños, les explicas que tú no puedes 
ofrecer ningún argumento racional en apoyo de las ideas que crearon este
 país; que no existe justificación racional para la libertad, la 
propiedad, la justicia, los derechos, que todos ellos descansan sobre 
una visión mística y pueden ser aceptados sólo por fe, que en la razón y
 la lógica el enemigo está en lo cierto, pero que la fe es superior a la
 razón. Les dices a tus hijos que es racional saquear, torturar, 
esclavizar, expropiar, asesinar, pero que ellos deben resistir las 
tentaciones de la lógica y atenerse a la disciplina de permanecer 
irracionales – que rascacielos, fábricas, radios y aviones eran los 
productos de la fe y la intuición mística, pero que el hambre, los 
campos de concentración y los pelotones de fusilamiento son los 
productos de una forma razonable de existencia – que la revolución 
industrial fue el motín de los hombres de fe contra esa era de la razón y
 la lógica conocida como la Edad Media. Simultáneamente, en el mismo 
aliento, al mismo niño, le dices que los bandidos que gobiernan los 
Estados Populares sobrepasarán a este país en producción material, ya 
que ellos son los representantes de la ciencia, pero que es perverso 
preocuparse por la riqueza física y que uno debe renunciar a la 
prosperidad material – le dices que los ideales de los bandidos son 
nobles, pero que en realidad no es eso lo que ellos quieren, mientras 
que tú, sí; que tu objetivo al luchar contra los bandidos es sólo para 
conseguir sus objetivos, los cuales ellos no pueden conseguir, pero tú, 
sí; y que la forma de luchar contra ellos es anticipándose a ellos y dar
 toda la riqueza de uno. Entonces te preguntas por qué tus hijos se unen
 a los rufianes Populares o se convierten en delincuentes medio locos, 
te preguntas por qué las conquistas de los bandidos se aproximan cada 
vez más a tus puertas – y lo achacas a la estupidez humana, diciendo que
 las masas son impasibles a la razón.
Evades el explícito espectáculo público 
de la lucha de los bandidos contra la mente, y el hecho de que sus más 
sanguinarios horrores son perpetrados para castigar el crimen de pensar.
 Evades el hecho de que la mayoría de los místicos del músculo 
comenzaron como místicos del espíritu, que se la pasan cambiando de un 
bando al otro; que los hombres que tú llamas materialistas y 
espiritualistas son sólo dos mitades del mismo humano seccionado, 
constantemente buscando ser completadas, pero lo buscan columpiándose 
entre la destrucción de la carne y la destrucción del alma y viceversa –
 y continúan huyendo de tus universidades a los corrales de esclavos de 
Europa y a un desmoronamiento total en la inmundicia mística de la 
India, buscando cualquier refugio contra la realidad, cualquier forma de
 escapar de la mente.
Lo evades, y te aferras a tu hipocresía 
de la “fe” para evadir el darte cuenta de que los bandidos tienen un 
grillete a tu alrededor, que consiste en tu código moral – que los 
bandidos son los definitivos y consistentes practicantes de la moralidad
 que estás medio obedeciendo, medio evadiendo – que la practican de la 
única manera que puede ser practicada: convirtiendo al mundo en una pira
 de sacrificios – que tu moralidad te prohíbe oponerte a ellos de la 
única forma posible de oponerse: rehusando convertirte en un animal 
sacrificado y afirmando orgullosamente tu derecho a existir – que para 
combatirlos hasta el fin y con plena rectitud, es tu moralidad la que tienes que rechazar.
Lo evades, porque tu autoestima está 
ligada a ese místico “desinterés” que nunca has poseído ni practicado, 
pero has pasado tantos años fingiendo que lo poseías que la mera idea de
 denunciarlo te llena de terror. No hay valor más alto que la 
autoestima, pero lo has invertido en activos falsos, y ahora tu 
moralidad te tiene atrapado de tal forma que te ves forzado a proteger 
tu autoestima luchando por el credo de la autodestrucción. La siniestra 
broma es sobre ti: la necesidad de autoestima que eres incapaz de 
explicar o definir pertenece a mi moralidad, no a la tuya; es el símbolo objetivo de mi código; es la prueba de mi argumento dentro de tu propia alma.
Por un sentimiento que él no ha 
aprendido a identificar, pero que ha deducido desde la primera vez que 
se dio cuenta de la existencia, de su descubrimiento de que tiene que 
escoger, el hombre sabe que su desesperada necesidad de autoestima es un
 asunto de vida o muerte. Como un ser de consciencia volitiva, sabe que 
tiene que conocer su propio valor para mantener su propia vida. Sabe que
 tiene que actuar correctamente; ser incorrecto en acción significa peligro para su vida; actuar mal como persona, ser malvado, significa ser inadecuado para la existencia.
Cada acto de la vida del hombre tiene 
que ser voluntario; el mero acto de obtener o consumir su alimento 
implica que la persona que él está preservando es merecedora de ser 
preservada; cada placer que él busca disfrutar implica que la persona 
que lo busca es merecedora de poder disfrutar. Él no tiene opción sobre 
su necesidad de autoestima, su única opción es el criterio de cómo 
medirla. Y él comete un error fatal cuando substituye este instrumento 
que protege su vida por algo al servicio de su propia destrucción, 
cuando escoge un criterio que contradice la existencia y coloca su 
autoestima en contra de la realidad.
Cada forma de duda infundada sobre sí 
mismo, cada sentimiento de inferioridad y de imperfección secreta es, en
 realidad, el miedo íntimo del hombre a su incapacidad de lidiar con la 
existencia. Pero cuanto mayor su terror, más ferozmente se aferra a las 
criminales doctrinas que lo sofocan. Ningún hombre puede sobrevivir el 
momento de declararse a sí mismo irremediablemente malvado; si lo 
hiciera, su siguiente momento sería demencia o suicidio. Para escapar de
 ello – si ha elegido un criterio irracional – falseará, evadirá, 
fingirá; se engañará a sí mismo sobre la realidad, la existencia, la 
felicidad, la mente; y al final llegará a ofuscarse en su autoestima al 
intentar preservar una ilusión de la misma, antes que arriesgarse a 
descubrir que carece de ella. Temer enfrentarse a un asunto es creer que
 lo peor es verdad.
