11 mayo, 2017

La rebelión de Atlas - Ayn Rand

Excelente obra de Alisa Zinóvievna Rosenbaum, nombre real de la autora, donde se plasma el pensamiento filosófico del objetivismo. Se trata de una novela escrita en 1957 que plantea una sociedad dividida en dos grupos, los saqueadores y los productores, por así llamarlos, donde los primeros viven gracias a los esfuerzos de los segundos. Los segundos, creadores, trabajadores, mentes brillantes que llevan adelante el progreso y el impulso de la sociedad cumplen con su "deber moral", el cual será desafiado por John Galt, un personaje de lo más cautivante.
Realmente, esta novela debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas secundarias. No dejes de disfrutarla. Se plantea la legitimidad de los derechos que entregan las necesidades, ¿son realmente válidos?, ¿en base a qué verdad moral?
No te voy a mentir, es un libro largo y algunos tramos se pone un poco pesado, pero los diálogos y monólogos son exquisitos.
Dejo, a continuación, el discurso que John Galt realiza a toda la sociedad llegando al final de la obra, por si te interesa. De todas formas, lee el libro.

Durante doce años os habéis preguntado: ¿Quién es John Galt? Soy John Galt quien habla. Soy el hombre que ama su vida. Soy el hombre que no sacrifica su amor o sus valores. Soy el hombre que os ha privado de víctimas y de esa forma ha destruido vuestro mundo; y, si queréis saber por qué estáis pereciendo – vosotros, que le teméis al conocimiento – yo soy el hombre que ahora os lo va a decir...
Habéis oído decir que esta es una época de crisis moral. Lo has dicho tú mismo, en parte con miedo, en parte esperando que esas palabras carecieran de sentido. Habéis clamado que los pecados del hombre están destruyendo el mundo y habéis maldecido la naturaleza humana por resistirse a practicar las virtudes que exigíais. Como la virtud, para vosotros, consiste en sacrificio, habéis exigido más sacrificios tras cada nuevo desastre. En nombre de un regreso a la moralidad, habéis sacrificado todas las maldades que considerabais la causa de vuestras desgracias. Habéis sacrificado la justicia a la piedad. Habéis sacrificado la independencia a la unidad. Habéis sacrificado la razón a la fe. Habéis sacrificado la riqueza a la necesidad. Habéis sacrificado la autoestima a la auto-negación. Habéis sacrificado la felicidad al deber.
Habéis destruido todo lo que considerabais malo y conseguido todo lo que considerabais bueno. ¿Por qué, entonces, os estremecéis horrorizados al ver el mundo a vuestro alrededor? Ese mundo no es el producto de vuestros pecados, es el producto y la imagen de vuestras virtudes. Es vuestro ideal moral hecho realidad en su total y absoluta perfección. Habéis luchado por él, habéis soñado con él, lo habéis deseado, y yo – yo soy el hombre que os ha concedido vuestro deseo.
Vuestro ideal tenía un enemigo implacable que vuestro código moral fue diseñado para destruir. He retirado a ese enemigo. Lo he apartado de vuestro camino y de vuestro alcance. He retirado la fuente de todos esos males que estabais sacrificando uno a uno. He puesto fin a vuestra batalla. He parado vuestro motor. He privado a vuestro mundo de la mente del hombre.
¿Los hombres no viven por la mente, decís? He retirado a los que sí lo hacen. ¿La mente es impotente, decís? He retirado a aquéllos cuya mente no lo es. ¿Hay valores mayores que la mente, decís? He retirado a aquéllos para quienes no los hay.
Mientras arrastrábais a vuestros altares de sacrificio a los hombres de justicia, de independencia, de razón, de riqueza, de autoestima – yo os gané, llegué a ellos primero. Les conté la naturaleza del juego que practicabais y la naturaleza de ese vuestro código moral que ellos habían sido demasiado inocentes y  generosos para comprender. Les mostré cómo vivir con otra moralidad – la mía. Es la mía la que decidieron seguir.
Todos los hombres que han desaparecido, los hombres que odiabais y a la vez temíais perder, soy yo quien os los ha arrebatado. No intentéis hallarnos – no queremos ser hallados. No gritéis que es nuestro deber serviros – no reconocemos tal deber. No lloréis que nos necesitáis – no consideramos la necesidad una prerrogativa. No lloréis que os pertenecemos – no es así. No nos imploréis que regresemos. Estamos en huelga, nosotros, los hombres de la mente.
Estamos en huelga contra la autoinmolación. Estamos en huelga contra el credo de recompensas inmerecidas y de deberes sin recompensa. Estamos en huelga contra el dogma que el buscar la propia felicidad es malo. Estamos en huelga contra la doctrina que vida es culpa.
Hay una diferencia entre nuestra huelga y todas las que habéis practicado durante siglos: nuestra huelga consiste, no en hacer demandas sino en otorgarlas. Somos malvados, según vuestra moralidad; hemos decidido no perjudicaros más. Somos inútiles, según vuestra economía; hemos decidido no explotaros más. Somos peligrosos y debemos ser encadenados, según vuestra política; hemos decidido dejar de poneros en peligro, y ya no toleramos más cadenas. Somos sólo una ilusión, según vuestra filosofía; hemos decidido no ofuscaros más y os hemos dejado libres para enfrentar la realidad – la realidad que anhelabais, el mundo como lo veis ahora, un mundo sin mente.
Os hemos concedido todo lo que demandasteis de nosotros, nosotros quienes siempre fuimos los generosos pero sólo ahora lo hemos entendido. No tenemos demandas que presentaros, ni condiciones que negociar, ni tratos que alcanzar. No tenéis nada que ofrecernos. No os necesitamos.
¿Estáis ahora gimiendo: No, esto no era lo que queríais? ¿Un mundo sin mente y en ruinas no era vuestra meta? ¿No queríais que os abandonáramos? Ah, caníbales morales, yo sé que siempre habéis sabido qué era lo que queríais. Pero vuestra jugada se acabó, porque ahora nosotros también lo sabemos.
Durante siglos de plagas y calamidades provocadas por vuestro código de moralidad, habéis clamado que vuestro código había sido quebrantado, que las plagas eran el castigo por quebrantarlo, que los hombres eran demasiado débiles y demasiado egoístas para derramar toda la sangre necesaria. Maldijisteis al hombre, maldijisteis la existencia, maldijisteis esta Tierra, pero nunca osasteis cuestionar vuestro código. Vuestras víctimas asumieron la culpa y continuaron luchando, con vuestras injurias como recompensa de su martirio – mientras seguíais clamando que vuestro código era noble pero la naturaleza humana no era lo suficientemente buena para practicarlo. Y nadie se alzó para hacer la pregunta: ¿Buena? – ¿Según qué estándar, qué norma, qué criterio?
Queríais saber la identidad de John Galt. Yo soy el hombre que ha hecho esa pregunta.
Sí, ésta es una época de crisis moral. Sí, estáis siendo castigados por vuestra maldad. Pero no es el hombre quien está ahora siendo juzgado y no será la naturaleza humana la responsable. Es vuestro código moral el que está acabado, de una vez por todas. Vuestro código moral ha alcanzado su clímax, el callejón sin salida al final de su curso. Y si deseáis continuar viviendo, lo que ahora necesitáis no es volver a la moralidad – vosotros, que nunca la habéis conocido – sino descubrirla.
Los únicos conceptos de moralidad de los que habéis oído hablar son el místico o el social. Os han enseñado que la moralidad es un código de conducta impuesto en ti por capricho, el capricho de un poder sobrenatural o el capricho de la sociedad, para servir el propósito de Dios o el bienestar de tu prójimo, para complacer a una autoridad más allá de la tumba o en la casa de al lado – pero no para servir tu vida o placer. Tu placer, te han enseñado, hay que encontrarlo en la inmoralidad, tus intereses estarían mejor servidos por el mal, y cualquier código moral debe ser diseñado no para ti, sino contra ti, no para perpetuar tu vida sino para desangrarla.
Durante siglos, la batalla de la moralidad se libró entre los que proclamaban que tu vida le pertenece a Dios y los que proclamaban que le pertenece a tus vecinos – entre los que predicaban que el bien es auto-sacrificio para el provecho de fantasmas en el cielo y los que predicaban que el bien es auto-sacrificio para el provecho de incompetentes en la Tierra. Y nadie vino a decir que tu vida te pertenece a ti y que el bien es vivirla.
Ambos lados estaban de acuerdo en que la moralidad exige la abdicación de tu propio interés y de tu mente, que lo moral y lo práctico son opuestos, que la moralidad no es el ámbito de la razón, sino el ámbito de la fe y la fuerza. Ambos lados estaban de acuerdo en que la moralidad racional no es posible, que no hay bien ni mal en la razón – que en la razón no hay razón para ser moral.
No importa contra qué otras cosas lucharan, fue la mente del hombre contra la que todos tus moralistas se unieron. Fue la mente del hombre la que todos sus esquemas y sistemas estaban diseñados a despojar y destruir. Ahora escoge: perecer, o aprender que lo anti-mente es lo anti-vida.
La mente del hombre es su herramienta básica de supervivencia. La vida se le da, la supervivencia no. Su cuerpo se le da, el sustento de éste no. Su mente se le da, el contenido de ésta no. Para permanecer vivo ha de actuar, y antes de poder actuar tiene que conocer la naturaleza y el propósito de su acción. No puede obtener su alimento sin un conocimiento de lo que es alimento y de la manera de obtenerlo. No puede cavar una zanja – o construir un ciclotrón – sin un conocimiento de su objetivo y de los medios de conseguirlo. Para permanecer vivo, tiene que pensar.
Pero pensar es un acto de elección. La clave de lo que tan frívolamente llamáis la “naturaleza humana”, el secreto a voces con el que vivís pero que teméis nombrar, es el hecho que el hombre es un ser de consciencia volitiva. La razón no funciona automáticamente; pensar no es un proceso mecánico; las conexiones de lógica no se hacen por instinto. La función de tu estómago, tus pulmones o tu corazón es automática, la función de tu mente no lo es. En cualquier hora y circunstancia de tu vida eres libre de pensar o de evadir ese esfuerzo. Pero no eres libre de escapar de tu naturaleza, del hecho que la razón es tu medio de supervivencia – así que para ti, que eres un ser humano, la cuestión “ser o no ser” es la cuestión “pensar o no pensar”.
Un ser de consciencia volitiva no posee un curso automático de conducta. Necesita un código de valores que guíe sus acciones. “Valor” es lo que uno actúa para obtener y/o conservar, “virtud” es la acción por la cual uno lo obtiene y lo conserva. “Valor” presupone una respuesta a la pregunta: ¿de valor para quién y para qué? “Valor” presupone un criterio, un objetivo y la necesidad de acción frente a una alternativa. Donde no hay alternativas no hay valores posibles.
Sólo hay una alternativa fundamental en el universo: existencia o no-existencia – y tiene que ver con una única clase de entidades: con organismos vivos. La existencia de la materia inanimada es incondicional, la existencia de la vida no lo es: depende de un curso específico de acción. La materia es indestructible, cambia sus formas pero no puede cesar de existir. Sólo un organismo vivo enfrenta una constante alternativa: la cuestión de vida o muerte. La vida es un proceso de acción auto-sustentada y auto-generada. Si un organismo fracasa en esa acción, muere; sus elementos químicos perduran, pero su vida abandona la existencia. Sólo el concepto de “Vida” hace posible el concepto de “Valor”. Sólo para una entidad viva pueden las cosas ser buenas o malas.
Una planta ha de alimentarse para poder vivir; la luz del sol, el agua, los elementos químicos que necesita son los valores que su naturaleza ha establecido para que los alcance; su vida es la norma, el criterio de valor rigiendo sus acciones. Pero una planta no tiene opción en cuanto a esa acción; hay alternativas en las condiciones que encuentra pero no hay alternativa en su función: actúa automáticamente para prolongar su vida, no puede actuar en su propia destrucción.
Un animal está equipado para sustentar su vida; sus sentidos le proporcionan un código automático de acción, un conocimiento automático de lo que es bueno o malo para él. No tiene el poder de extender su conocimiento ni de evadirlo. En circunstancias donde su conocimiento resulta inadecuado, perece. Pero mientras siga vivo, actuará basado en su conocimiento, con seguridad automática y sin el poder de elección, incapaz de ignorar su propio bien, incapaz de decidir escoger el mal y actuar como su propio destructor.
El hombre no tiene un código de supervivencia automático. Su particular diferencia con todas las demás especies vivientes es la necesidad de actuar enfrentando alternativas por medio de elección volitiva. Él no tiene un conocimiento automático de lo que es bueno o malo para él, de qué valores su vida depende, qué curso de acción ella requiere. ¿Habláis entre dientes de un instinto de auto-preservación? Un instinto de auto-preservación es precisamente lo que el hombre no posee. Un “instinto” es una forma infalible y automática de conocimiento. Un deseo no es un instinto. Un deseo de vivir no os da el conocimiento necesario para vivir. E incluso el deseo de vivir del hombre no es automático: vuestra secreta maldad hoy es que ése es el deseo que no albergáis. Vuestro miedo a la muerte no es amor a la vida y no os dará el conocimiento necesario para conservarla. El hombre ha de obtener su conocimiento y elegir sus acciones a través de un proceso de pensamiento, el cual la naturaleza no le obligará a realizar. El hombre tiene el poder de actuar como su propio destructor – y es así como ha actuado durante la mayor parte de su historia.
Una entidad viva que considerase malvados sus medios de supervivencia, no sobreviviría. Una planta que se esforzase por mutilar sus raíces o un pájaro que luchase por quebrar sus alas no permanecerían mucho tiempo en la existencia que estarían afrontando. Pero la historia del hombre ha sido una lucha por negar y destruir su mente.
El hombre ha sido llamado un ser racional, pero la racionalidad es una cuestión de elección – y la alternativa que su naturaleza le ofrece es: ser racional o animal suicida. El hombre tiene que ser hombre – por elección; tiene que mantener su vida como un valor – por elección; tiene que aprender a sustentarla – por elección; tiene que descubrir los valores que ella requiere y practicar sus virtudes – por elección.
Un código de valores aceptado por elección es un código de moralidad.
