LA REINA VICTORIA
Lytton
Strachey
Una
combinación de circunstancias determinó que en 1830 la Princesa Victoria
fuese reconocida oficialmente como presunta heredera al trono de Inglaterra.
Contaba sólo doce años de edad y era la imagen misma de la pureza y la
inocencia, con lo que representaba una esperanza de regeneración para una
monarquía desprestigiada por los escándalos protagonizados por sus últimos
titulares. Como cualquier niña, Victoria podía ser considerada un botón de
rosa; una vez crecida, cuando a su aura angelical y corta estatura añadía el
atractivo de una figura esbelta, parte de la prensa la llamó la «Rosa de
Inglaterra»; era, por demás, el partido más apetecido por las casas reinantes
de Europa. Más tarde fue reina, esposa y madre, pero la madurez apenas hizo
mella en el aire de virginidad moral que conservó prácticamente hasta su
muerte. Un aire sin duda sincero y del todo conforme a su talante más
íntimo, pero también un capital político del que supo obtener provecho. La
propia Victoria atribuyó gran parte de su popularidad al modelo de doméstica
virtud que ofreció a un país por entonces ávido de ejemplos (e inundado durante
buena parte del siglo XIX por una oleada de romanticismo y sentimentalismo).
Ésta es una de las facetas que destacan en la notable biografía escrita por el
escritor inglés Lytton Strachey (1880-1932), miembro del grupo Bloomsbury.
Victoria
fue criada en un ambiente recoleto y casi exclusivamente femenino además de
germanizante, y a quienes la conocieron en la adolescencia causaba impresión de
personilla tan simple y piadosa que “parecía
hija de párroco alemán”. Sin embargo, satisfizo a todos cuantos
pudieron verla el día de la ceremonia de coronación –en 1838- por su pasmosa
dignidad, y a muchos por la sensatez con que se condujo en sus primeras
intervenciones oficiales.
Muy
pronto se manifestó como persona resuelta y vehemente, consciente además
de sí misma y de su rango. En asuntos de gobierno hizo gala de «instintos de hombre de
negocios». Una de las damas de su entorno la caracterizó como mujer
dotada de un filamento de acero, definición que Strachey suscribe con
entusiasmo. Ejemplo temprano de su firmeza fue el que no dudara en frenar los
intentos de intervenir en el manejo de la política exterior británica por parte
de su querido tío Leopoldo (rey de Bélgica y un verdadero padre sustituto para
ella).
A
poco de asumir como Primer Ministro, Benjamin Disraeli dio en llamarla «Reina
de las Hadas»; el célebre político y escritor quedó encantado de la vivacidad
de la diminuta monarca. El encantamiento fue recíproco, y el tono más que
amistoso, romántico de sus relaciones se mantuvo hasta el final. Desde luego,
Disraeli supo del temple de Victoria: el «Hada» tenía dientes y garras (la
rosa, espinas). Entre los pasajes más notables del libro me han parecido los
relativos al trato de la reina con los sucesivos Primeros Ministros, en el que
se comportó con bastante volubilidad. Por lo mismo que aborrecía hasta la sola
insinuación del cambio en todo orden de cosas, la alternancia de los partidos whig y tory en la
conducción del país la azoraba una enormidad, y recelaba de cada uno de los
nuevos jefes de gobierno. Pero, por lo general, pronto aprendía a apreciar sus
respectivas cualidades, incluso a parecerle imposible el trato con otro Primer
Ministro que no fuese el de turno.
Afirma
Strachey que Victoria fue «el
símbolo viviente del triunfo de la clase media»; su pronunciada
afinidad con los gustos de esta clase, aunque amplificados según su propia
posición, impuso un sello burgués a su prolongado reinado. Con todo, la
mentalidad de Victoria se caracterizó por un pertinaz conservadurismo: jamás
profesó demasiada simpatía para con las reformas liberales y las ideas
mesocráticas, el feminismo –por ejemplo- le parecía una espantable aberración,
y en distintas aristas de su conducta y personalidad no podía ser sino una
genuina aristócrata.
A
despecho de su fuerte personalidad, el poder de la Corona declinó de modo
sostenido a partir de 1861, alcanzando al final de la era victoriana lo que
hasta entonces era su punto más bajo en la historia de Inglaterra. Strachey
concibe como factor clave en este proceso -no el único- el fallecimiento del
príncipe consorte, Alberto, ocurrido precisamente en dicho año. La influencia
de Alberto fue decisiva en el manejo de los asuntos públicos, fortaleciendo de
paso la potestad del trono. Tras su deceso, Victoria abandonó el rol pasivo y
marginal al que gustosamente se había sometido, no obstante lo cual fue
incapaz de obstruir la paulatina liberalización de las instituciones
políticas.
Por
cierto que Alberto (alemán de nacimiento y primo de Victoria) ocupa un lugar
destacado en el libro. Interesante semblanza y consideración de su rol público:
de joven indolente al que la política resultaba del todo extraña, pasó a
ejercer en esta esfera un papel laborioso y eficaz, convirtiéndose no sólo en
administrador competente sino en artífice del poder real. Su muerte significó
un duro trance para Victoria, que optó por una voluntaria reclusión; durante
mucho tiempo su contacto con el público se limitó a las contadas ocasiones
exigidas por el protocolo. Idealizó a su adorado Alberto e hizo un culto de su
memoria, conduciéndose en adelante bajo la divisa de honrar los ideales y los
gustos de su fallecido esposo. Las residencias reales y sobre todo las
habitaciones de Alberto se convirtieron en auténticos santuarios. (Fue
esta una «operación de embalsamamiento» -la expresión es del historiador Simon
Schama- que alcanzó rango oficial y que a la larga produjo un hastío
generalizado.) La vida de Victoria se encaminó en una «eterna y deliciosa repetición
de acontecimientos absolutamente triviales», sólo interrumpida por
las labores oficiales que nunca descuidó; a ellas destinaba largas horas,
mecánicamente programadas. Finalmente, a edad avanzada abandonó su relativa
reclusión; si por entonces era de (casi) todos respetada, con sus apariciones
en público y el rigor moral de su vida concitó universal estimación. Para sus
complacidos súbditos, Victoria se erigió en la personificación del boyante
Imperio Británico, al tiempo que el prestigio de la corona –que no su poder
efectivo- adquiría niveles casi místicos.
Se
trata de un libro escrito con un esmerado equilibrio entre compromiso emocional
y distanciamiento, en que los toques de ironía contrastan con el tono
admirativo. El énfasis de la biografía está puesto en la dimensión pública del
personaje. Si he de fiarme en la traducción (en mi caso, la de Editorial
Sudamericana, año 2000) y en la fama del autor, debo decir que el libro me ha
parecido formalmente impecable además de entretenido. Una lectura en verdad
gratísima.
Rodrigo
-
Lytton Strachey, La
reina Victoria.
Lumen, Barcelona, 2008. 400 pp.