No es un crimen que hayas podido cometer
 lo que infecta tu alma con una culpa permanente, no es ninguno de tus 
fracasos, errores o defectos, sino la evasiva mediante la que 
intentas suprimirlos; no es ningún tipo de Pecado Original ni 
desconocida deficiencia prenatal, sino el conocimiento y el hecho de tu 
negligencia básica, de suspender tu mente, de negarte a pensar. El miedo
 y la culpa son tus emociones crónicas, son reales y desde luego las 
mereces, pero no proceden de las razones superficiales que inventas para
 enmascarar su causa, ni de tu “egoísmo”, debilidad o ignorancia, sino 
de una amenaza real y básica a tu existencia: el miedo, porque has abandonado tu herramienta de supervivencia; la culpa, porque sabes que lo has hecho voluntariamente.
El yo que has traicionado es tu mente; autoestima es basarse en el propio poder de pensar. El ego que buscas, ese esencial ‘tú” que no consigues expresar ni definir, no son tus emociones ni tus sueños incoherentes, sino tu intelecto,
 ese juez de tu tribunal supremo a quien has impugnado para quedarte a 
la deriva a merced de cualquier impostor errante al que describes como 
tu “emoción”. Luego te arrastras a través de tinieblas que tú mismo has 
creado, en desesperada búsqueda de un fuego innominado, movido por la 
nebulosa visión de un alba que habías vislumbrado y perdido.
Observa la persistencia, en las 
mitologías de la humanidad, de la leyenda sobre un paraíso que los 
hombres poseyeron antaño, la ciudad de Atlántida o el Jardín del Edén, o
 algún reino de perfección, siempre en nuestro pasado. La raíz de esa 
leyenda existe, pero no en el pasado de la raza sino en el pasado de 
cada individuo. Tú aún conservas el sentido – no tan firme como un 
recuerdo, sino difuso como el dolor de una añoranza imposible – que en 
algún momento en los primeros años de tu niñez, antes que hubieras 
aprendido a someterte, a absorber el terror de la sinrazón y a dudar del
 valor de tu mente, conociste un estado radiante de existencia, 
conociste la independencia de una consciencia racional enfrentando un 
universo despejado. Ése es el paraíso que has perdido, que buscas – que es tuyo para disponer de él.
Algunos de vosotros nunca sabréis quién 
es John Galt. Pero quienes hayáis experimentado un solo momento de amor 
por la existencia y de orgullo en ser su merecido amante, un momento 
contemplando a este mundo y dejando que vuestra mirada sea su sanción, 
habéis conocido la sensación de ser un hombre, y yo – yo sólo soy el 
hombre que comprendió que esa sensación no ha de ser traicionada. Yo soy
 quien entendió lo que la hizo posible, y quien decidió practicarla de 
forma consistente, y ser lo que tú llegaste a practicar y ser en ese 
único instante.
Esa decisión está en tus manos. Esa 
decisión – la dedicación al más alto potencial de cada uno – se toma 
aceptando el hecho de que el más noble acto que jamás has realizado es 
el acto de tu mente en el proceso de comprender que dos y dos son 
cuatro.
Seas quien seas – tú que estás a solas 
con mis palabras en este momento, con sólo tu honestidad para ayudarte a
 entender – la decisión aún existe de convertirte en ser humano, pero el
 precio es empezar desde cero, presentarte desnudo frente a la realidad 
y, revirtiendo un costoso error histórico, declarar: “Existo, luego 
pensaré”.
Acepta el hecho irrevocable de que tu 
vida depende de tu mente. Admite que la totalidad de tu lucha, tus 
dudas, tus engaños, tus evasiones, fue una desesperada busca por escapar
 de la responsabilidad de una consciencia volitiva – un ansia de 
conocimiento automático, de acción instintiva, de certeza intuitiva – y 
que mientras lo llamabas aspirar al estado de un ángel, lo que de hecho 
estabas buscando era el estado de un animal. Acepta, como tu ideal 
moral, la tarea de convertirte en hombre.
No digas que tienes miedo de confiar en 
tu mente porque sabes tan poco. ¿Estás más seguro entregándote a los 
místicos y descartando lo poco que sabes? Vive y actúa dentro del límite
 de tu conocimiento y sigue expandiéndolo hasta el límite de tu vida. 
Libera tu mente de los yugos de la autoridad. Acepta el hecho de que no 
eres omnisciente, pero que comportarte como un zombi no te dará 
omnisciencia – que tu mente es falible, pero que convertirte en un 
imbécil no te hará infalible – que un error cometido por ti es más 
seguro que diez verdades aceptadas por fe, porque lo primero te deja los
 medios para corregirlo, mientras que lo segundo destruye tu capacidad 
de distinguir la verdad del error. En vez de tu sueño de un autómata 
omnisciente, acepta el hecho de que cualquier conocimiento que el hombre
 adquiere lo adquiere por su propia voluntad y esfuerzo, y ésa es su distinción en el universo, ésa es su naturaleza, su moralidad, su gloria.
Descarta esa licencia ilimitada al mal 
que consiste en proclamar que el hombre es imperfecto. ¿Según qué 
criterio lo condenas cuando proclamas eso? Acepta el hecho de que en el 
campo de la moralidad nada menos que la perfección será suficiente. Pero
 la perfección no debe ser medida por mandamientos místicos a practicar 
lo imposible, y tu estatura moral no debe ser medida por cuestiones 
fuera de tu alcance. El hombre tiene una única opción básica: pensar o 
no pensar; y ésa es la medida de su virtud. La perfección moral es una racionalidad inquebrantable:
 no el grado de tu inteligencia, sino el pleno e implacable uso de tu 
mente; no la extensión de tu conocimiento, sino la aceptación de la 
razón como un absoluto.
Aprende a distinguir la diferencia entre
 errores de conocimiento y transgresiones de moralidad. Un error de 
conocimiento no es una falta moral, siempre que estés dispuesto a 
corregirlo; sólo un místico juzgaría a los seres humanos con el criterio
 de una omnisciencia imposible y automática. Pero una transgresión de 
moralidad es la elección consciente de una acción que sabes que es mala,
 o una evasión voluntaria de conocimiento, una suspensión de la vista y 
del pensamiento. Lo que no sabes no es una imputación moral contra ti; 
pero lo que rehúsas saber es una cuenta de infamia creciendo en tu alma.