Quienquiera que seas, tú que me estás oyendo, le hablo a lo que aún quede sin corromper en tu interior, a lo que quede de humano, a tu mente, y digo: Existe una moralidad de la razón, una moralidad apropiada para el hombre, y la Vida del Hombre es su referencia, su criterio de valor.
Todo lo que es apropiado para la vida de un ser racional es lo bueno; todo lo que la destruye es lo malo.
La vida del hombre, como requiere su naturaleza, no es la vida de un salvaje insensato, de un rufián saqueador o de un místico gorrón, sino la vida de un ser pensante – no la vida por medio de fuerza o fraude, sino la vida por medio de logros – no la supervivencia a cualquier precio, pues sólo hay un precio que paga por la supervivencia del hombre: la razón.
La vida del hombre es el criterio de moralidad, pero tu propia vida es tu objetivo. Si la existencia en la Tierra es tu objetivo, debes elegir tus acciones y valores de acuerdo con el criterio de lo que es apropiado para el hombre – con el fin de preservar, enriquecer y disfrutar el irremplazable valor que es tu vida.
Dado que la vida requiere un curso específico de acción, cualquier otro curso la destruirá. Un ser que no considera su propia vida como el motivo y el objetivo de sus acciones, está actuando bajo el motivo y el criterio de la muerte. Tal ser es una monstruosidad metafísica, luchando por oponer, negar y contradecir el hecho de su propia existencia, corriendo ciegamente desenfrenado por una senda de destrucción, capaz sólo de dolor.
La felicidad es el estado de éxito en la vida, el dolor es un agente de la muerte. La felicidad es ese estado de consciencia que procede de alcanzar los valores de uno. Una moralidad que se atreve a decirte que encuentres felicidad en renunciar a tu felicidad – que valores el fracaso de tus valores – es una insolente negación de la moralidad. Una doctrina que te ofrece como ideal el papel de un animal expiatorio buscando ser inmolado en los altares de otros, te está dando la muerte como tu criterio. Por la gracia de la realidad y la naturaleza de la vida, el hombre – cada hombre – es un fin en sí mismo, existe por su propio beneficio, y alcanzar su felicidad es su más alto objetivo moral.
Pero ni vida ni felicidad pueden obtenerse persiguiendo antojos irracionales. Así como el hombre es libre de intentar sobrevivir de cualquier manera al azar pero perecerá a menos que viva como su naturaleza requiere, también es libre de buscar su felicidad a través de cualquier fraude insensato, pero la tortura de la frustración es todo lo que hallará a menos que busque la felicidad apropiada al hombre. El objetivo de la moralidad es enseñarte, no a sufrir y a morir, sino a disfrutar y a vivir.
Barre de en medio a esos parásitos de aulas subvencionadas que viven de los beneficios de la mente de otros y proclaman que el hombre no necesita moralidad, ni valores, ni código de conducta. Ellos, que se hacen pasar por hombres de ciencia y afirman que el hombre es sólo un animal, ni siquiera le conceden la inclusión en la ley de la existencia como le han concedido al más insignificante de los insectos. Ellos reconocen que cada especie viviente tiene un modo de supervivencia exigido por su naturaleza, ellos no declaran que un pez pueda vivir fuera del agua o que un perro pueda vivir sin su sentido del olfato – pero el hombre, afirman, el más complejo de los seres, el hombre puede sobrevivir de cualquier manera, el hombre no tiene identidad, ni naturaleza, y no hay ninguna razón práctica por la que él no pueda vivir con sus medios de supervivencia destruidos, con su mente coartada y colocada a disposición de las órdenes que a ellos se les ocurra dar.
Barre de en medio a esos místicos consumidos por el odio, que se hacen pasar por amigos de la humanidad y predican que la mayor virtud que el hombre puede practicar es el considerar su propia vida como sin valor. ¿Te dicen que el objetivo de la moralidad es cohibir el instinto de auto-preservación del hombre? Es justamente para la auto-preservación para lo que el hombre necesita un código de moralidad. El único hombre que desea ser moral es el hombre que desea vivir.
No, no tienes que vivir; es tu acto básico de elección; pero si eliges vivir, has de vivir como un hombre – por medio del trabajo y el criterio de tu mente.
No, no tienes que vivir como un hombre; es un acto de elección moral. Pero no puedes vivir como más nada – y la alternativa es ese estado de muerte viviente que ahora ves dentro de ti y a tu alrededor, el estado de una cosa no apta para la existencia, que ya ni es humana y ni siquiera animal, una cosa que sólo conoce el dolor y se arrastra a lo largo de sus años en la agonía de una irreflexiva auto-destrucción.
No, no tienes que pensar; es un acto de elección moral. Pero alguien tuvo que pensar para mantenerte vivo; si eliges evadir, estás evadiendo la existencia y le pasas la cuenta a algún hombre moral, esperando que él sacrifique su bondad para permitirte que tú sobrevivas a través de tu maldad.
No, no tienes que ser un hombre; pero hoy quienes lo son ya no están. He retirado vuestros medios de supervivencia – vuestras víctimas.
Si deseáis saber cómo lo he hecho y qué les dije para hacer que desertaran, lo estáis oyendo ahora. Les dije, en esencia, lo que estoy diciendo ahora. Ellos eran hombres que habían vivido por mi código pero no se habían percatado de la gran virtud que ello representaba. Les abrí los ojos. Les proporcioné, no una reevaluación, sino tan sólo una identificación de sus valores.
Nosotros, los hombres de la mente, estamos ahora en huelga contra vosotros en nombre de un único axioma, que es la raíz de nuestro código moral, así como la raíz del vuestro es el deseo de escapar de él: el axioma que la existencia existe.
La existencia existe – y el acto de comprender esa afirmación implica dos axiomas corolarios: que algo existe que uno percibe, y que uno existe poseyendo consciencia, consciencia siendo la facultad de percibir lo que existe.
Si nada existe no puede haber consciencia: una consciencia sin nada de lo que ser consciente es una contradicción. Una consciencia consciente sólo de ella misma es una contradicción: antes de poder identificarse como consciencia, tuvo que ser consciente de algo. Si lo que alegas percibir no existe, lo que posees no es consciencia.
Sea cual sea el grado de tu conocimiento, estos dos – existencia y consciencia – son axiomas que no puedes escapar, estos dos son los puntos de partida irreducibles en cualquier acción que emprendas, en cualquier parte de tu conocimiento y en su totalidad, desde el primer rayo de luz que percibes al inicio de tu vida a la más vasta erudición que puedas adquirir a su término. Conozcas la forma de una piedra o la estructura de un sistema solar, los axiomas permanecen los mismos: que ello existe y que tú lo sabes.
Existir es ser algo, a distinguir de la nada de la no-existencia, es ser una entidad de una naturaleza específica hecha de atributos específicos. Siglos atrás, el hombre que fue – no importan sus errores – el mayor de vuestros filósofos, estableció la fórmula definiendo el concepto de existencia y la regla de todo conocimiento: A es A. Una cosa es ella misma. Nunca habéis comprendido el significado de esa afirmación. Yo estoy aquí para completarla: Existencia es Identidad, Consciencia es Identificación.
Independientemente de lo que decidas considerar, sea un objeto, un atributo o una acción, la ley de identidad sigue siendo la misma. Una hoja no puede ser una piedra al mismo tiempo, no puede ser toda roja y toda verde al mismo tiempo, no puede congelarse y arder al mismo tiempo. A es A. O, si deseas que sea formulado en un lenguaje más simple: No puedes tener un pastel y comértelo al mismo tiempo.
¿Quieres saber lo que está mal con el mundo? Todos los desastres que han asolado a tu mundo proceden de la tentativa de tus líderes a evadir el hecho que A es A. Toda la perversidad oculta que temes enfrentar dentro de ti y todo el sufrimiento que has padecido proceden de tu propia tentativa de evadir el hecho que A es A. El objetivo de quienes te enseñaron a evadirlo fue hacerte olvidar que el Hombre es el Hombre.
El hombre no puede sobrevivir a menos que lo haga adquiriendo conocimiento, y la razón es su único medio para adquirirlo. La razón es la facultad que percibe, identifica e integra el material provisto por sus sentidos. La tarea de sus sentidos es darle la evidencia de la existencia, pero la tarea de identificarla pertenece a su razón; sus sentidos le dicen sólo que algo es, pero qué es debe ser aprendido por su mente.
Todo acto de pensar es un proceso de identificación e integración. El hombre percibe una mancha de color; al integrar la evidencia de su vista y su tacto, aprende a identificarla como un objeto sólido; aprende a identificar el objeto como una mesa; aprende que la mesa está hecha de madera; aprende que la madera está hecha de células, que las células están hechas de moléculas, que las moléculas están hechas de átomos. A través de todo este proceso, la tarea de su mente consiste en respuestas a una única pregunta: ¿Qué es? Su medio para establecer la veracidad de sus respuestas es la lógica, y la lógica descansa sobre el axioma que la existencia existe. Lógica es el arte de identificación no-contradictoria. Una contradicción no puede existir. Un átomo es él mismo, e igual con el universo; ninguno de ellos puede contradecir su propia identidad; ni puede una parte contradecir el todo. Ningún concepto que el hombre forme es válido a menos que lo integre sin contradicción con la suma total de su conocimiento. Llegar a una contradicción es confesar un error en el propio pensamiento; mantener una contradicción es abdicar de la propia mente y desterrarse a sí mismo del reino de la realidad.
La realidad es lo que existe; lo irreal no existe; lo irreal es meramente esa negación de la existencia que es el contenido de una consciencia humana cuando intenta abandonar la razón. La verdad es el reconocimiento de la realidad; la razón, el único medio de conocimiento del hombre, es su único criterio de la verdad.
La frase más depravada que ahora puedes proferir es preguntar: ¿La razón de quién? La respuesta es: La tuya. No importa lo vasto o lo modesto que sea tu conocimiento, es tu propia mente la que tiene que adquirirlo. Es sólo con tu propio conocimiento con el que puedes tratar. Es sólo tu propio conocimiento el que puedes argüir poseer, o pedirles a otros que consideren. Tu mente es tu único juez de la verdad – y si otros disienten de tu veredicto, la realidad es el tribunal de apelación final. Nada más que la mente de un hombre puede realizar ese complejo, delicado y crucial proceso de identificación que es pensar. Nada puede guiar ese proceso sino su propio criterio. Nada puede guiar su criterio sino su integridad moral.
Vosotros, que habláis de un “instinto moral” como si se tratara de algún don diferente y opuesto a la razón – la razón del hombre es su facultad moral. Un proceso de razón es un proceso de constante elección en respuesta a la pregunta: ¿Verdadero o Falso? – ¿Correcto o incorrecto? Una semilla tiene que ser plantada en la tierra para poder crecer – ¿Correcto o incorrecto? La herida de un hombre tiene que ser desinfectada para salvar su vida – ¿Correcto o incorrecto? La naturaleza de la electricidad atmosférica permite que sea convertida en energía cinética – ¿Correcto o incorrecto? Son las respuestas a preguntas como esas las que os dieron todo lo que tenéis, y las respuestas vinieron de la mente de un hombre, una mente de devoción intransigente a aquello que es lo correcto.
Un proceso racional es un proceso moral. Puedes cometer un error en cualquiera de los pasos, sin nada que te proteja excepto tu propia severidad, o puedes intentar engañar, falsear la evidencia y evadir el esfuerzo de la misión – pero si devoción a la verdad es la piedra angular de la moralidad, entonces no existe mayor, más noble y más heroica forma de devoción que el acto de un hombre asumiendo la responsabilidad de pensar.
Eso que llamas tu alma o espíritu es tu consciencia, y lo que llamas “libre albedrío” es la libertad de tu mente de pensar o no, la única voluntad que tienes, tu única libertad, la elección que controla todas las otras elecciones que hagas y que determina tu vida y tu carácter.
Pensar es la única virtud cardinal del hombre, de la cual todas las demás proceden. Y su único vicio, el origen de todos sus males, es ese acto innombrable que todos practicáis, pero que os afanáis en nunca admitir: el acto de evadir, de dejar la mente en blanco, la suspensión deliberada de la propia consciencia, el negarse a pensar – no ceguera, sino rehusar ver; no ignorancia, sino rehusar conocer. Es el acto de desenfocar vuestra mente e inducir una niebla interna para escapar la responsabilidad de juzgar – en la premisa implícita de que una cosa no existirá simplemente si te niegas a identificarla, que A no será A mientras tú no pronuncies el veredicto “Existe”. El no pensar es un acto de aniquilación, un deseo de negar la existencia, una tentativa de aniquilar la realidad. Pero la existencia existe; la realidad no puede ser destruida, ella simplemente destruirá al destruidor. Al rehusar decir “Existe”, estás rehusando a decir: “Yo existo”. Al suspender tu juicio, estás negando tu persona. Cuando un hombre dice: “¿Quién soy yo para saber?” – está diciendo: “¿Quién soy yo para vivir?”
Ésta, en cada hora y en cada asunto, es tu básica opción moral: pensar o no pensar, existencia o no-existencia, A o no-A, entidad o cero.
En la medida en que un hombre es racional, la vida es la premisa rigiendo sus acciones. En la medida en que es irracional, la premisa rigiendo sus acciones es la muerte.
Vosotros, que parloteáis que la moralidad es social y que el hombre no necesitaría moralidad en una isla desierta – es en una isla desierta donde más la necesitaría. Que pretenda, cuando no hay víctimas para pagar por ello, que una roca es una casa, que la arena es ropa, que la comida le caerá en su boca sin causa ni esfuerzo, que recolectará una cosecha mañana si devora su stock de semillas hoy – y la realidad lo obliterará, como se merece; la realidad le enseñará que la vida es un valor que hay que comprar y que pensar es la única moneda lo suficientemente noble para comprarla.
Si yo hablara vuestro tipo de lenguaje, diría que el único mandamiento moral del hombre es: Pensarás. Pero un “mandamiento moral” es una contradicción. Lo moral es lo escogido, no lo forzado; lo comprendido, no lo obedecido. Lo moral es lo racional, y la razón no acepta mandamientos.
Mi moralidad, la moralidad de la razón, está contenida en un solo axioma: la existencia existe – y en una sola elección: vivir. El resto procede de éstos. Para vivir, el hombre debe postular tres cosas como los valores supremos y gobernantes de su vida: Razón – Objetivo – Autoestima. Razón, como su única herramienta de conocimiento – Objetivo, como su compromiso con la felicidad que esa herramienta debe proceder a alcanzar – Autoestima, como la inviolable certeza de que su mente es competente para pensar y su persona es digna de felicidad, o sea: digna de vivir. Estos tres valores implican y requieren todas las virtudes del hombre, y todas ellas tienen que ver con la relación entre existencia y consciencia: racionalidad, independencia, integridad, honestidad, justicia, productividad, orgullo.
Racionalidad es el reconocimiento del hecho que la existencia existe, que nada puede alterar la verdad y nada puede tener precedente sobre ese acto de percibirla, que es pensar – que la mente es el único juez de valores de cada uno y su única guía de acción – que la razón es un absoluto que no permite concesiones – que una concesión a lo irracional invalida la propia consciencia y convierte la tarea de percibir en la de falsear la realidad – que ese supuesto atajo al conocimiento que es la fe es sólo un cortocircuito destruyendo la mente – que el aceptar una invención mística es un deseo de aniquilar la existencia y que, apropiadamente, destruye la propia consciencia.
Independencia es el reconocimiento del hecho que tuya es la responsabilidad de juzgar y nada puede ayudarte a eludirla – que ningún substituto puede pensar por ti, igual que ningún suplente puede vivir tu vida – que la forma más vil de bajeza y autodestrucción es la subordinación de tu mente a la mente de otros, la aceptación de una autoridad sobre tu cerebro, la aceptación de sus afirmaciones como hechos, sus dictámenes como verdad, sus edictos como mediador entre tu consciencia y tu existencia.
Integridad es el reconocimiento del hecho que no puedes falsear tu consciencia, así como honestidad es el reconocimiento del hecho que no puedes falsear la existencia – que el hombre es una entidad indivisible, una unidad integrada de dos atributos: materia y consciencia, y que él no puede permitir una ruptura entre cuerpo y mente, entre acción y pensamiento, entre su vida y sus convicciones – que, como un juez impasible a la opinión pública, él no puede sacrificar sus convicciones a los deseos de otros, aunque sea toda la humanidad gritando súplicas o amenazas contra él – que valentía y confianza en sí mismo son necesidades prácticas, que valentía es la forma práctica de ser fiel a la existencia, de ser fiel a la verdad, y confianza en sí mismo es la forma práctica de ser fiel a la propia consciencia.
Honestidad es el reconocimiento del hecho que lo irreal es irreal y no puede tener valor, que ni amor ni fama ni dinero son un valor si se obtienen por fraude – que la tentativa de ganar un valor engañando la mente de otros es un acto de elevar a tus víctimas a una posición por encima de la realidad, donde tú te conviertes en un peón de su ceguera, un esclavo de su no-pensar y de sus evasiones, mientras que su inteligencia, su racionalidad, su capacidad de percepción se convierten en los enemigos que debes temer y eludir – que no te importa vivir como un dependiente, y peor aún, como un dependiente de la estupidez de otros, o como un tonto cuya fuente de valores son los tontos a los que consigues atontar – que la honestidad no es un deber social ni un sacrificio por el bien de los otros, sino la virtud más profundamente egoísta que el hombre puede practicar: el negarse a sacrificar la realidad de su propia existencia a la ofuscada consciencia de otros.
Justicia es el reconocimiento del hecho que no puedes falsear el carácter de los hombres, así como no puedes falsear el carácter de la naturaleza; que debes juzgar a todos los hombres tan conscientemente como juzgas a objetos inanimados, con el mismo respeto por la verdad, con la misma incorruptible visión, a través de un proceso de identificación igual de puro y racional – que cada hombre debe ser juzgado por lo que es y tratado en consecuencia, que igual que tú no pagas un precio más alto por un pedazo oxidado de chatarra que por un pedazo de metal pulido, tampoco valoras a un canalla más que a un héroe – que tu evaluación moral es la moneda que le paga a los hombres por sus virtudes o vicios, y este pago exige de ti un honor tan escrupuloso como el que aplicas a tus transacciones financieras – que rehusar tu desaprobación por los vicios de los hombres es un acto de falsificación moral, y rehusar tu admiración por sus virtudes es un acto de expropiación moral – que colocar cualquier otro criterio por encima de la justicia es devaluar tu moneda moral y defraudar lo bueno en favor de lo malo, pues solamente lo bueno puede perder cuando hay un desfalco de la justicia y solamente lo malo puede beneficiarse – y que el fondo de la fosa al final de ese camino, el acto de bancarrota moral, es castigar a los hombres por sus virtudes y recompensarles por sus vicios, que ése es el colapso de la depravación total, la Misa Negra de la adoración a la muerte, el dedicar tu consciencia a la destrucción de la existencia.
Productividad es tu aceptación de la moralidad, tu reconocimiento del hecho que has elegido vivir – que el trabajo productivo es el proceso mediante el cual la consciencia del hombre controla su existencia, un proceso constante de adquirir conocimiento y transformar la materia para adecuarla a los fines de uno, de convertir una idea en forma física, de recrear la Tierra en la imagen de los valores de uno – que todo trabajo es trabajo creativo si está hecho por una mente pensante, y ningún trabajo es creativo si está hecho por un nadie que repite en indiscriminado estupor una rutina que ha aprendido de otros – que tu trabajo eres tú quien lo escoge, y la elección es tan amplia como tu mente, que nada más es posible para ti y nada menos es humano – que engañar para conseguir un trabajo mayor que tu mente puede manejar es convertirte en un macaco corroído por el miedo en movimientos prestados y tiempo prestado, y conformarte con un trabajo que requiere menos que la plena capacidad de tu mente es coartar tu motor y sentenciarte a ti mismo a otro tipo de movimiento: degeneración – que tu trabajo es el proceso de adquirir tus valores, y que perder tu ambición por valores es perder tu ambición por vivir – que tu cuerpo es una máquina, pero tu mente es su conductor, y debes conducir lo más lejos que tu mente te pueda llevar, con el logro como el objetivo de tu camino – que el hombre sin objetivos es una máquina que navega deslizándose colina abajo a merced de cualquier peñasco contra el que estrellarse en la primera cuneta que aparezca, que el hombre que achica su mente es una máquina parada oxidándose lentamente, que el hombre que le permite a un líder prescribir su curso es una chatarra siendo arrastrada al vertedero, y el hombre que hace de otro hombre su objetivo es un fardo que ningún conductor debería transportar – que tu trabajo es el propósito de tu vida, y que debes acelerar ante cualquier asesino que asuma el derecho a pararte, que cualquier otro valor que pudieras encontrar fuera de tu trabajo, cualquier otra lealtad o amor, pueden ser sólo otros viajeros con los que decides compartir tu viaje, y deben ser viajeros yendo por su propio impulso y en la misma dirección.
Orgullo es el reconocimiento del hecho que tú mismo eres tu mayor valor y que, como todos los valores del hombre, tiene que ser ganado – que de todos los logros posibles ante ti, el que hace todos los otros posible es la creación de tu propio carácter – que tu carácter, tus acciones, tus deseos, tus emociones son los productos de las premisas que mantienes en tu mente – que igual que el hombre debe producir los valores físicos que necesita para sustentar su vida, así también tiene que adquirir los valores de carácter que hacen que su vida valga la pena ser sustentada – que igual que el hombre es un ser de riqueza hecha por él mismo, así también él es un ser de alma hecha por él mismo – que vivir requiere un sentido de auto-valor, pero el hombre, que no tiene valores automáticos, no tiene un sentido automático de autoestima y tiene que ganarla modelando su alma en la imagen de su ideal moral, en la imagen del Hombre, el ser racional que nace capaz de crear, pero que tiene que crear por elección – que la primera precondición de autoestima es ese radiante egoísmo del alma que desea lo mejor en todas las cosas, en valores de materia y de espíritu, un alma que busca por encima de todo el alcanzar su propia perfección moral, valorando nada más alto que a ella misma – y que la prueba de haber alcanzado la autoestima es la convulsión de tu alma, en desprecio y rebelión, contra el papel de animal expiatorio, contra la vil impertinencia de cualquier credo que proponga inmolar el irremplazable valor que es tu consciencia y la incomparable gloria que es tu existencia a las ciegas evasiones y la hedionda podredumbre de otros.
¿Estás comenzando a ver quién es John Galt? Yo soy el hombre que ha conseguido aquello por lo que no luchaste, aquello a lo que has renunciado, traicionado, corrompido, pero que fuiste incapaz de destruir totalmente y ahora escondes como tu culpable secreto, dedicando tu vida a pedirle perdón a cualquier caníbal profesional, para que no se descubra que en algún lugar dentro de ti aún anhelas decir lo que yo estoy diciendo ahora para los oídos de toda la humanidad: Estoy orgulloso de mi propio valor y del hecho que deseo vivir.
Este deseo – que compartes, pero que reprimes como un mal – es el único remanente de lo bueno que hay en ti, pero es un deseo que uno debe aprender a merecer. Su propia felicidad es el único objetivo moral del hombre, pero sólo su propia virtud puede alcanzarlo. La virtud no es un fin en sí misma. La virtud no es su propia recompensa ni es pasto sacrificable para recompensar el mal. La vida es la recompensa de la virtud, y la felicidad es el objetivo y la recompensa de la vida.
Igual que tu cuerpo tiene dos sensaciones fundamentales, placer y dolor, como señales de su bienestar o malestar, como un barómetro de su alternativa básica, vida o muerte, así tu consciencia tiene dos emociones fundamentales, alegría y sufrimiento, en respuesta a la misma alternativa. Tus emociones son estimativas de lo que mejora y prolonga tu vida o la amenaza, son calculadoras relámpago dándote el resumen de tus pérdidas o ganancias. No tienes opción en cuanto a tu capacidad de sentir que algo es bueno o malo para ti, pero qué considerarás bueno o malo, qué te traerá alegría o dolor, qué amarás u odiarás, desearás o temerás, depende de tu referencia, tu criterio de valor. Las emociones son inherentes en tu naturaleza, pero su contenido está determinado por tu mente. Tu capacidad emocional es un motor vacío, y tus valores son el combustible con el que tu mente lo llena. Si escoges una mezcla de contradicciones, ellas embozarán tu motor, corroerán tu transmisión y te destrozarán al primer intento de moverte con una máquina que tú, el conductor, has corrompido.
Si mantienes lo irracional como tu meta – tu criterio de valor – y lo imposible como tu concepto de lo bueno, si anhelas recompensas que no te has ganado, una fortuna o un amor que no te mereces, una brecha en la ley de causalidad, un A que se convierte en no-A a tu antojo, si deseas lo opuesto de la existencia – lo conseguirás. No te lamentes cuando lo consigas, diciendo que la vida es frustración y que la felicidad es imposible para el hombre; verifica tu combustible: te ha llevado adonde querías ir.
La felicidad no se puede conseguir consintiendo en caprichos emocionales. Felicidad no es satisfacer cualquier deseo irracional en el que tú ciegamente intentes incurrir. La felicidad es un estado de alegría no-contradictoria – una alegría sin pena ni culpa, una alegría que no choca con ninguno de tus otros valores y no actúa en tu propia destrucción; no la alegría de escapar de tu propia mente, sino de usar el máximo poder de tu mente; no la alegría de falsear la realidad, sino de conseguir valores que son reales; no la alegría de un borracho, sino la de un productor. La felicidad es posible solamente para un hombre racional, el hombre que sólo quiere objetivos racionales, busca sólo valores racionales y encuentra su alegría sólo en acciones racionales.
Del mismo modo que yo soporto mi vida, no a través de robos o limosnas, sino a través de mi propio esfuerzo, tampoco busco derivar mi felicidad a través del perjuicio o el favor de otros, sino ganarla a través de mis propios logros. Del mismo modo que yo no considero el placer de otros como el objetivo de mi vida, tampoco considero mi placer como el objetivo de las vidas de otros. Del mismo modo que no hay contradicciones en mis valores ni conflictos entre mis deseos, tampoco hay víctimas ni conflictos de intereses entre hombres racionales, hombres que no desean lo inmerecido y no se miran unos a otros con una lujuria de caníbal, hombres que ni hacen sacrificios ni los aceptan.
El símbolo de todas las relaciones entre tales hombres, el símbolo moral del respeto por seres humanos, es el comerciante. Nosotros, que vivimos por valores, no por saqueo, somos comerciantes tanto en materia como en espíritu. Un comerciante es un hombre que gana lo que consigue y no da ni toma lo que no merece. Un comerciante no pide que le paguen por sus fracasos ni pide ser amado por sus defectos. Un comerciante no derrocha su cuerpo como si fuera forraje ni su alma como si fuera una limosna. Igual que él no entrega su trabajo excepto a cambio de valores materiales, tampoco entrega los valores de su espíritu – su amor, su amistad, su estima – excepto en pago y a cambio de virtudes humanas, en pago por su propio placer egoísta, el cual recibe de los hombres que respeta. Los parásitos místicos que a través de los tiempos han vilificado a los comerciantes y los han despreciado, al mismo tiempo que honraban a los mendigos y los saqueadores, han sabido el motivo secreto de sus burlas: el comerciante es la entidad a la que temen – el hombre de justicia.
¿Me preguntáis qué obligación moral le debo a mis prójimos? Ninguna – excepto la obligación que me debo a mí mismo, a objetos materiales y a toda la existencia: racionalidad. Trato con hombres como mi naturaleza y la de ellos exige: por medio de la razón. No busco o deseo nada de ellos excepto tales relaciones en las que ellos quieran entrar por su propia elección voluntaria. Es sólo con su mente con la que puedo tratar, y sólo para mi propio interés, cuando ellos ven que mi interés coincide con el suyo. Cuando no lo ven, no entro en la relación; dejo que los que disienten prosigan su camino y yo no me aparto del mío. Yo gano solamente por medio de la lógica y me rindo solamente a la lógica. No rindo mi razón, ni trato con hombres que rinden la suya. No tengo nada que ganar de imbéciles o cobardes; no tengo beneficios que buscar en los vicios humanos: estupidez, deshonestidad o miedo. El único valor que los hombres pueden ofrecerme es el trabajo de su mente. Cuando estoy en desacuerdo con un hombre racional, dejo que la realidad sea nuestro árbitro final; si yo tengo razón, él aprenderá; si estoy equivocado, yo aprenderé; uno de nosotros ganará, pero ambos nos beneficiaremos.