 Concédeles todas las excusas a los errores de conocimiento, pero no 
perdones ni aceptes ninguna transgresión de moralidad. Otorga el 
beneficio de la duda a quienes buscan el saber, pero trata como 
potenciales asesinos a aquellos especímenes de depravación insolente que
 hacen demandas sobre ti, anunciando que ni tienen ni buscan razones, 
proclamando, como excusa, que “simplemente lo sienten” – o a quienes 
rechazan un argumento irrefutable diciendo: “Es sólo lógica”, lo que 
significa: “Es sólo realidad”. El único reino opuesto a la realidad es 
el reino y la premisa de la muerte.
Acepta el hecho de que lograr tu felicidad es el único objetivo moral de tu vida, y que felicidad
 – no dolor ni extravagancias irresponsables – es la prueba de tu 
integridad moral, ya que es la prueba y el resultado de tu lealtad al 
logro de tus valores. La felicidad era la responsabilidad que temías, 
ella requería el tipo de disciplina racional que no te valoraste lo 
suficiente para asumir – y la ansiosa fatiga de tus días es el monumento
 a tu evasión del conocimiento que no existe sustituto moral para la 
felicidad, que no hay cobarde más despreciable que el hombre que deserta
 la batalla por su alegría, con miedo a afirmar su derecho a la 
existencia, faltándole el valor y la lealtad a la vida que demuestran un
 pájaro, o una flor extendiéndose hacia el sol. Descarta los 
desahuciados harapos de ese vicio al que llamas virtud: la humildad – 
aprende a valorarte a ti mismo, que quiere decir: a luchar por tu 
felicidad – y cuando aprendas que el orgullo es la suma de todas las virtudes, aprenderás a vivir como un hombre.
Como medida básica de autoestima, aprende a tratar como la marca de un caníbal a la demanda de cualquier hombre por tu ayuda. Demandarla es clamar que tu vida es su propiedad
 – y por más odioso que pueda ser ese clamar, hay algo más odioso aún: 
tu consentimiento. ¿Preguntas si alguna vez es apropiado el ayudarle a 
otro hombre? No – si lo reclama como su derecho o como el deber moral 
que le debes. Sí – si tal es tu deseo, basado en tu propio placer 
egoísta y en el valor de su persona y de su lucha. El sufrimiento como 
tal no es un valor; sólo la lucha del hombre contra el sufrimiento lo 
es. Si decides ayudarle a un hombre que sufre, hazlo solamente en base a
 sus virtudes, a su esfuerzo por recuperarse, a su pasado racional, o al
 hecho de sufrir injustamente; así tu acción aún es una transacción, y 
su virtud es el pago por tu ayuda. Pero ayudarle a un hombre que no 
tiene virtudes, ayudarle sólo en base a su sufrimiento como tal, aceptar
 sus fallos, su necesidad, como una reivindicación – es aceptar
 la hipoteca de un cero sobre tus valores. Un hombre que no tiene 
virtudes es alguien que odia la existencia y actúa bajo la premisa de la
 muerte; ayudarle es premiar su maldad y respaldar su carrera de 
destrucción. Sea tan sólo un céntimo que no echarás de menos o una 
amable sonrisa que no haya merecido, el tributo a un cero es una 
traición a la vida y a todos los que luchan por mantenerla. Es de tales 
céntimos y sonrisas que la desolación de tu mundo está hecha.
No digas que mi moralidad es demasiado 
difícil de practicar y que le tienes miedo igual que le tienes miedo a 
lo desconocido. Cualesquiera que fueran los momentos vivientes que hayas
 conocido, ellos fueron vividos según los valores de mi código.
 Pero lo has asfixiado, negado y traicionado. Seguiste sacrificando a 
tus virtudes por tus vicios, y a los mejores hombres por los peores. 
Mira a tu alrededor: lo que le has hecho a la sociedad lo hiciste 
primero dentro de tu alma, una es la imagen de la otra. Esa atroz 
devastación que es ahora tu mundo es la forma física de la traición que 
cometiste con tus valores, con tus amigos, con tus defensores, con tu 
futuro, con tu país, contigo mismo.
Nosotros – a quienes ahora llamas, pero 
quienes ya no contestamos – habíamos vivido entre vosotros, pero no 
lograsteis conocernos, os negasteis a pensar y ver lo que éramos. No 
lograsteis reconocer el motor que yo inventé – y se convirtió, en vuestro mundo,
 en un montón de chatarra. No lograsteis reconocer al héroe que se 
alberga en vuestra alma – y no lograsteis reconocerme cuando pasaba a 
vuestro lado en la calle. Cuando llorabais desesperadamente por el 
espíritu inalcanzable que sentíais que había abandonado vuestro mundo, 
le disteis mi nombre, pero lo que estabais invocando era vuestra propia 
traicionada autoestima. No recuperaréis el uno sin la otra.
Cuando dejasteis de reconocer la mente 
del hombre e intentasteis gobernar a seres humanos por la fuerza – 
quienes se sometieron no tenían mente a la que renunciar; quienes sí la 
tenían eran los hombres que no se doblegan. Así, el hombre de genio 
productivo asumió en vuestro mundo el disfraz de un playboy y 
se convirtió en un destructor de riqueza, prefiriendo aniquilar su 
fortuna a cederla a vuestras armas. Así el pensador, el hombre de razón,
 asumió en vuestro mundo el papel de un pirata, para defender 
sus valores con la fuerza contra vuestra fuerza, antes que doblegarse a 
la regla de la brutalidad. ¿Me oís, Francisco d’Anconia y Ragnar 
Dannesjköld, mis primeros amigos, mis compañeros de lucha, mis colegas 
en exilio, en cuyo nombre y honor estoy hablando?