Sea lo que sea que esté abierto a desacuerdo, hay un acto de maldad que no puede estarlo, el acto que ningún hombre puede cometer contra otros y que ningún hombre puede sancionar o perdonar. Mientras los hombres deseen vivir juntos, ningún hombre puede iniciar – ¿me oís? ningún hombre puede empezar – el uso de la fuerza física contra otros.
Interponer la amenaza de destrucción física entre un hombre y su percepción de la realidad es negar y paralizar sus medios de supervivencia; forzarle a actuar contra su propio juicio es como forzarle a actuar contra su propia vista. Aquél que, sea cual sea su objetivo o intención, inicie el uso de la fuerza, es un asesino actuando en la premisa de la muerte de un modo que va más allá del asesinato: la premisa de destruir la capacidad del hombre para vivir.
No abras la boca para decirme que tu mente te ha convencido de tu derecho a forzar mi mente. Fuerza y mente son opuestas; la moralidad termina donde empieza una pistola. Cuando declaras que los hombres son animales irracionales y propones tratarlos como tal, estás con ello definiendo tu propio carácter y ya no puedes más exigir la aprobación de la razón – como no puede exigirla nadie en favor de contradicciones. No puede ser correcto el “derecho” a destruir la fuente de los derechos, el único medio de juzgar lo correcto y lo incorrecto: la mente.
Forzar a un hombre a ignorar su propia mente y a aceptar tu voluntad como un substituto, con un arma en lugar de un silogismo, con terror en vez de pruebas, con la muerte como el argumento definitivo – es un intento de existir desafiando la realidad. La realidad le exige al hombre que actúe por su propio interés racional; tu arma exige que actúe contra él. La realidad amenaza a un hombre con la muerte si no actúa basado en su juicio racional; tú le amenazas con la muerte si lo hace. Lo colocas en un mundo donde el precio de su vida es la sumisión de todas las virtudes requeridas para la vida – y la muerte por un proceso de gradual destrucción es todo lo que tú y tu sistema conseguiréis, cuando a la muerte se le permite ser el poder que rige, el argumento decisivo en una sociedad de hombres.
Sea un asaltante que confronta a un viajero con el ultimátum: “La bolsa o la vida”, o un político que confronta a un país con el ultimátum: “La educación de tus hijos o tu vida”, el significado de ese ultimátum es: “Tu mente o tu vida” – y ninguna de ellas le es posible al hombre sin la otra.
Si existen grados de maldad, es difícil decir quién es más detestable: el salvaje que asume el derecho a forzar la mente de otros o el degenerado moral que le otorga a otros el derecho a forzar su mente. Ése es el absoluto moral que no está abierto a debate. Yo no les concedo las condiciones de razón a los hombres que proponen privarme de razón. No entro en discusiones con vecinos que piensan que pueden prohibirme pensar. No le doy mi aprobación moral al deseo de un asesino de matarme. Cuando un hombre intenta tratar conmigo por la fuerza, le respondo – por la fuerza.
Sólo como retaliación puede la fuerza ser usada, y sólo contra el hombre que inicia su uso. No, no estoy compartiendo su maldad o rebajándome a su concepto de moralidad: Simplemente le estoy concediendo lo que eligió, destrucción, la única destrucción que él tenía derecho a elegir: la suya. Él utiliza la fuerza para apoderarse de un valor; yo la uso sólo para destruir la destrucción. Un salteador busca ganar riqueza matándome; yo no me hago más rico matando a un salteador. Yo no busco valores a través del mal, ni rindo mis valores al mal.
En nombre de todos los productores que os mantuvieron vivos y recibieron vuestro constante ultimátum de muerte como pago, yo os respondo ahora con mi propio y único ultimátum: Nuestro trabajo o vuestras armas. Podéis escoger uno de ellos; no podéis tenerlos los dos. Nosotros no iniciamos el uso de la fuerza contra otros ni nos sometemos a la fuerza a manos de otros. Si deseáis alguna vez vivir de nuevo en una sociedad industrial, lo será bajo nuestras condiciones morales. Nuestras condiciones y nuestro poder de motivación son la antítesis de los vuestros. Vosotros habéis usado el miedo como vuestra arma y le habéis acarreado la muerte al hombre como su castigo por rechazar vuestra moralidad. Nosotros le ofrecemos la vida como su recompensa por aceptar la nuestra.
Vosotros, los adoradores del cero – vosotros nunca habéis descubierto que lograr la vida no equivale a evitar la muerte. Alegría no es “la ausencia de dolor”, inteligencia no es “la ausencia de estupidez”, luz no es “la ausencia de oscuridad”, una entidad no es “la ausencia de una no-entidad”. Construir no se hace absteniéndose de demoler; siglos de estar sentados esperando en esa abstinencia no levantarán ni una sola viga para que os abstengáis de demolerla – y ahora ya no podéis decirme a mí, el constructor: “Produce, y aliméntanos a cambio de que nosotros no destruyamos tu producción”. Estoy respondiendo en nombre de todas vuestras víctimas: Pereced con y dentro de vuestro propio vacío. La existencia no es una negación de negativos. Maldad, no valor, es una ausencia y una negación, el mal es impotente y no tiene más poder que el que le permitimos que nos extorsione. Pereced, porque habéis aprendido que un cero no puede tener una hipoteca sobre la vida.
Vosotros buscáis escapar del dolor. Nosotros buscamos alcanzar la felicidad. Vosotros existís para evitar castigos. Nosotros existimos para ganar recompensas. Las amenazas no nos harán funcionar, el miedo no es nuestro incentivo. No es la muerte la que queremos evitar, sino la vida la que queremos vivir.
Vosotros, que habéis perdido el concepto de la diferencia, vosotros que clamáis que miedo y alegría son incentivos de igual poder – y secretamente añadís que el miedo es más “práctico” – vosotros no deseáis vivir, y sólo el miedo a la muerte os mantiene en la existencia que habéis maldecido. Os revolcáis en pánico por la farsa de vuestros días, buscando la salida que habéis cerrado, huyendo de un perseguidor que no osáis nombrar para caer en un terror que no osáis reconocer, y cuanto mayor vuestro terror, mayor vuestro miedo del único acto que podría salvaros: pensar. El propósito de vuestra lucha es no conocer, no comprender, ni nombrar, ni escuchar aquello que ahora voy a decir para que todos lo oigan: que la vuestra es la Moralidad de la Muerte.
La muerte es el criterio de tus valores, la muerte es tu fin escogido, y tienes que seguir corriendo, pues no hay escapatoria del perseguidor que está dispuesto a destruirte ni del conocimiento que el perseguidor eres tú mismo. Para de correr, de una vez por todas – no hay adónde correr – y quédate ahí desnudo, como temes quedarte pero como yo te veo, y observa a lo que te atreviste a llamar un código moral.
Condenación es el principio de tu moralidad; destrucción es su propósito, medio y fin. Tu código empieza condenando al hombre como malo, y luego exige que practique un bien definido como imposible para que él lo practique. Exige, como la primera demostración de virtud del hombre, que acepte su propia depravación sin pruebas. Exige que él empiece, no con un criterio de valor, sino con un criterio de maldad, que es él mismo, a través del cual él tiene entonces que definir lo bueno: lo bueno es aquello que él no es.
No importa quién acabe siendo el beneficiario de su gloria renunciada y su alma atormentada, un Dios místico con algún designio incomprensible o cualquier transeúnte cuyas llagas ulceradas se exhiban como algún tipo de demanda inexplicable sobre él – no importa, lo bueno no es algo que él pueda entender, su deber es arrastrarse durante años de penitencia, purgando por la culpa de su existencia con cualquier recaudador callejero de deudas ininteligibles, su único concepto de un valor es un cero: lo bueno es aquello que es no-hombre.
El nombre de ese absurdo monstruoso es Pecado Original.
Un pecado sin voluntad es una bofetada a la moralidad y una insolente contradicción: lo que está fuera de la posibilidad de elección está fuera del ámbito de la moralidad. Si el hombre es malo por nacimiento, no tiene voluntad ni poder para cambiar; si no tiene voluntad, no puede ser bueno ni malo; un robot es amoral. Mantener como pecado del hombre un hecho que no está en su esfera de elección es una burla a la moralidad. Mantener la naturaleza del hombre como su pecado es una burla a la naturaleza. Castigarlo por un crimen que cometió antes de nacer es una burla a la justicia. Declararlo culpable en un asunto donde no existe la inocencia es una burla a la razón. Destruir la moralidad, la naturaleza, la justicia y la razón a través de un único concepto es una hazaña de maldad difícil de igualar. Sin embargo, ésa es la raíz de vuestro código.
No os escondáis tras la cobarde evasión de que el hombre nace con libre albedrío pero con una “tendencia” al mal. Un libre albedrío ensillado con una tendencia es como un juego con dados cargados. Obliga al hombre a luchar y a esforzarse en jugar, a asumir la responsabilidad y pagar por el juego, pero la decisión está inclinada a favor de una tendencia que él no tiene poder de escapar. Si la tendencia es de su elección, no puede poseerla al nacer; si no es de su elección, su albedrío no es libre.
¿Cuál es la naturaleza de la culpa que tus maestros llaman su Pecado Original? ¿Cuáles son los males que el hombre adquirió cuando cayó del estado que ellos consideran perfección? Su mito declara que comió del fruto del árbol del conocimiento – adquirió una mente y se convirtió en un ser racional. Era el conocimiento del bien y del mal –se convirtió en un ser moral. Fue sentenciado a ganar el pan con su trabajo – se convirtió en un ser productivo. Fue sentenciado a sentir deseo – adquirió la capacidad del disfrute sexual. Los males por los que ellos le condenan son la razón, la moralidad, la creatividad, la alegría – todos los valores cardinales de su existencia. No son los vicios del hombre los que el mito de su caída trata de explicar y condenar, no son los errores del hombre por los que ellos le consideran culpable, sino la esencia de su naturaleza como hombre. Fuese lo que fuese, aquel robot en el Jardín del Edén, que existía sin mente, sin valores, sin trabajo, sin amor, no era un hombre.
La caída del hombre, según tus maestros, fue que consiguió las virtudes necesarias para vivir. Estas virtudes, según el criterio de ellos, son su Pecado. Su maldad, ellos denuncian, es ser hombre. Su culpa, ellos denuncian, es que vive.
Ellos lo llaman una moralidad de misericordia y una doctrina de amor al hombre.
No, dicen, ellos no predican que el hombre es malo, lo malo es solamente ese objeto extraño: su cuerpo. No, dicen, ellos no quieren matarlo, sólo quiere hacerle perder su cuerpo. Ellos buscan ayudarle, dicen, contra su dolor – y señalan el potro de tortura al cual le han atado, el potro con dos ruedas que tiran de él en direcciones opuestas, el potro de la doctrina que divide su alma y su cuerpo.
Han cortado al hombre en dos, enfrentando una mitad contra la otra. Le han enseñado que su cuerpo y su consciencia son dos enemigos enzarzados en un conflicto mortal, dos antagonistas de naturalezas opuestas, demandas contradictorias y necesidades incompatibles, que beneficiar a uno es perjudicar al otro, que su alma pertenece a un reino sobrenatural, pero su cuerpo es una prisión malvada que lo mantiene esclavo de esta Tierra – y que el bien consiste en derrotar su cuerpo, pulverizarlo a través de años de paciente lucha, cavando su camino hacia ese glorioso escape de prisión que conduce a la libertad de la tumba.
Le han enseñado al hombre que él es un inepto desahuciado compuesto de dos elementos, ambos símbolos de la muerte. Un cuerpo sin alma es un cadáver, un alma sin cuerpo es un fantasma; pero ésa es su imagen de la naturaleza del hombre: una batalla campal entre un cadáver y un fantasma, un cadáver dotado de algún tipo de malvada voluntad propia y un fantasma dotado con el conocimiento de que todo lo conocido por el hombre no existe, sólo lo desconocido existe.
¿Os dais cuenta de qué facultad humana esa doctrina fue concebida para ignorar? Fue la mente del hombre la que tuvo que ser negada para poder descuartizarlo. Una vez que él concedió la razón, quedó a merced de dos monstruos a los cuales no podía ni comprender ni controlar: un cuerpo movido por instintos incontrolables y un alma movida por revelaciones místicas – se quedó como la indolente y devastada víctima de una batalla entre un robot y un dictáfono.
Y mientras ahora se arrastra por las ruinas, tanteando ciegamente por una forma de vivir, vuestros maestros le ofrecen la ayuda de una moralidad que proclama que él no encontrará solución y que no debe buscar realización en la Tierra. La existencia real, le dicen, es la que él no puede percibir, la verdadera consciencia es la facultad de percibir lo no-existente – y si él es incapaz de entenderlo, ésa es la prueba de que su existencia es malvada y su consciencia impotente.
Como productos de la separación entre el alma y el cuerpo del hombre, surgieron dos tipos de maestros de la Moralidad de la Muerte: los místicos del espíritu y los místicos del músculo, a quienes llamáis los espiritualistas y los materialistas, los que creen en consciencia sin existencia y los que creen en existencia sin consciencia. Ambos demandan la sumisión de tu mente, el uno a sus revelaciones, el otro a sus reflejos. Sin importar cuánto se afanen en los papeles de antagonistas irreconciliables, sus códigos morales son iguales, y así lo son sus objetivos: en materia – la esclavitud del cuerpo del hombre; en espíritu – la destrucción de su mente.
El bien, dicen los místicos del espíritu, es Dios, un ser cuya única definición es que está más allá del poder del hombre de concebir – una definición que invalida la consciencia del hombre y anula sus conceptos de existencia. El bien, dicen los místicos del músculo, es la Sociedad – una cosa que ellos definen como un organismo que no posee forma física, un super-ente encarnado en nadie en particular y en todos en general excepto en ti. La mente del hombre, dicen los místicos del espíritu, debe estar subordinada a la voluntad de Dios. La mente del hombre, dicen los místicos del músculo, debe estar subordinada a la voluntad de la Sociedad. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del espíritu, es el placer de Dios, cuyos criterios están más allá del poder de comprensión del hombre y deben ser aceptados por fe. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del músculo, es el placer de la Sociedad, cuyos criterios están más allá del derecho a juzgar del hombre y deben ser obedecidos como un absoluto primario. El objetivo de la vida del hombre, dicen ambos, es convertirse en un esperpento delirante, sirviendo un propósito que él no conoce, por razones que no debe cuestionar. Su recompensa, dicen los místicos del espíritu, le será dada más allá de la tumba. Su recompensa, dicen los místicos del músculo, le será dada en la Tierra – a sus tataranietos.
El egoísmo – dicen ambos – es el mal del hombre. El bien del hombre – dicen ambos – es abandonar sus deseos personales, negarse a sí mismo, renunciarse a sí mismo, entregarse; el bien del hombre es negar la vida que vive. El sacrificio – gritan ambos – es la esencia de la moralidad, la mayor virtud al alcance del hombre.
Quien esté en este momento al alcance de mi voz, quienquiera que sea hombre la víctima, no hombre el asesino, estoy hablando en el lecho de la muerte de tu mente, al borde de esa oscuridad en la que te estás ahogando, y si aún tienes dentro de ti el poder de luchar para aferrarte a esos débiles chispazos que ya fuiste alguna vez, úsalo ahora. La palabra que te ha destruido es “sacrificio”. Emplea lo último de tus fuerzas en entender su significado. Aún estás vivo. Tienes una oportunidad.
 “Sacrificio” no quiere decir el rechazo de lo inservible, sino de lo precioso. “Sacrificio” no significa el rechazo del mal en beneficio del bien, sino del bien en beneficio del mal. “Sacrificio” es ceder aquello que valoras en favor de lo que no valoras.
Si cambias un centavo por un dólar, no es un sacrificio; si cambias un dólar por un centavo, sí lo es. Si consigues la carrera que querías, tras años de esfuerzo, no es un sacrificio; si después renuncias a ella por el bien de un rival, sí lo es. Si tienes una botella de leche y se la das a tu hijo hambriento, no es un sacrificio; si se la das al hijo de tu vecino y dejas al tuyo morir, sí lo es.
Si das dinero para ayudar a un amigo, no es un sacrificio; si se lo das a un extraño indigno, sí lo es. Si le das a tu amigo una cantidad de dinero que puedas permitirte, no es un sacrificio; si le das dinero a costa de tu propia incomodidad, es sólo una virtud parcial, según este tipo de criterio moral; si le das dinero a costa de un desastre para ti mismo – esa es la virtud del sacrificio al máximo.
Si renuncias a todos tus deseos personales y dedicas la vida a tus seres queridos, no alcanzas toda la virtud: aún retienes un valor tuyo propio, que es tu amor. Si dedicas tu vida a extraños al azar, es un acto de mayor virtud. Si dedicas tu vida a servir a los hombres que odias – ésa es la mayor de las virtudes que puedes practicar.
Un sacrifico es la sumisión de un valor. Un sacrificio completo es la completa sumisión de todos los valores. Si quieres alcanzar la virtud total, no debes buscar ninguna gratitud a cambio de tu sacrificio, ni adulación, ni amor, ni admiración, ni autoestima, ni siquiera el orgullo de ser virtuoso; la menor traza de cualquier beneficio diluye tu virtud. Si persigues un curso de acción que no mancha tu vida con ninguna alegría, que no te aporta ningún valor en materia, ningún valor en espíritu, ninguna ganancia, ningún beneficio, ninguna recompensa – si alcanzas ese estado de cero absoluto, entonces has alcanzado el ideal de perfección moral.
Te dicen que la perfección moral es imposible para el hombre – y, según este criterio, lo es. No puedes alcanzarla mientras estés vivo, pero el valor de tu vida y de tu persona se mide por cuánto consigas aproximarte a ese cero ideal que es la muerte.
Si empiezas, sin embargo, como un desapasionado nadie, como un vegetal buscando ser comido, sin valores que rechazar ni deseos a los que renunciar, no ganarás la corona del sacrificio. No es un sacrificio renunciar a lo que no se desea. No es un sacrificio dar tu vida por los demás si la muerte es tu aspiración personal. Para alcanzar la virtud del sacrificio debes querer vivir, debes amar, debes arder con pasión por este mundo y por todo el esplendor que puede darte – debes sentir cómo se retuerce cada cuchillo mientras desuella tus deseos fuera de tu alcance y desangra el amor de tu cuerpo. No es sólo la muerte lo que la moralidad del sacrificio te presenta como un ideal, sino la muerte por tortura lenta.
No me recuerdes que eso sólo se aplica a esta vida en la Tierra. No me importa ninguna otra. Y a ti tampoco.
Si quieres salvar lo que te queda de dignidad, no digas que tus mejores acciones son un “sacrificio”: ese vocablo te califica de inmoral. Si una madre compra alimento para su hijo hambriento en vez de un sombrero para ella misma, no es un sacrificio: ella valora más al hijo que al sombrero; pero es un sacrificio para el tipo de madre cuyo mayor valor es el sombrero, quien preferiría que su hijo muriera de hambre y le alimenta solamente por un sentido del deber. Si un hombre muere luchando por su libertad, no es un sacrificio: él no está dispuesto a vivir como esclavo; pero es un sacrificio para el tipo de hombre que sí lo está. Si un hombre se rehúsa a vender sus convicciones, no es un sacrificio, a menos que sea el tipo de hombre que no tiene convicciones.
El sacrificio sería apropiado sólo para los que no tienen nada que sacrificar – ni valores, ni criterios, ni juicio – aquéllos cuyos deseos son caprichos irracionales, ciegamente concebidos y frívolamente cedidos. Para un hombre de talla moral, cuyos deseos nacen de valores racionales, sacrificio es inmolar lo correcto a lo incorrecto, lo bueno a lo malo.
El credo del sacrificio es una moralidad para el inmoral – una moralidad que declara su propia bancarrota al confesar que ella no puede proporcionarles a los hombres ningún interés personal en virtudes o valores, y que sus almas son sumideros de depravación, que ellos tienen que aprender a sacrificar. Por su propia confesión, es impotente para enseñarles a los hombres a ser buenos y sólo puede someterlos a castigo constante.
¿Estás pensando, en velado estupor, que son sólo valores materiales los que tu moralidad requiere que sacrifiques? ¿Y qué crees que son valores materiales? La materia no tiene valor excepto como un medio para la satisfacción de los deseos humanos. La materia es solamente una herramienta para los valores humanos. ¿Al servicio de qué te están pidiendo que pongas las herramientas materiales que tu virtud ha producido? Al servicio de aquello que consideras malo: a un principio que tú no compartes, a una persona que tú no respetas, al logro de un objetivo opuesto al tuyo propio – si no, tu regalo no es un sacrificio.
Tu moralidad te dice que renuncies al mundo material y que divorcies tus valores de la materia. Un hombre a cuyos valores no se les da expresión en forma material, cuya existencia no está relacionada a sus ideales, cuyas acciones contradicen sus convicciones, es un hipócrita despreciable – sin embargo, ése es el hombre que acata tu moralidad y divorcia sus valores de la materia. El hombre que ama a una mujer pero duerme con otra – el hombre que admira el talento de un trabajador pero contrata a otro – el hombre que considera que una causa es justa pero da su dinero para soportar otra – el hombre que tiene un alto nivel de destreza pero dedica su esfuerzo a producir basura – ésos son los hombres que han renunciado a la materia, los hombres que creen que los valores de su espíritu no pueden ser convertidos en realidad material.
¿Dices que es al espíritu al que tales hombres han renunciado? Sí, desde luego. No puedes tener uno sin el otro. Eres una entidad indivisible de materia y consciencia. Renuncia a tu consciencia y te conviertes en un salvaje. Renuncia a tu cuerpo y te conviertes en un impostor. Renuncia al mundo material y se lo estás entregando al mal.
Y ése es precisamente el objetivo de tu moralidad, el deber que tu código exige de ti. Entrégate a lo que no disfrutas, sirve a lo que no admiras, sométete a lo que consideras malo – entrega tu mundo a los valores de otros, niega, rechaza, renúnciate a ti mismo. Tú mismo eres tu mente; renuncia a ella y te conviertes en un pedazo de carne lista para ser engullida por cualquier caníbal.
Es tu mente lo que ellos quieren que entregues – todos los que predican el credo del sacrificio, sean cuales sean sus postulados o sus motivos, te prometan otra vida en el cielo o un estómago lleno en esta Tierra. Los que empiezan diciendo: “Es egoísta perseguir tus propios deseos, debes sacrificarlos a los deseos de otros” – acaban diciendo: “Es egoísta mantener tus propias convicciones, debes sacrificarlas a las convicciones de otros”.
Esto es cierto: la más egoísta de todas las cosas es la mente independiente que no reconoce ninguna autoridad por encima de sí misma y ningún valor por encima de su discernimiento de la verdad. Te están pidiendo que sacrifiques tu integridad intelectual, tu lógica, tu razón, tu estándar de la verdad… para convertirte en una prostituta cuyo estándar es el mayor bien para el mayor número.
Si buscas en tu código una orientación, una respuesta a la pregunta: “¿Qué es el bien? La única respuesta que hallarás es “El bien de los otros”. El bien es cualquier cosa que los otros quieran, cualquier cosa que tú sientas que ellos sienten que quieren, o cualquier cosa que tú sientas que ellos deberían sentir. “El bien de los otros” es una fórmula mágica que transforma cualquier cosa en oro, una fórmula a ser recitada como una garantía de gloria moral y como un fumigador para cualquier acción, hasta para el exterminio de todo un continente. Tu criterio de virtud no es un objeto, ni un acto, ni un principio, sino una intención. No necesitas pruebas, ni razones, ni éxito, no necesitas ni alcanzar de hecho el bien de los otros – lo único que necesitas saber es que tu motivo era el bien de los otros, no el tuyo propio. Tu definición de lo bueno es una negación: lo bueno es lo “no-bueno para mí”.
Tu código – que se jacta de poseer valores morales eternos, absolutos, objetivos, y repudia lo condicional, lo relativo y lo subjetivo – tu código imparte, como su versión de lo absoluto, la siguiente regla de conducta moral: Si lo deseas, es malo; si otros lo desean, es bueno; si el motivo de tu acción es tu propio bienestar, no lo hagas; si el motivo es el bienestar de otros, entonces cualquier cosa vale.
Así como esta moralidad de doble filo y doble criterio te parte por la mitad, también parte a la humanidad en dos campos hostiles: uno eres , el otro es todo el resto de la humanidad. eres el único proscrito que no tiene derecho a desear o a vivir. eres el único siervo, el resto son capataces; eres el único que da, el resto son los que toman; eres el eterno deudor, el resto son los acreedores que nunca pueden ser pagados. No debes cuestionar su derecho a tu sacrificio, o la naturaleza de sus deseos y de sus necesidades: el derecho de ellos se les confiere a través de un negativo, por el hecho de que ellos son “no-tú”.
Para aquellos de entre vosotros que podríais haceros preguntas, vuestro código dispone de un premio de consolación y una mina oculta: es por tu propia felicidad, dice, por lo que debes servir la felicidad de los otros, la única forma de alcanzar tu alegría es entregársela a los otros, la única forma de alcanzar tu prosperidad es cediendo tu riqueza a los otros, la única forma de proteger tu vida es proteger a todos los hombres excepto a ti mismo – y si no encuentras alegría en este procedimiento, es tu propia culpa y la prueba de tu maldad: si fueras bueno, encontrarías tu felicidad en proveer un banquete para los otros, y tu dignidad en sobrevivir con las migajas que ellos se dignaran arrojarte.
Tú, que no tienes criterio de autoestima, aceptas la culpa y no te atreves a hacer las preguntas. Pero tú sabes la respuesta que no admites, negándote a reconocer lo que ves, la premisa oculta que mueve vuestro mundo. Tú lo sabes, no en una enunciación honesta, sino en forma de una oscura desazón dentro de ti, mientras fluctúas entre engañar sintiéndote culpable y practicar a regañadientes un principio demasiado malvado para nombrar.
Yo, que no acepto lo inmerecido ni en valores ni en culpa, estoy aquí para hacer las preguntas que habéis evadido. ¿Por qué es moral servir la felicidad ajena, pero no la tuya propia? Si disfrutar es un valor, ¿por qué es moral cuando es experimentado por otros, pero inmoral cuando es experimentado por ti? Si la sensación de comer un pastel es un valor, ¿por qué es una complacencia inmoral en tu estómago, pero un objetivo moral para ti el que lo logres en el estómago de otros? ¿Por qué es inmoral para ti el desear, pero moral el que otros lo hagan? ¿Por qué es inmoral producir un valor y quedárselo, pero moral darlo? Y si no es moral el que tú te quedes con un valor, ¿por qué es moral que los otros lo acepten? Si eres desinteresado y virtuoso cuando lo das, ¿no son ellos interesados y malvados cuando lo toman? ¿Es que la virtud consiste en servir al vicio? ¿Es el objetivo moral de los que son buenos su auto-inmolación en beneficio de los que son malos?
La respuesta que evadís, la monstruosa respuesta es: No, los que toman no son malos, siempre que ellos no hayan ganado el valor que les diste. No es inmoral que ellos lo acepten, siempre que ellos sean incapaces de producirlo, incapaces de merecerlo, incapaces de darte ningún valor a cambio. No es inmoral el que ellos lo disfruten, siempre que no lo hayan obtenido por derecho.
Tal es la esencia secreta de vuestro credo, la otra mitad de vuestro doble criterio: es inmoral vivir por tu propio esfuerzo, pero moral vivir por el esfuerzo de otros – es inmoral consumir tu propio producto, pero moral consumir el producto de otros – es inmoral ganar, pero moral mendigar – los parásitos son la justificación moral para la existencia de los productores, pero la existencia de los parásitos es un fin en sí misma – es malo beneficiarse a través de logros, pero bueno beneficiarse a través de sacrificio – es malo crear tu propia felicidad, pero bueno disfrutarla al precio de la sangre de otros.
Vuestro código divide a la humanidad en dos castas y exige que vivan por reglas opuestas: los que pueden desear cualquier cosa y los que no pueden desear nada, los escogidos y los condenados, los jinetes y los acarreadores, los devoradores y los devorados. ¿Qué criterio determina tu casta? ¿Qué contraseña te admite a la élite moral? La contraseña es falta de valores.