Fuimos nosotros tres quienes empezamos 
lo que yo estoy completando ahora. Fuimos nosotros tres quienes 
resolvimos vengar este país y liberar su alma aprisionada. Éste, el más 
grandioso de los países, fue construido sobre mi moralidad – 
sobre la inviolable supremacía del derecho del individuo a existir – 
pero tú temías admitirlo y ser capaz de vivir de esa forma. Contemplaste
 un logro inigualado en la historia, saqueaste sus efectos y evadiste 
sus causas. En presencia de ese monumento a la moralidad humana que es 
una fábrica, una autopista o un puente – continuaste condenando a este 
país como inmoral y a su progreso como “avaricia materialista”, 
continuaste ofreciéndole excusas por la grandeza de este país a ese 
ídolo de la miseria primordial, al ídolo de la Europa decadente: un 
leproso, místico holgazán.
Este país – el producto de la razón
 – no pudo sobrevivir bajo la moralidad del sacrificio. No fue 
construido por hombres que buscaban auto-inmolación o por hombres que 
buscaban dádivas. No pudo sustentarse sobre la brecha mística que 
divorció el alma del hombre de su cuerpo; no pudo vivir según la 
doctrina mística que maldijo esta Tierra como malvada y a los que 
triunfaban en ella como depravados. Desde su inicio, este país fue una 
amenaza para el antiguo señorío de los místicos. En la brillante 
explosión de su juventud, este país le hizo ver a un mundo incrédulo qué
 grandeza que le era posible al hombre, qué felicidad era posible en la 
Tierra. Era lo uno o lo otro: América o los místicos. Los místicos lo 
sabían, tú no. Permitiste que te infectaran con la adoración a la necesidad
 – y este país se convirtió en un gigante de cuerpo con un enano 
pedigüeño como alma, mientras su alma viviente era forzada a la 
clandestinidad para trabajar y alimentarte en silencio, sin nombre, sin 
honor, negado, su alma y héroe: el industrial. ¿Me oyes ahora, Hank 
Rearden, la mayor de las víctimas que he vengado?
Ni él ni el resto de nosotros regresará 
hasta que el camino quede libre para reconstruir este país – hasta que 
los restos de destrucción de la moralidad del sacrificio hayan sido 
eliminados de nuestro camino. El sistema político de un país se basa en 
su código de moralidad. Reconstruiremos el sistema de América sobre la 
premisa moral que había sido su fundamento, pero a la que tú trataste 
como una clandestinidad culpable en tu frenética evasión del conflicto 
entre dicha premisa y tu moralidad mística: la premisa de que el hombre 
es un fin en sí mismo, no un medio para los fines de otros; que la vida 
del hombre, su libertad, su felicidad, son suyas por derecho inalienable.
Tú, que has perdido el concepto de 
derecho, tú que vacilas en impotentes evasivas entre la reivindicación 
que derechos son un regalo de Dios, un regalo sobrenatural a ser 
aceptado por fe, o la reivindicación que derechos son un regalo de la 
sociedad, susceptibles de ser quebrantados a su arbitrario capricho – la
 fuente de los derechos del hombre no es ni la ley divina ni la ley 
parlamentaria, sino la ley de identidad. A es A – y el Hombre es el 
Hombre. Derechos son condiciones de existencia requeridas por 
la naturaleza del hombre para su supervivencia apropiada. Si el hombre 
ha de vivir en la Tierra como hombre, es lo correcto que él use su mente; es lo correcto que actúe según su propio libre albedrío; es lo correcto que trabaje por sus valores y retenga el producto de su trabajo. Si la vida en la Tierra es su objetivo, tiene el derecho
 a vivir como un ser racional: la naturaleza le prohíbe lo irracional. 
Cualquier grupo, cualquier pandilla, cualquier nación que intente negar 
los derechos del hombre es incorrecta, lo que significa: es malvada, lo que significa: es anti-vida.
Derechos son un concepto moral,
 y la moralidad es una cuestión de elección. Los hombres son libres de 
no elegir la supervivencia del hombre como el criterio de su moral y de 
sus leyes, pero no son libres de escapar del hecho de que la alternativa
 es una sociedad caníbal que existe durante un tiempo devorando a sus 
mejores y se colapsa como un cuerpo canceroso cuando los sanos han sido 
devorados por los enfermos, cuando lo racional ha sido consumido por lo 
irracional. Ése ha sido el destino de vuestras sociedades en la 
historia, pero habéis evadido el conocimiento de la causa. Yo estoy aquí
 para decirlo: el agente de retribución fue la ley de identidad, de la 
cual no podéis escapar. Así como el hombre no puede vivir por medio de 
lo irracional, tampoco pueden hacerlo dos hombres, o dos mil, o dos mil 
millones. Así como el hombre no puede tener éxito desafiando la 
realidad, tampoco puede una nación, o un país, o el globo. A es A. El 
resto es cuestión de tiempo, gentileza de la generosidad de las 
víctimas.
Así como el hombre no puede existir sin 
su cuerpo, tampoco ningún derecho puede existir sin el derecho a 
transformar a la realidad los derechos de uno – a pensar, a trabajar y a
 quedarse con los resultados – lo que significa: el derecho a la 
propiedad. Los modernos místicos del músculo, que te ofrecen la 
fraudulenta alternativa de “derechos humanos” contra “derechos de 
propiedad”, como si uno pudiera existir sin el otro, están haciendo un 
postrero y grotesco intento de revivir la doctrina de alma contra 
cuerpo. Sólo un fantasma puede existir sin propiedad material, sólo un 
esclavo puede trabajar sin derecho al producto de su esfuerzo. La 
doctrina de que los “derechos humanos” son superiores a los “derechos de
 propiedad” simplemente quiere decir que algunos seres humanos tienen 
derecho a hacer de otros su propiedad; y como el competente no tiene 
nada que ganar del incompetente, eso significa el derecho del 
incompetente a adueñarse de sus mejores y utilizarlos como ganado 
productivo. Quien considere esto como humano y justo, no tiene derecho 
al título de “humano”.
La fuente de los derechos de propiedad 
es la ley de causalidad. Toda propiedad y todas las formas de riqueza 
son producidas por la mente y el trabajo del hombre. Así como no puedes 
tener efectos sin causas, tampoco puedes tener riqueza sin su fuente: 
sin inteligencia. No puedes forzar a la inteligencia a trabajar: los que
 son capaces de pensar no trabajarán bajo compulsión; los que no lo son 
no producirán mucho más que el valor del látigo necesario para 
mantenerlos esclavizados. Tú no puedes obtener los productos de una 
mente excepto en los términos establecidos por su dueño, a través de 
intercambio y consentimiento voluntario. Cualquier otra política de los 
hombres hacia la propiedad del hombre es la política de criminales, no 
importa cuántos sean sus números. Criminales son salvajes que juegan al 
corto plazo y se mueren de hambre cuando sus presas se agotan – igual 
que tú te estás muriendo de hambre hoy, tú que creías que el crimen 
podría ser “práctico” si tu gobierno decretara que robar es legal, y 
resistirse al robo, ilegal.