Sea cual sea el valor implicado, es tu falta del mismo la que te da una reivindicación sobre aquellos a quienes no les falta. Es tu necesidad lo que te da una reivindicación a recompensas. Si eres capaz de satisfacer tu necesidad, tu habilidad anula tu derecho a satisfacerla. Pero una necesidad que eres incapaz de satisfacer te da el primer derecho sobre las vidas de la humanidad.
Si tienes éxito, cualquier hombre que fracasa es tu amo; si fracasas, cualquier hombre que tiene éxito es tu siervo. Sea tu fracaso justo o no, sean tus deseos racionales o no, sea tu desgracia inmerecida o el resultado de tus vicios, es la desgracia la que te da derecho a recompensas. Es el dolor, no importa su naturaleza o su causa, el dolor como un absoluto primario, el que te da una hipoteca sobre toda la existencia.
Si curas tu dolor por tu propio esfuerzo no recibes crédito moral: tu código lo considera desdeñosamente como un acto de interés propio. Sea cual sea el valor que intentes adquirir, sea riqueza o comida o amor o derechos, si lo adquieres por medio de tu virtud, tu código no lo considera como una adquisición moral: tú no le ocasionas pérdidas a nadie, es un comercio, no una limosna; un pago, no un sacrificio. Lo merecido pertenece al reino egoísta y comercial del beneficio mutuo; es sólo lo inmerecido lo que establece esa transacción moral que consiste en el beneficio de uno al precio de un desastre para el otro. Exigir recompensas por tu virtud es egoísta e inmoral; es tu falta de virtud la que transforma tu demanda en un derecho moral.
Una moralidad que considera la necesidad como una reivindicación, considera el vacío – la no-existencia – como su norma, su criterio de valor; recompensa una ausencia, un defecto: debilidad, ineptitud, incompetencia, sufrimiento, enfermedad, desastre, la falta, la lacra, el fallo – el cero.
¿De quién es la cuenta que paga por estas reivindicaciones? De los que son maldecidos por ser no-ceros, cada uno hasta el límite de su distancia a ese ideal. Ya que todos los valores son el producto de virtudes, el grado de tu virtud es usado como la medida de tu castigo; el grado de tus faltas es usado como la medida de tu ganancia. Tu código declara que el hombre racional debe sacrificarse a sí mismo a lo irracional, el hombre independiente a los parásitos, el hombre honrado al deshonesto, el hombre de justicia al injusto, el hombre productivo a vagos delincuentes, el hombre de integridad a mocetones corrompidos, el hombre de autoestima a neuróticos resentidos. ¿Os sorprendéis de la suciedad del alma en los que veis a vuestro alrededor? El hombre que logra estas virtudes no aceptará vuestro código moral; el hombre que acepta vuestro código moral no logrará estas virtudes.
Bajo la moralidad del sacrificio, el primer valor que sacrificas es la moralidad; el siguiente es la autoestima. Cuando la necesidad es la norma, cada hombre es a la vez víctima y parásito. Como víctima, tiene que trabajar para satisfacer las necesidades de otros, quedándose en la posición de un parásito cuyas necesidades deben ser satisfechas por otros. No puede acercase a sus prójimos excepto en uno de dos desgraciados papeles: él es a la vez un mendigo y un imbécil.
Le temes al hombre que tiene un dólar menos que tú, ese dólar es suyo por derecho, te hace sentirte un defraudador moral. Odias al hombre que tiene un dólar más que tú, ese dólar es tuyo por derecho, te hace sentir que estás siendo defraudado moralmente. El hombre debajo es un motivo de tu culpa, el hombre encima es un motivo de tu frustración. No sabes qué entregar o exigir, cuándo dar y cuándo agarrar, qué placer en la vida es tuyo por derecho y qué deuda aún está impagada a otros – te esfuerzas por evadir, como “teoría”, el conocimiento de que por el criterio moral que has aceptado eres culpable cada momento de tu vida, no hay un bocado de comida que tragues que no sea necesitada por alguien en algún lugar de la Tierra – y abandonas el problema en ciego resentimiento, llegas a la conclusión que la perfección moral no es para ser alcanzada o deseada, que te revolcarás agarrando lo que puedas agarrar y evitando los ojos de los jóvenes, de los que te miran como si la autoestima fuera posible y esperaran que tú la tuvieras. Culpa es todo lo que retienes dentro de tu alma – y lo mismo hace todo hombre, al cruzarte con él, evitando tus ojos. ¿Te preguntas por qué tu moralidad no ha conseguido la hermandad en la Tierra o la buena voluntad entre los hombres?
La justificación del sacrificio, que tu moralidad pregona, es más corrupta que la corrupción que alega justificar. El motivo de tu sacrificio, te dice, debería ser amor – el amor que deberías sentir por cada hombre. Una moralidad que profesa la creencia que los valores del espíritu son más preciosos que la materia, una moralidad que te enseña a despreciar a una prostituta que entrega su cuerpo indiscriminadamente a todos los hombres, esa misma moralidad exige que entregues tu alma al amor promiscuo por todos los que aparezcan.
Igual que no puede haber riqueza sin causa, no puede haber amor sin causa, o ningún tipo de emoción sin causa. Una emoción es una respuesta a un hecho de la realidad, una estimativa dictada por tus criterios. Amar es valorar. El hombre que te dice que es posible valorar sin valores, amar a los que consideras que no tienen valor, es el hombre que te dice que es posible hacerse rico consumiendo sin producir y que el dinero de papel es tan valioso como el oro.
Observa que él no espera que sientas un miedo sin causa. Cuando este tipo de gente llega al poder, son expertos en idear medios de terror, en darte amplia causa para sentir el miedo con el que desean controlarte. Pero cuando se trata de amor, la más alta de las emociones, permites que te griten acusadoramente que tú eres un delincuente moral si eres incapaz de sentir un amor sin causa. Cuando un hombre siente miedo sin razón lo llevas al cuidado de un psiquiatra; no eres tan cuidadoso protegiendo el significado, la naturaleza y la dignidad del amor.
El amor es la expresión de los propios valores, la mayor recompensa que puedes ganar por las cualidades morales que has logrado en tu carácter y tu persona, el precio emocional que paga un hombre por la alegría que recibe de las virtudes de otro. Tu moralidad exige que divorcies tu amor de valores y se lo pases a cualquier haragán, no en respuesta a lo que vale, sino en respuesta a su necesidad; no como recompensa, sino como limosna; no como pago por virtudes, sino como un cheque en blanco por vicios. Tu moralidad te dice que el propósito del amor es liberarte de las ataduras de la moralidad, que el amor es superior al juicio moral, que el amor verdadero trasciende, perdona y sobrevive cualquier forma de maldad en su objeto, y que cuanto mayor el amor, mayor la depravación que le permite al amado. Amar a un hombre por sus virtudes es mezquino y humano, te dice; amarle por sus defectos es divino. Amar a quienes se lo merecen es interés propio; amar a quienes no se lo merecen es sacrificio. Les debes tu amor a quienes no lo merecen, y cuanto menos lo merecen, más amor les debes – cuanto más odioso el objeto, más noble tu amor – cuanto menos meticuloso tu amor, mayor tu virtud – y si puedes convertir tu alma en un estercolero que acepta de buena gana cualquier cosa en cualquier condición, si puedes cesar de valorar valores morales, habrás conseguido el estado de perfección moral.
Tal es vuestra moralidad del sacrificio y tales son los ideales gemelos que ofrece: remodelar la vida de tu cuerpo a imagen de un corral humano, y la vida de tu espíritu a imagen de una pocilga.
Tal era tu meta – y la has alcanzado. ¿Por qué gimes ahora quejándote de la impotencia del hombre y la futilidad de las aspiraciones humanas? ¿Porque fuiste incapaz de prosperar mientras buscabas la destrucción? ¿Porque fuiste incapaz de encontrar alegría mientras adorabas al dolor? ¿Porque fuiste incapaz de vivir mientras mantenías la muerte como tu criterio de valor?
El grado de tu capacidad para vivir fue el grado en el que quebraste tu código moral; sin embargo, crees que los que lo predican son amigos de la humanidad, te maldices a ti mismo y no te atreves a cuestionar sus motivos o sus objetivos. Míralos ahora, mientras enfrentas tu última elección – y si eliges perecer, hazlo con pleno conocimiento de lo miserable y lo pequeño que es el enemigo que ha segado tu vida.
Los místicos de ambas escuelas, que predican el credo del sacrificio, son gérmenes que te atacan a través de una única llaga: tu miedo a confiar en tu propia mente. Te dicen que poseen un medio de conocimiento por encima de la mente, un modo de consciencia superior a la razón, como un enchufe especial con algún burócrata del universo que les da algunos consejos secretos negados a otros. Los místicos del espíritu declaran que ellos poseen un sentido extra del que tú careces: este sexto sentido especial consiste en contradecir la totalidad del conocimiento de los cinco tuyos. Los místicos del músculo ni se preocupan con afirmar que tienen una percepción extrasensorial; ellos simplemente declaran que tus sentidos no son válidos, y que su sabiduría consiste en percibir tu ceguera a través de algún tipo de medio no especificado. Ambos exigen que invalides tu propia consciencia y te sometas a su poder. Ellos te ofrecen, como prueba de su conocimiento superior, el hecho de afirmar lo contrario de todo lo que tú sabes, y como prueba de su habilidad superior para lidiar con la existencia, el hecho de conducirte a la miseria, el auto-sacrificio, la inanición, la destrucción.
Aseguran percibir una forma de ser superior a tu existencia en este mundo. Los místicos del espíritu lo llaman “otra dimensión”, que consiste en negar las dimensiones. Los místicos del músculo lo llaman “el futuro”, que consiste en negar el presente. Existir es poseer identidad. ¿Qué identidad son ellos capaces de darle a su reino superior? Siguen diciéndote lo que no es, pero nunca te dicen lo que es. Todas sus identificaciones consisten en negar: Dios es aquello que ninguna mente humana puede conocer, afirman – y proceden a exigir que consideres eso conocimiento – Dios es no-hombre, cielo es no-Tierra, alma es no-cuerpo, virtud es no-beneficio, A es no-A, percepción es no-sensorial, conocimiento es no-razón. Sus definiciones no son actos de definir, sino de aniquilar.
Sólo la metafísica de una sanguijuela se aferraría a la idea de un universo donde un cero es la norma de identificación. Una sanguijuela querría buscar escapatoria de la necesidad de nombrar su propia naturaleza – escapar de la necesidad de saber que la substancia con la que ella construye su universo privado es sangre.
¿Cuál es la naturaleza de ese mundo superior al cual ellos sacrifican el mundo que existe? Los místicos del espíritu maldicen la materia, los místicos del músculo maldicen el beneficio. Los primeros desean que los hombres se beneficien renunciando a la Tierra, los segundos desean que los hombres hereden la Tierra renunciando a todo beneficio. Sus mundos no-materiales, no-beneficio son reinos donde los ríos corren con leche y café, donde el vino brota de rocas cuando lo ordenan, donde pasteles descienden sobre ellos desde las nubes al precio de abrir sus bocas. En este mundo material, buscador de beneficios, una enorme inversión de virtud – de inteligencia, integridad, energía, habilidad – se necesita para construir un ferrocarril para transportaros la distancia de un kilómetro; en su mundo no-material, no-beneficio, ellos viajan de planeta en planeta por el costo de un deseo. Si una persona honesta les pregunta: ¿Cómo? – ellos responden con aire de ofendido desprecio que un “cómo” es un concepto de vulgares realistas; el concepto de espíritus superiores es “De algún modo”. En esta Tierra restringida por la materia y el beneficio, las recompensas se logran con el pensamiento; en un mundo liberado de tales restricciones, las recompensas se logran deseando.
Y ése es todo su escuálido secreto. El secreto de todas sus filosofías esotéricas, de todas sus dialécticas y super-sentidos, de sus miradas evasivas y palabras amenazadoras, el secreto por el que destruyen civilización, lenguaje, industrias y vidas, el secreto por el que perforan sus propios ojos y tímpanos, pulverizan sus sentidos, arrasan sus mentes, el objetivo por el que disuelven los absolutos de razón, lógica, materia, existencia, realidad – es erigir sobre esa niebla plástica un único y sagrado absoluto: su Deseo.
La restricción de la que buscan escapar es la ley de identidad. La libertad que buscan es la libertad del hecho que una A continuará siendo una A, no importan sus lágrimas o berrinches – que un río no les traerá leche, no importa el hambre que tengan – que el agua no fluirá colina arriba, no importa qué comodidades podrían tener si lo hiciese, y que si quieren elevarla hasta el techo de un rascacielos, tienen que hacerlo por un proceso de pensamiento y trabajo, en el que la naturaleza de cada centímetro de cañería cuenta, pero sus sentimientos no – que sus sentimientos son impotentes para alterar el curso de una sola mota de polvo en el espacio, o la naturaleza de cualquier acción que ellos hayan cometido.
Quienes te dicen que el hombre es incapaz de percibir una realidad no distorsionada por sus sentidos, quieren decir que ellos no quieren percibir una realidad no distorsionada por sus sentimientos. “Las cosas como son” son cosas como percibidas por tu mente; divórcialas de la razón y se convierten en “cosas como percibidas por tus deseos”.
No existe revolución honrada contra la razón – y cuando tú aceptas cualquier parte de su credo, tu motivo es salirte con la tuya haciendo algo que tu razón no te permitiría atentar. La libertad que buscas es libertad del hecho de que si robaste tus bienes eres un sinvergüenza, no importa cuánto des a la caridad o cuántas oraciones recites – que si duermes con mujerzuelas no eres un marido digno, no importa lo fervorosamente que sientas que amas a tu esposa la mañana siguiente – que eres una entidad, no una serie de piezas al azar esparcidas por un universo donde nada permanece y nada te compromete a nada, el universo de una pesadilla infantil donde las identidades flotan y fluctúan, donde el malvado y el héroe son partes intercambiables que se pueden asumir arbitrariamente – que eres un hombre – que eres una entidad – que eres.
No importa el entusiasmo con que proclames que el objetivo de tu místico deseo es un modo superior de vida, la rebelión contra la identidad es el deseo de la no-existencia. El deseo de no ser nada es el deseo de no ser.