El único objetivo apropiado de un 
gobierno es el de proteger los derechos del hombre, lo que significa: 
protegerlo de violencia física. Un gobierno apropiado es sólo un 
policía, actuando como un agente de autodefensa del hombre, y, como tal,
 puede recurrir a la fuerza solamente contra quienes inician
 el uso de la fuerza. Las únicas funciones adecuadas de un gobierno son:
 la policía, para protegerte de criminales; el ejército, para protegerte
 de invasores extranjeros; y los tribunales, para proteger tu propiedad y
 tus contratos de incumplimientos o fraudes de otros, y para dirimir 
disputas apelando a reglas racionales, de acuerdo con una ley objetiva. Pero un gobierno que inicia
 el uso de fuerza contra hombres que no han forzado a nadie, el uso de 
coacción armada contra víctimas desarmadas, es una espeluznante máquina 
infernal diseñada para aniquilar la moralidad; tal gobierno tergiversa 
su único propósito moral y transforma su papel de protector en el papel 
del más mortal enemigo del hombre, su papel de policía en el de un 
criminal investido con el derecho a ejercer la violencia contra víctimas
 despojadas del derecho a la autodefensa. Semejante gobierno sustituye 
por moralidad la siguiente regla de conducta social: puedes hacerle lo 
que quieras a tu prójimo, siempre que tu pandilla sea más grande que la 
suya.
Sólo un mostrenco, un iluso o un evasor 
puede aceptar existir en esos términos o estar de acuerdo en darles a 
sus semejantes un cheque en blanco sobre su vida y su mente, en aceptar 
la creencia de que otros tienen derecho a disponer de su persona a su 
antojo, que la voluntad de la mayoría es omnipotente, que la fuerza 
física de músculos y números es un substituto por justicia, realidad y 
verdad. Nosotros, los hombres de la mente, nosotros que somos 
comerciantes, no amos ni esclavos, no negociamos con cheques en blanco 
ni los otorgamos. Nosotros no vivimos ni trabajamos con ningún aspecto 
de lo no-objetivo.
Mientras los hombres, en la era del 
salvajismo, no tuvieron el concepto de realidad objetiva y creían que la
 naturaleza física estaba gobernada por el capricho de demonios 
incognoscibles – ni pensamiento, ni ciencia, ni producción fueron 
posibles. Sólo cuando los hombres descubrieron que la naturaleza era un 
absoluto firme y previsible, fueron capaces de basarse en su 
conocimiento, de elegir su camino y planear su futuro, y, poco a poco, 
salir de la caverna. Ahora vosotros habéis devuelto la 
industria moderna, con su inmensa complejidad de precisión científica, 
al poder de demonios incognoscibles – al poder imprevisible de los 
caprichos arbitrarios de furtivos y grotescos burócratas. Un agricultor 
no invertirá el esfuerzo de un estío si es incapaz de calcular las 
posibilidades de una cosecha. Pero tú esperas que los gigantes de la 
industria – que planifican en términos de décadas, invierten en términos
 de generaciones y suscriben contratos de noventa y nueve años – 
continúen funcionando y produciendo sin saber qué capricho aleatorio en 
el cráneo de qué funcionario aleatorio descenderá sobre él en qué 
momento para demoler la totalidad de su esfuerzo. Vagabundos y 
trabajadores manuales viven y hacen planes con horizontes de un día. 
Cuanto mejor la mente, más largo el plazo. Un hombre cuya visión se 
extiende a una chabola podría continuar construyendo sobre vuestras 
arenas movedizas, agarrar un beneficio rápido y salir corriendo. Un 
hombre que concibe rascacielos no lo haría. Ni destinará diez años de 
inquebrantable devoción a la tarea de inventar un nuevo producto, 
sabiendo que pandillas de entronizada mediocridad estarán manipulando 
las leyes contra él, para amarrarle, restringirle y obligarle a 
fracasar, y que aunque se enfrentara a ellos y se esforzara y tuviera 
éxito, ellos confiscarán sus recompensas y su invento.
Mira más allá del momento presente, tú 
que gimes que temes competir con hombres de inteligencia superior, que 
su mente es una amenaza a tu supervivencia, que el fuerte deja sin 
oportunidad al débil en un mercado de intercambio voluntario. ¿Qué 
determina el valor material de tu trabajo? Solamente el esfuerzo 
productivo de tu mente – si vivieras en una isla desierta. Cuanto menos 
eficiente fuese el pensamiento de tu cerebro, menos te produciría tu 
trabajo físico – y podrías pasarte la vida en una única rutina, 
recolectando una precaria cosecha o cazando con arco y flechas, incapaz 
de pensar más allá. Pero cuando vives en una sociedad racional, donde 
los hombres son libres para comerciar, recibes un incalculable 
beneficio: el valor material de tu trabajo está determinado no sólo por 
tu esfuerzo, sino por el esfuerzo de las mejores mentes productivas que 
existen en el mundo a tu alrededor.
Cuando trabajas en una fábrica moderna, 
se te paga, no sólo por tu labor, sino por todo el genio productivo que 
ha hecho esa fábrica posible: por el trabajo del industrial que la 
construyó, por el trabajo del inversor que ahorró el dinero para 
arriesgar en lo nuevo y lo no probado, por el trabajo del ingeniero que 
diseñó las máquinas cuyas palancas tú estás moviendo, por el trabajo del
 inventor que creó el producto que tú pasas el tiempo fabricando, por el
 trabajo del científico que descubrió las leyes que permitieron fabricar
 ese producto, por el trabajo del filósofo que le enseñó a los hombres 
cómo pensar y a quien tú pasas el tiempo denunciando.