Tus maestros, los místicos de ambas escuelas, han trocado la causalidad en sus consciencias, y luego se esfuerzan por trocarla en la existencia. Ellos ven sus emociones como la causa, y su mente como un efecto pasivo. Convierten sus emociones en su herramienta para percibir la realidad. Consideran sus deseos como una primaria irreducible, un hecho por encima de todos los hechos. Un hombre honrado no desea nada hasta haber identificado el objeto de su deseo. Él dice: “Es, luego lo quiero”. Ellos dicen: “Lo quiero, luego es”.
Ellos quieren falsear el axioma de la existencia y la consciencia, quieren que su consciencia sea un instrumento no de percibir sino de crear la existencia, y que la existencia sea no el objeto sino el sujeto de sus consciencias – ellos quieren ser el Dios que crearon en su imagen y semejanza, creando un universo a partir de un vacío por un capricho arbitrario. Pero la realidad no puede ser engañada. Lo que ellos consiguen es lo opuesto de su deseo. Quieren ejercer un poder omnipotente sobre la existencia; en vez de eso, pierden el poder de su consciencia. Al rehusarse a conocer, se condenan a sí mismos al horror de una ignorancia perpetua.
Esos deseos irracionales que te atraen a su credo, esas emociones que adoras como a un ídolo, en cuyo altar sacrificas la Tierra, esa oscura, incoherente pasión dentro de ti que crees ser la voz de Dios o de tus glándulas, no es más que el cadáver de tu mente. Una emoción que choca con tu razón, una emoción que no puedes explicar o controlar, es sólo la carcasa de ese pensar mustio que prohibiste que tu mente examinase.
Cada vez que cometiste la maldad de negarte a pensar y a ver, de desfalcar el absoluto de la realidad por algún pequeño deseo tuyo, cada vez que decidiste decir: Voy a retirar del juicio de la razón las galletas que robé, o la existencia de Dios, permíteme este único antojo irracional y seré un hombre de razón para todo lo demás – ése fue el acto de subvertir tu consciencia, el acto de corromper tu mente. Tu mente entonces se convirtió en un jurado sobornado recibiendo órdenes de un submundo secreto, cuyo veredicto distorsiona la evidencia para acomodarse a un absoluto que no osa tocar – y el resultado es una realidad censurada, una realidad desgajada, donde los fragmentos que decides ver flotan entre las fisuras de aquellos que decidiste no ver, aglutinados por ese bálsamo adormecedor de la mente que es una emoción exenta de pensamiento.
Los lazos que te esfuerzas en ahogar son conexiones causales. El enemigo que intentas vencer es la ley de causalidad: ella no permite milagros. La ley de causalidad es la ley de identidad aplicada a la acción. Todas las acciones son causadas por entidades. La naturaleza de una acción está causada y determinada por la naturaleza de las entidades que actúan; una cosa no puede actuar en contradicción a su naturaleza. Una acción no causada por una entidad sería causada por un cero, lo que significaría un cero controlando una cosa, una no-entidad controlando una entidad, lo no-existente controlando lo existente – que es el universo que tus maestros desean, la causa de sus doctrinas de acción sin causas, la razón de su revuelta contra la razón, el objetivo de su moralidad, de su política, de su economía, el ideal por el que luchan: el reinado del cero.
La ley de identidad no permite que tengas tu pastel y te lo comas a la vez. La ley de causalidad no permite que te comas tu pastel antes de tenerlo. Pero si ahogas ambas leyes en los vacíos de tu mente, si te dices a ti mismo y a los demás que tú no ves – entonces puedes intentar proclamar tu derecho a comerte tu pastel hoy y el mío mañana, puedes predicar que la forma de tener un pastel es comérselo primero, antes de cocinarlo, que la forma de producir es empezar consumiendo, que todos los que desean tienen un derecho igual sobre todas las cosas, puesto que nada está causado por nada. El corolario de lo no causado en materia es lo no merecido en espíritu.
Cada vez que te rebelas contra la causalidad, tu motivo es el fraudulento deseo, no de escapar de ella, sino peor: de subvertirla. Quieres amor inmerecido, como si amor, el efecto, pudiera darte valor personal, la causa – quieres admiración inmerecida, como si admiración, el efecto, pudiera darte virtud, la causa – quieres riqueza inmerecida, como si riqueza, el efecto, pudiera darte habilidad, la causa – suplicas misericordia, misericordia, no justicia, como si un perdón inmerecido pudiese borrar la causa de tu súplica. Y para regodearte en tus feos y mezquinos fraudes, apoyas las doctrinas de tus maestros, mientras que ellos corren como locos proclamando que gastar, el efecto, crea riqueza, la causa; que la maquinaria, el efecto, crea inteligencia, la causa; que tus deseos sexuales, el efecto, crean tus valores filosóficos, la causa.
¿Quién paga por la orgía? ¿Quién causa lo que no tiene causa? ¿Quiénes son las víctimas, condenadas a permanecer menospreciadas y a perecer en silencio, para que su agonía no moleste tu pretensión de que ellas no existen? Somos nosotros, nosotros, los hombres de la mente.
Nosotros somos la causa de todos los valores que codiciáis, nosotros quienes realizamos el proceso de pensar, que es el proceso de definir identidad y descubrir conexiones causales. Nosotros te enseñamos a conocer, a hablar, a producir, a desear, a amar. Tú que abandonas la razón – si no fuera por nosotros los que la preservamos, tú no sería capaz de satisfacer y ni siquiera de concebir tus deseos. No serías capaz de desear los vestidos que no habrían sido hechos, el automóvil que no habría sido inventado, el dinero que no habría sido concebido como intercambio por mercancías inexistentes, la admiración que no habría sido experimentada por hombres que no lograron nada, el amor que pertenece y tiene que ver sólo con quienes preservan su capacidad de pensar, de elegir, de valorar.
Tú – que saltas como un salvaje desde la jungla de tus sentimientos a la Quinta Avenida de nuestra Nueva York y proclamas que quieres seguir con las luces eléctricas, pero destruir los generadores – es nuestra riqueza la que estás usando mientras nos destruyes, son nuestros valores los que estás usando mientras nos condenas, es nuestro lenguaje el que estás usando mientras niegas la mente.
Igual que tus místicos del espíritu inventaron su cielo en la imagen de nuestra Tierra, omitiendo nuestra existencia, y te prometieron recompensas creadas por un milagro procedente de la no-materia – así tus modernos místicos del músculo omiten nuestra existencia y te prometen un cielo donde la materia se transforma a sí misma por su propia voluntad sin causa en todas las recompensas deseadas por tu no-mente.
Durante siglos, los místicos del espíritu han existido organizando un esquema de extorsión – haciendo la vida en la Tierra insoportable y luego cobrándote por consuelo y alivio; prohibiéndote todas las virtudes que hacen la existencia posible y luego cabalgando en los hombros de tu culpa; declarando que la producción y la alegría son pecados y luego recaudando chantaje de los pecadores. Nosotros, los hombres de la mente, éramos las víctimas silenciadas de su credo, quienes estábamos dispuestos a quebrar su código moral y a aceptar condena por el pecado de la razón – quienes pensábamos y actuábamos mientras ellos deseaban y rezaban – quienes éramos los parias morales, los contrabandistas de la vida cuando la vida era considerada un crimen – mientras ellos se regodeaban en la gloria moral por la virtud de superar la codicia material y de distribuir en desprendida caridad los bienes materiales producidos por – evasión.
Ahora nosotros estamos encadenados y siendo obligados a producir por salvajes que no nos conceden ni siquiera la identificación de pecadores – por salvajes que proclaman que no existimos, y que luego amenazan con quitarnos la vida que no poseemos si no conseguimos proporcionarles los bienes que no producimos. Ahora se espera que continuemos operando ferrocarriles y sepamos al minuto cuándo va a llegar un tren después de cruzar todo un continente, se espera que continuemos operando fundiciones de acero y que conozcamos la estructura molecular de cada partícula de metal en los cables de tus puentes y en el fuselaje de los aviones que te mantienen suspendido en el aire – mientras las tribus de vuestros ridículos y grotescos místicos del músculo pelean por los despojos de nuestro mundo, mascullando en sonidos de no-lenguaje que no hay principios, ni absolutos, ni conocimiento, ni mente.
Rebajándose aún más que un salvaje, que cree que las palabras mágicas que pronuncia tienen el poder de alterar la realidad, ellos creen que la realidad puede ser alterada por el poder de las palabras que no pronuncian – y su herramienta mágica es la evasión, la pretensión de que nada puede llegar a existir sin atravesar la magia negra de su negativa a identificarlo.
Así como alimentan con riqueza robada su cuerpo, así también alimentan con conceptos robados su mente, y proclaman que honestidad consiste en negarse a admitir que uno está robando. Así como usan los efectos mientras niegan las causas, así también usan nuestros conceptos mientras niegan las raíces y la existencia de los conceptos que están usando. Así como aspiran, no a construir, sino a apropiarse de instalaciones industriales, así también aspiran, no a pensar, sino a apropiarse del pensamiento humano.
Así como proclaman que el único requerimiento para operar una fábrica es la destreza para mover las palancas de las máquinas y evaden la cuestión de quién creó la fábrica – así también proclaman que no hay entidades, que nada existe salvo el movimiento, y evaden el hecho de que movimiento presupone la cosa que se mueve, que sin el concepto de entidad no puede haber tal concepto como ‘movimiento’. Así como proclaman su derecho a consumir lo no ganado, y evaden la cuestión de quién lo ha de producir, así también proclaman que no existe la ley de identidad, que nada existe salvo el cambio, y evaden el hecho de que cambio presupone los conceptos de qué cambia, de qué a qué, y que sin la ley de identidad no tal concepto como “cambio” es posible. Así como le roban a un industrial mientras niegan su valor, así también aspiran a hacerse con el poder sobre toda la existencia mientras niegan que la existencia existe.
 “Sabemos que no sabemos nada”, murmuran, evadiendo el hecho de que están alegando conocimiento – “No hay absolutos”, murmuran, evadiendo el hecho de que están expresando un absoluto – “No puedes demostrar que existes o que eres consciente”, murmuran, evadiendo el hecho de que demostración presupone existencia, consciencia y una complicada cadena de conocimiento: la existencia de algo que conocer, de una consciencia capaz de conocerlo, y de un conocimiento que ha aprendido a distinguir entre conceptos tales como lo demostrado y lo no demostrado.
Cuando un salvaje que no ha aprendido a hablar declara que la existencia debe ser demostrada, está pidiendo que lo demuestres a través de la no-existencia – cuando declara que tu consciencia debe ser demostrada, te está pidiendo que lo demuestres mediante la inconsciencia – te está pidiendo que entres en un vacío fuera de la existencia y la consciencia para darle a él prueba de ambas – te pide que te conviertas en un cero adquiriendo conocimiento sobre un cero.
Cuando él declara que un axioma es cuestión de elección arbitraria y decide no aceptar el axioma de que él existe, está evadiendo el hecho de que lo ha aceptado al pronunciar esa frase, que la única forma de rechazarlo es cerrar la boca, no proponer ninguna teoría, y morirse.
Un axioma es una afirmación que identifica la base del conocimiento y de cualquier otra afirmación posterior relacionada con ese conocimiento, una afirmación necesariamente contenida en todas las demás, tanto si la persona que afirma decide identificarla como si no. Un axioma es una proposición que derrota a sus oponentes por el hecho de que ellos tienen que aceptarla y utilizarla en el proceso de cualquier intento de negarla. Que el troglodita que decide no aceptar el axioma de la identidad intente presentar su teoría sin usar el concepto de identidad ni cualquier concepto derivado de él – que el antropoide que decide no aceptar la existencia de sustantivos intente inventar un lenguaje sin sustantivos, adjetivos o verbos – que el hechicero que decide no aceptar la validez de la percepción sensorial intente demostrarlo sin utilizar los datos que obtiene a través de sus sentidos – que el cazador de cabezas que decide no aceptar la validez de la lógica intente demostrarlo sin utilizar lógica – que el pigmeo que proclama que un rascacielos no necesita cimientos después de llegar al piso cincuenta arranque los cimientos de su edificio, no del tuyo – que al caníbal que gruñe que la libertad de la mente del hombre fue necesaria para crear una civilización industrial pero no es necesaria para mantenerla, se le dé una lanza y una piel de oso, no una cátedra en la facultad de economía.
¿Piensas que te están haciendo retroceder a las tinieblas de la Edad Media? Te están haciendo retroceder a la época más tenebrosa que tu historia ha conocido. Su objetivo no es la época antes de la ciencia, sino la época antes del lenguaje. Su propósito es despojarte del concepto del cual la mente del hombre, su vida y su cultura dependen: el concepto de una realidad objetiva. Identifica el desarrollo de una consciencia humana – y te darás cuenta del propósito de su credo.
Un salvaje es un ser que no ha comprendido que A es A y que la realidad es real. Ha detenido su mente al nivel de un bebé, en el estado en que una consciencia adquiere sus percepciones sensoriales iniciales y aún no ha aprendido a distinguir objetos sólidos. Es a un bebé a quien el mundo le aparece como una mancha en movimiento, sin cosas que se mueven – y el nacimiento de su mente es el día en que comprende que ese flash que aparece y desaparece delante de él es su madre, y que la turbulencia más allá es una cortina, que las dos son entidades sólidas y ninguna de ellas puede convertirse en la otra, que son lo que son, que existen. El día en que comprende que la materia no tiene voluntad propia es el día en que comprende que él sí la tiene – y ése es su nacimiento como ser humano. El día en que comprende que el reflejo que ve en un espejo no es una ilusión, que es real pero no es él mismo; que el espejismo que ve en un desierto no es una ilusión, que es real, que el aire y los rayos de luz que lo causan son reales pero no es una ciudad, es el reflejo de una ciudad – el día en que comprende que él no es un receptor pasivo de las sensaciones de cualquier momento dado, que sus sentidos no le proporcionan conocimiento automático en fragmentos sueltos fuera de contexto sino sólo el material del conocimiento, que su mente debe aprender a integrar – el día en que comprende que sus sentidos no pueden engañarle, que objetos físicos no pueden actuar sin causas, que sus órganos de percepción son físicos y no tienen volición ni poder para inventar o distorsionar, que la evidencia que le brindan es un absoluto pero su mente tiene que aprender a entenderla, su mente tiene que descubrir la naturaleza, las causas, el contexto total de su material sensorial, su mente tiene que identificar las cosas que él percibe – ése es el día de su nacimiento como pensador y científico.