La máquina, la forma congelada de una 
inteligencia viva, es el poder que expande el potencial de tu vida al 
aumentar la productividad de tu tiempo. Si trabajaras como herrero en la
 Edad Media de los místicos, la totalidad de tu capacidad productiva 
consistiría en una barra de hierro hecha por tus manos tras días y días 
de esfuerzo. ¿Cuántas toneladas de rieles produces diariamente si 
trabajas para Hank Rearden? ¿Te atreverías a afirmar que el monto de tu 
salario fue creado exclusivamente por tu trabajo físico y que esos 
rieles son el producto de tus músculos? El nivel de vida de aquel 
herrero es todo lo que tus músculos valen; el resto es un regalo de Hank
 Rearden.
Cada hombre es libre de ascender tan 
alto como sea capaz o quiera, pero sólo el nivel hasta el que piensa 
determina hasta qué nivel ascenderá. El trabajo físico como tal no puede
 extenderse más allá del momento inmediato. El hombre que no hace más 
que trabajo físico consume el material equivalente a su propia 
contribución al proceso productivo, y no deja ningún valor remanente 
para él ni para otros. Pero el hombre que produce una idea en cualquier 
campo de actividad racional – el hombre que descubre nuevo conocimiento –
 es un benefactor permanente de la humanidad. Los productos materiales 
no pueden ser compartidos, ellos le pertenecen a algún consumidor final;
 es sólo el valor de una idea el puede ser compartido con un número 
ilimitado de hombres, haciendo a todos los participantes más ricos sin 
el sacrificio ni la pérdida de nadie, aumentando la capacidad productiva
 de cualquier trabajo que ellos realicen. Es el valor de su propio 
tiempo lo que el fuerte del intelecto le transfiere a los débiles, 
dejando que trabajen en los trabajos que él descubrió mientras dedica su
 tiempo a nuevos descubrimientos. Esto es intercambio mutuo en beneficio
 mutuo; los intereses de la mente son únicos, no importa cuál sea el 
grado de inteligencia, entre hombres que desean trabajar y no buscan ni 
esperan lo inmerecido.
En proporción a la energía mental que él
 usa, el hombre que crea un nuevo invento recibe sólo un pequeño 
porcentaje de su valor en términos de pago material, no importa la 
fortuna que haga, no importan los millones que gane. Pero el hombre de 
la limpieza en la fábrica que produce ese invento recibe un pago enorme 
en proporción al esfuerzo mental que su trabajo requiere de él.
 Y lo mismo es verdad para todos los hombres intermedios, para todos los
 niveles de ambición y habilidad. El hombre en la cúspide de la pirámide
 intelectual contribuye el máximo a todos los que están debajo de él, 
pero no recibe nada excepto su pago material, no recibe ningún beneficio
 intelectual de otros para añadir al valor de su tiempo. El hombre en la
 base, quien, abandonado a su suerte, moriría de hambre en su 
desesperada ineptitud, no contribuye nada a aquellos sobre él, pero 
recibe el beneficio derivado de todos sus cerebros. Tal es la naturaleza
 de la “competición” entre el fuerte y el débil del intelecto. Tal es el
 esquema de “explotación” por el que habéis condenado al fuerte.
Ése fue el servicio que te habíamos 
proporcionado y que estábamos contentos y deseosos de dar. ¿Qué pedimos a
 cambio? Nada más que libertad. Requeríamos que nos dejaras libres para 
funcionar – libres para pensar y trabajar como decidiéramos – libres 
para asumir nuestros propios riesgos y aceptar nuestras propias pérdidas
 – libres para ganar nuestros propios beneficios y hacer nuestras 
propias fortunas – libres para apostar en tu racionalidad, para
 someter nuestros productos a tu juicio con la intención de realizar un 
intercambio voluntario, para confiar en el valor objetivo de nuestro 
trabajo y en la capacidad de tu mente de apreciarlo – libres para contar
 con tu inteligencia y tu honestidad, y tratar sólo con tu mente. Ése 
fue el precio que pedimos, que decidiste rechazar por considerarlo 
demasiado alto. Calificasteis de injusto el que nosotros, que os sacamos
 arrastrando de vuestros cuchitriles y os proporcionamos apartamentos 
modernos, radios, películas y automóviles, poseyéramos palacios y yates –
 decidisteis que vosotros teníais derecho a vuestro salario, pero nosotros
 no teníamos derecho a nuestros beneficios, que no queríais que 
tratáramos con vuestra mente, sino que tratáramos, en vez de con ella, 
con vuestra pistola. Nuestra respuesta a eso fue: “Malditos seáis”. Nuestra respuesta se hizo realidad: lo sois.
No os interesó competir en términos de 
inteligencia – ahora estáis compitiendo en términos de brutalidad. No os
 interesó permitir que las recompensas se obtuvieran por medio de una 
producción bien hecha – ahora estáis enzarzados en una carrera en la que
 las recompensas se obtienen a través de robos bien hechos. Llamasteis 
egoísta y cruel al que hombres intercambiaran valor por valor – ahora 
habéis creado una sociedad desprendida en la que se intercambia 
extorsión por extorsión. Vuestro sistema es una guerra civil legalizada,
 donde los hombres se juntan en cuadrillas unos contra otros y luchan 
por la posesión de la ley, la cual utilizan como un garrote contra sus 
rivales, hasta que otra cuadrilla se lo arrebata de su empuñe y los 
apalea a ellos con él a su vez, todos clamando excusas de un servicio a 
un bien no especificado de un público no identificado. Habíais dicho que
 no veíais ninguna diferencia entre el poder económico y el político – 
ninguna diferencia entre el poder del dinero y el de las armas – ninguna
 diferencia entre recompensa y castigo, ninguna diferencia entre compra y
 saqueo, ninguna diferencia entre placer y miedo, ninguna diferencia 
entre vida y muerte. Estáis aprendiendo la diferencia ahora.
Algunos de vosotros podríais alegar la 
excusa de vuestra ignorancia, de una mente limitada y un alcance 
limitado. Pero los malditos y más culpables de entre vosotros son los 
hombres que tenían la capacidad de saber pero prefirieron 
evadir la realidad, los hombres que se mostraron dispuestos a vender su 
inteligencia a la cínica servidumbre de la fuerza: la despreciable raza 
de esos místicos de la ciencia que profesan su devoción a algún tipo de 
“conocimiento puro” – la pureza consistiendo en su afirmación de que tal
 conocimiento no tiene aplicación práctica en este mundo – aquellos que 
reservan su lógica para la materia inanimada y creen que el tema de 
tratar con los hombres no requiere ni merece racionalidad; quienes 
desprecian el dinero y venden sus almas a cambio de un laboratorio 
conseguido por saqueo. Y puesto que no existe tal cosa como el 
“conocimiento no práctico”, ni ningún tipo de acción “desinteresada”, 
como desprecian el uso de su ciencia para el propósito y el beneficio de
 la vida, entregan su ciencia al servicio de la muerte, al único fin 
práctico que ella puede tener para los saqueadores: a  inventar armas de
 coerción y destrucción. Ellos, los intelectos que buscan escapar de 
valores morales, ellos son los malditos en esta Tierra, y suya es la culpa que no puede ser perdonada. ¿Me oyes, Dr. Robert Stadler?
Pero no es a él a quien quiero hablarle.
 Les estoy hablando a aquellos de entre vosotros que han conservado 
algún residuo soberano de su alma que no ha sido enajenado ni estampado 
con: “…a la orden de otros”. Si, en el caos de los motivos que te 
impulsaron a escuchar la radio esta noche, hubo un deseo honesto y racional
 de averiguar qué hay de malo en el mundo, tú eres el hombre a quien 
quiero dirigirme. Por las reglas y términos de mi código, se les debe 
una exposición racional a quienes les importa y están haciendo un 
esfuerzo por saber. Los que están haciendo un esfuerzo por no entenderme
 no me conciernen.
Les estoy hablando a quienes desean vivir y recapturar el honor de su alma. Ahora que sabéis la verdad sobre vuestro mundo, dejad de apoyar a vuestros propios destructores.
 La maldad del mundo es posible sólo por la aprobación que le otorgáis. 
Retirad vuestra aprobación. Retirad vuestro apoyo. No intentéis vivir en
 los términos de vuestros enemigos ni ganar en un juego en el que ellos 
dictan las reglas. No busques el favor de quienes te esclavizaron; no 
les pidas limosna a quienes te han robado, sean subsidios, préstamos o 
empleos; no te unas a su bando para recuperar lo que te han quitado, 
ayudándoles a robar a tus vecinos. Uno no puede esperar conservar su 
vida aceptando sobornos para condonar su propia destrucción. No luches 
por beneficios, triunfos o seguridad al precio de una hipoteca sobre tu 
derecho a existir. Esa hipoteca no ha de ser pagada; cuanto más les 
pagues, más exigirán; cuanto mayor sean los valores que intentes 
alcanzar, más vulnerablemente indefenso estarás. El suyo es un sistema 
de chantaje abierto ideado para desangrarte, no por medio de tus pecados, sino por medio de tu amor a la existencia.
No intentes ascender en las condiciones 
de los bandidos o subir una escalinata mientras son ellos quienes tienen
 las riendas. No permitas que sus manos toquen el único poder que los 
mantiene en el poder: tu ambición de vivir. Declárate en huelga – de la 
forma que yo lo hice. Usa tu mente y capacidad en privado; aumenta tu 
conocimiento, desarrolla tu habilidad, pero no compartas tus logros con 
otros. No intentes producir una fortuna con un saqueador cabalgando en 
tus espaldas. Mantente en el peldaño más bajo de tu escalinata, no ganes
 más que tu mínima supervivencia, no ganes un céntimo de más para apoyar
 el Estado de los saqueadores. Ya que eres un cautivo, actúa como un 
cautivo, no les ayudes a simular que eres libre.
Conviértete en el silencioso, incorruptible enemigo que ellos temen. Cuando te fuercen, obedece, pero no te ofrezcas voluntario.
 Nunca ofrezcas voluntariamente dar un paso en su dirección, ni un 
deseo, un ruego o un propósito. No le ayudes a un atracador a proclamar 
que actúa como tu amigo y benefactor. No les ayudes a tus carceleros a 
pretender que su cárcel es tu estado natural de existencia. No les 
ayudes a falsear la realidad. Esa falsificación es el único dique 
manteniendo a raya su secreto terror, el terror de saber que no son 
aptos para existir; quítalo y deja que se ahoguen; tu aprobación es su 
único salvavidas.
Si encuentras la oportunidad de 
desaparecer en algún paraje selvático fuera de su alcance, hazlo; pero 
no para existir como un bandido o formar una pandilla para competir con 
su fraudulento esquema; construye una vida productiva para ti mismo con 
quienes aceptan tu código moral y están dispuestos a luchar por una 
existencia humana. No tienes ninguna posibilidad de triunfar bajo la 
Moralidad de la Muerte o por el código de la fe y la fuerza; promulga el
 criterio en el que los honestos se acogerán: el criterio de la Vida y 
la Razón.
Actúa como un ser racional y aspira a 
convertirte en un punto de encuentro para todos aquellos que están 
hambrientos por una voz de integridad – actúa basado en tus valores 
racionales, estés solo en medio de tus enemigos o con unos cuantos de 
tus amigos escogidos, o como el fundador de una modesta comunidad en la 
frontera del renacimiento de la humanidad.
Cuando el Estado de los bandidos se 
derrumbe, despojado de los mejores de sus esclavos, cuando caiga al 
nivel de un caos impotente, como las naciones del Oriente asoladas por 
el misticismo, y se disuelva en hordas de ladrones hambrientos luchando 
por robarse entre sí – cuando los defensores de la moralidad del 
sacrificio perezcan con su último ideal – entonces y en ese día 
volveremos.
Abriremos las puertas de nuestra ciudad a
 quienes merecen entrar; una ciudad de chimeneas, tuberías, huertas, 
mercados y hogares inviolables. Actuaremos como el centro de reunión 
para tales refugios ocultos como el que tú construirás. Con el signo del
 dólar como nuestro emblema – el símbolo del mercado libre y mentes 
libres – nos moveremos para retomar este país una vez más de los 
impotentes salvajes que nunca descubrieron su naturaleza, su 
significado, su esplendor. Quienes decidan unirse a nosotros, se unirán;
 los que no lo hagan, no tendrán el poder de detenernos; hordas de 
salvajes nunca han sido un obstáculo para los hombres que enarbolan el 
estandarte de la mente.
Entonces este país una vez más se 
convertirá en un santuario para una especie en extinción: el ser 
racional. El sistema político que construiremos está contenido en una 
sola premisa moral: ningún hombre puede obtener valores de otros 
recurriendo a la fuerza física. Todo hombre se mantendrá o caerá, vivirá
 o morirá por su propio juicio racional. Si fracasa en su uso y cae, él 
será su única víctima. Si teme que su juicio es inadecuado, no se le 
dará un arma para mejorarlo. Si decide corregir sus errores a tiempo, 
dispondrá del despejado ejemplo de sus mejores como guía para aprender a
 pensar; pero se pondrá fin a la infamia de pagar con una vida por los 
errores de otra.
En ese mundo podrás levantarte cada 
mañana con el espíritu que conociste en tu niñez: ese espíritu de 
anhelo, aventura y certeza que procede de tratar con un universo 
racional. Ningún niño le teme a la naturaleza; es tu miedo a los hombres
 lo que desaparecerá, el miedo que ha paralizado tu alma, el miedo que 
adquiriste en tus primeros encuentros con lo incomprensible, lo 
impredecible, lo contradictorio, lo arbitrario, lo oculto, lo falso, lo irracional
 en los hombres. Vivirás en un mundo de seres responsables, que serán 
tan consistentes y confiables como son los hechos; la garantía de su 
carácter será un sistema de existencia en el que la realidad objetiva es
 el criterio y el juez. Tus virtudes gozarán de protección, tus vicios y
 debilidades, no. Todas las oportunidades estarán abiertas a tu bondad, 
ninguna le será dada a tu maldad. Lo que recibirás de los hombres no 
serán limosnas, ni lástima, ni piedad, ni perdón por los pecados, sino 
un único valor: justicia. Y cuando mires a los hombres o a ti mismo sentirás, no desagrado, sospecha y culpa, sino una única constante: respeto.
Tal es el futuro que eres capaz de 
ganar. Requiere un esfuerzo, como cualquier otro valor humano. Cada vida
 es un esfuerzo hacia una meta y tu única elección es la elección de la 
meta. ¿Quieres continuar la batalla de tu presente o quieres luchar por 
mi mundo? ¿Quieres proseguir una lucha que consiste en aferrarse a 
precarios salientes en un inclinado descenso hacia el abismo, una lucha 
en que las privaciones que soportas son irreversibles y las victorias 
que consigues te llevan cada vez más próximo a la destrucción? ¿O 
quieres emprender una lucha que consiste en escalar de saliente en 
saliente en un continuo ascenso hacia la cima, una lucha en que las 
dificultades son inversiones en tu futuro y las victorias te llevan 
irreversiblemente más cerca del mundo de tu ideal moral, y si por acaso 
murieras sin haber alcanzado la plena luz del sol, morirías en un nivel 
acariciado por sus rayos? Tal es la opción que te ofrezco. Que tu mente y
 tu amor por la existencia decidan.
Mis palabras finales estarán dirigidas a
 aquellos héroes que aún estén escondidos en el mundo, aquellos que 
están siendo mantenidos prisioneros, no por sus evasiones sino por sus 
virtudes y su desesperada valentía. Mis hermanos en espíritu, cotejad 
vuestras virtudes y la naturaleza de los enemigos a quienes estáis 
sirviendo. Vuestros destructores os retienen por medio de vuestra 
persistencia, vuestra generosidad, vuestra inocencia, vuestro amor – la 
persistencia que lleva sus cargas – la generosidad que responde a sus 
gritos de desesperación – la inocencia que es incapaz de concebir su 
maldad y les otorga el beneficio de cada duda, rehusando condenarlos sin
 comprender e incapaz de comprender sus motivos – el amor, vuestro amor 
por la vida, que hace que penséis que ellos son hombres y que también la
 aman. Pero el mundo de hoy es el mundo que ellos querían; la vida es el
 objeto de su odio. Abandónalos a la muerte a la que adoran. En nombre 
de tu magnífica devoción a esta Tierra, déjalos, no agotes la grandeza 
de tu alma en conseguir el triunfo de la maldad de ellos. ¿Me oyes… amor
 mío?
En nombre de lo mejor que hay en ti, no 
sacrifiques este mundo a quienes son lo peor de él. En nombre de los 
valores que te mantienen vivo, no dejes que tu visión del hombre sea 
distorsionada por lo feo, lo cobarde, lo necio que hay en los que nunca 
han merecido ser llamados hombres. No dejes de tener presente que el 
estado apropiado al hombre es una postura erguida, una mente 
intransigente y un paso que recorre caminos ilimitados. No permitas que 
tu fuego se extinga, chispa tras irremplazable chispa, en los 
desahuciados pantanos de lo aproximado, lo casi, lo todavía no, lo nunca
 jamás. No dejes que el héroe en tu alma perezca, en solitaria 
frustración, por la vida que merecías pero nunca has sido capaz de 
alcanzar. Examina tu recorrido y la naturaleza de tu batalla. El mundo 
que deseabas puede ser alcanzado, existe, es real, es posible, es tuyo.
Pero ganarlo requiere tu total 
dedicación y una ruptura total con el mundo de tu pasado, con la 
doctrina de que el hombre es un animal de sacrificio que existe para el 
placer de otros. Lucha por el valor de tu persona. Lucha por la virtud 
de tu orgullo. Lucha por la esencia de lo que es el hombre: por su 
soberana mente racional. Lucha con la radiante certeza y la absoluta 
rectitud de saber que tuya es la Moralidad de la Vida y que tuya es la 
batalla por cualquier logro, cualquier valor, cualquier grandeza, 
cualquier bondad, cualquier alegría que alguna vez haya existido sobre 
la tierra.
Vencerás cuando estés dispuesto a 
pronunciar el juramento que yo hice al comienzo de mi batalla – y para 
quienes quieran saber el día de mi retorno, lo repetiré ahora para el 
oír del mundo:
 “Juro – por mi vida y mi amor a ella – 
que jamás viviré para el provecho de otro hombre, ni le pediré a otro 
hombre que viva para el mío”.