Nosotros somos los hombres que hemos llegado a ese día; vosotros sois los hombres que habéis llegado parcialmente; un salvaje es un hombre que nunca llega.
Para un salvaje, el mundo es un lugar de milagros ininteligibles donde cualquier cosa es posible para la materia inanimada y nada es posible para él. Su mundo no es lo desconocido, sino ese horror irracional: lo incognoscible. Él cree que los objetos físicos están dotados de una misteriosa voluntad, movidos por caprichos sin causa e imprevisibles, mientras que él es un peón indefenso a merced de fuerzas fuera de su control. Él cree que la naturaleza está gobernada por demonios que poseen un poder omnipotente y que la realidad es el fluido patio de recreo en el que ellos pueden transformar su cuenco de comida en una serpiente y a su mujer en un escarabajo en cualquier momento, donde el A que él nunca ha descubierto puede ser cualquier no-A que ellos decidan, donde el único conocimiento que él posee es que no debe intentar conocer. Él no puede contar con nada, sólo puede desear, y se pasa la vida deseando, implorando a sus demonios que le concedan sus deseos por el arbitrario poder de la voluntad de ellos, dándoles crédito cuando lo hacen, culpándose a sí mismo cuando no lo hacen, ofreciéndoles sacrificios en señal de gratitud y sacrificios en señal de culpa, arrastrándose en su estómago con miedo y adorando a sol y luna y viento y lluvia y a cualquier sinvergüenza que se declare a sí mismo como el portavoz de ellos, siempre que sus palabras sean incomprensibles y su máscara lo suficientemente aterradora – él desea, suplica y se arrastra, y muere, dejándote como muestra de su visión de la existencia las monstruosidades distorsionadas de sus ídolos, parte hombre, parte animal, parte araña, las encarnaciones del mundo del no-A.
Ése es el estado intelectual de tus maestros modernos, y suyo es el mundo al cual ellos te quieren conducir.
Si te preguntas de qué manera se proponen hacerlo, entra en cualquier aula de universidad y oirás a los profesores enseñándoles a tus hijos que el hombre no puede estar seguro de nada, que su consciencia no tiene validez alguna, que no puede aprender ni hechos ni leyes de la existencia, que es incapaz de conocer una realidad objetiva. ¿Cuál es, entonces, su criterio de conocimiento y de verdad? Lo que otros crean, es su respuesta. No existe conocimiento – ellos enseñan – sólo fe: tu creencia de que existes es un acto de fe, no más válido que la fe de otro en su derecho a matarte; los axiomas de la ciencia son un acto de fe, no más válidos que la fe de un místico en las revelaciones; la creencia de que la luz eléctrica puede ser producida por un generador es un acto de fe, no más válida que la creencia de que puede ser producida por una pata de conejo besada bajo una escalera en una noche de luna nueva – la verdad es lo que la gente decida que sea, y la gente son todos excepto tú; la realidad es lo que la gente diga que es, no hay hechos objetivos, sólo existen los deseos arbitrarios de la gente – el hombre que busca el conocimiento en un laboratorio con tubos de ensayo y lógica es un estúpido anticuado y supersticioso; el verdadero científico es un hombre que anda por ahí realizando encuestas públicas – y si no fuera por la codicia egoísta de los fabricantes de vigas de acero, que tienen un obvio interés en obstruir el progreso de la ciencia, te darías cuenta de que la ciudad de Nueva York no existe, porque una encuesta de toda la población mundial revelaría, por abrumadora mayoría, que sus creencias prohíben que exista.
Durante siglos, los místicos del espíritu han proclamado que la fe es superior a la razón, pero no se han atrevido a negar la existencia de la razón. Sus herederos y fruto, los místicos del músculo, han completado su trabajo y alcanzado su sueño: proclaman que todo es fe, y lo llaman una rebelión contra el creer. Como rebelión contra afirmaciones no demostradas, proclaman que nada puede ser demostrado; como rebelión contra el conocimiento sobrenatural, proclaman que ningún conocimiento es posible; como rebelión contra los enemigos de la ciencia, proclaman que ciencia es superstición; como rebelión contra la esclavitud de la mente, proclaman que la mente no existe.
Si renuncias a tu capacidad de percibir, si aceptas el cambio de tu discernimiento de lo objetivo a lo colectivo y esperas a que la humanidad te diga qué pensar, hallarás otro cambio produciéndose ante esos ojos a los que has renunciado: verás que tus maestros se convierten en los gobernantes del colectivo, y si te niegas a obedecerles, argumentando que ellos no son la totalidad de la humanidad, te responderán: “¿Cómo sabes que no lo somos? ¿Ser, compadre? ¿De dónde has sacado ese término arcaico?”.
Si dudas que ése es su objetivo, observa con qué apasionada consistencia los místicos del músculo se esfuerzan en hacerte olvidar que un concepto como “mente” ha existido alguna vez. Observa las contorsiones de verborrea sin definir; las palabras con significados elásticos; los términos que se quedan flotando a medio camino mediante los cuales intentan evadir el reconocer el concepto “pensar”. Tu consciencia, te dicen, consiste en “reflejos”, “reacciones”, “experiencias”, “impulsos” e “instintos” – y se niegan a identificar los medios a través de los cuales ellos adquirieron ese conocimiento, a identificar el acto que están realizando cuando te lo cuentan, o el acto que tú estás realizando cuando escuchas. Las palabras tienen el poder de “condicionarte”, dicen, y se niegan a identificar la razón por la cual las palabras tienen el poder de alterar tu – evasión. Un estudiante leyendo un libro lo entiende a través de un proceso de – evasión. Un científico inventando algo está ocupado en la actividad de – evasión. Un psicólogo ayudándole a un neurótico a resolver un problema y desenmarañar un conflicto lo hace por medio de – evasión. Un industrial – evasión, no existe tal persona. Una fábrica es un “recurso natural”, como un árbol, una piedra o un lodazal.
El problema de la producción, te dicen, ha sido resuelto y no merece más estudio ni atención; el único problema que queda para que tus “reflejos” lo resuelvan es ahora el problema de la distribución. ¿Quién resolvió el problema de la producción? La humanidad, responden. ¿Cuál fue la solución? Los bienes están aquí. ¿Cómo llegaron hasta aquí? De alguna forma. ¿Qué lo causó? Nada tiene causas.
Ellos proclaman que cada hombre que nace tiene derecho a existir sin trabajar y, no importando que estén siendo contrariadas las leyes de la realidad, tiene derecho a recibir su “sustento mínimo” – su comida, su vestimenta, su techo – sin esfuerzo de su parte, como su derecho de nacimiento. ¿Recibirlo – de quién? Evasión. Cada hombre, anuncian, es dueño de una parte proporcional de los beneficios tecnológicos creados en el mundo. ¿Creados – por quién? Evasión. Cobardes frenéticos que posan como defensores de los industriales, ahora definen el objetivo de la actividad económica como “un ajuste entre los deseos ilimitados de los hombres y el suministro de bienes en cantidad limitada”. ¿Suministrados – por quién? Evasión. Bellacos intelectuales que posan como profesores desprecian a los pensadores de antaño, declarando que sus teorías sociales estaban basadas en la premisa nada práctica de que el hombre era un ser racional – pero ya que los hombres no son racionales, ellos declaran, debería establecerse un sistema que hiciera posible existir siendo irracional, lo que significa: desafiando a la realidad. ¿Quién lo hará posible? Evasión. Cualquier mediocridad descarriada acapara titulares con planes para controlar la producción de la humanidad – e independientemente de quién esté en acuerdo o en desacuerdo con sus estadísticas, nadie cuestiona su derecho a imponer sus planes por medio de una pistola. ¿Imponérselos – a quién? Evasión. Hembras al azar con ingresos sin causa revolotean en viajes alrededor del mundo y regresan para divulgar el mensaje de que los pueblos atrasados del mundo exigen un mayor nivel de vida. ¿Exigen – de quién? Evasión.
Y para impedir cualquier indagación sobre la causa de la diferencia entre una aldea de la selva y la ciudad de Nueva York, recurren al colmo de la obscenidad para explicar el progreso industrial del hombre – rascacielos, puentes colgantes, motores, ferrocarriles – declarando que el hombre es un animal que posee un “instinto de hacer herramientas”.
¿Te preguntabas qué hay de malo en el mundo? Ahora estás viendo el clímax del credo de lo no-causado y lo no-ganado. Todas tus cuadrillas de místicos, del espíritu o del músculo, están luchando entre ellas por el poder de gobernarte a ti, bramando que el amor es la solución a todos los problemas de tu espíritu y un látigo es la solución a todos los problemas de tu cuerpo – a ti, que has concedido que no tienes mente. Atribuyéndole al hombre menos dignidad que le atribuyen al ganado, ignorando lo que un domador de animales les diría – que ningún animal puede ser domado por el miedo, que un elefante torturado aplastará a su torturador pero no trabajará para él ni transportará sus cargas – esperan que el hombre continúe produciendo componentes electrónicos, aviones supersónicos, máquinas que bombardean partículas atómicas, y telescopios interestelares, con su ración de carne como recompensa y un latigazo en la espalda como incentivo.
No te dejes engañar en cuanto al carácter de los místicos. Doblegar tu consciencia ha sido siempre su único objetivo a través de los tiempos – y poder, el poder de regirte por la fuerza, siempre ha sido su única ambición.
Desde los ritos de los hechiceros de la selva, que distorsionaban la realidad en incongruencias grotescas, atontaban la mente de sus víctimas y las mantuvieron bajo el terror a lo sobrenatural durante largos y letárgicos siglos – a las doctrinas sobrenaturales dela Edad Media, que mantuvieron a los hombres acurrucados en el suelo de barro de sus chozas, aterrorizados de que el diablo pudiera robarles la sopa que habían trabajado dieciocho horas para conseguir – al escuálido profesorcito sonriente que te asegura que tu cerebro no tiene capacidad para pensar, que no tienes medios de percepción y que debes obedecer ciegamente la omnipotente voluntad de esa fuerza sobrenatural: la Sociedad – todo ello es la misma pantomima con el mismo y único objetivo: reducirte al tipo de amasijo que ha renunciado a la validez de su consciencia.
Pero no te lo pueden hacer sin tu consentimiento. Si permites que te lo hagan, te lo mereces.
Cuando escuchas la arenga de un místico sobre la impotencia de la mente humana y empiezas a dudar de tu consciencia, no de la suya; cuando permites que tu precario estado más o menos racional se vea sacudido por cualquier afirmación y decides que es más seguro confiar en su certeza y conocimiento superiores, os embaucáis los dos: tu aprobación es la única fuente de certeza que él tiene. El poder sobrenatural que un místico teme, el espíritu incomprensible al que adora, la consciencia que considera omnipotente es – la tuya.
Un místico es un hombre que rindió su mente en su primer encuentro con las mentes de otros. En algún lejano momento de su infancia, cuando su propio entendimiento de la realidad chocó con las afirmaciones de otros, con las órdenes arbitrarias y exigencias contradictorias de otros, él cedió a un temor a la independencia tan cobarde que acabó renunciando a su facultad racional. En la encrucijada de la elección entre “Yo sé” y “Ellos dicen”, eligió la autoridad de otros, eligió someterse antes que entender, creer en vez de pensar. Fe en lo sobrenatural empieza como fe en la superioridad de otros. Su rendición tomó la forma de una emoción: que él debe esconder su falta de entendimiento, que otros poseen algún tipo de conocimiento misterioso del que sólo él carece, que la realidad es lo que ellos quieren que sea, por unos medios negados a él para siempre.
A partir de ese momento, con miedo a pensar, él queda a merced de emociones sin identificar. Sus emociones se convierten en su única guía, su único residuo de identidad personal; se agarra a ellas con feroz apego – y cualquier acto de pensar que realice está consagrado al esfuerzo de ocultar de sí mismo que la naturaleza de sus emociones es terror.
Cuando un místico declara que siente la existencia de un poder superior a la razón, la verdad es que lo siente, pero ese poder no es un super-espíritu omnisciente del universo, es la consciencia de cualquier transeúnte a quien le ha cedido la suya. Un místico está motivado por la necesidad de impresionar, de engañar, de adular, de mentir, de forzar la omnipotente consciencia de otros. “Ellos” son su única clave a la realidad, él siente que no puede existir salvo dominando el misterioso poder de los demás y extorsionando su inexplicable consentimiento. “Ellos” son su único medio de percepción y, como un ciego que depende de la vista de un perro, siente que tiene que amarrarlos para poder vivir. Controlar la consciencia de otros se torna su única pasión; la ambición por el poder es un hierbajo que sólo crece en las desérticas parcelas de una mente abandonada.
Todo dictador es un místico, y todo místico es un dictador en potencia. El místico anhela la obediencia de los hombres, no su acuerdo. Quiere que ellos rindan su consciencia a las afirmaciones, los edictos, los deseos, los caprichos de él – igual que la consciencia de él se ha rendido a la de ellos. Quiere relacionarse con los hombres por medio de la fe y la fuerza – no encuentra satisfacción en el consentimiento de los demás si tiene que ganárselo por medio de hechos y de razón. La razón es el enemigo al que teme y a la vez considera precario: la razón, para él, es una forma de engañar; él siente que los hombres poseen algún poder más potente que la razón, y sólo el que los demás le crean sin causa o su obediencia forzada pueden darle a él una sensación de seguridad, una prueba de que ha conseguido control de ese don místico que le faltaba. Su ansia es mandar, no convencer: la convicción requiere un acto de independencia y descansa en el absoluto de una realidad objetiva. Lo que él busca es poder sobre la realidad y sobre los medios de los hombres de percibirla, la mente de los demás, el poder de interponer su voluntad entre existencia y consciencia, como si, al aceptar falsear la realidad que él les manda falsear, los hombres pudiesen, de hecho, crearla.
Así como el místico es un parásito en materia, que expropia riqueza creada por otros – y un parásito en espíritu, que saquea ideas creadas por otros – así también cae por debajo del nivel de un loco que crea su propia distorsión de la realidad, hasta el nivel de un parásito de la locura, que busca una distorsión creada por otros.
Sólo hay un estado que satisface el anhelo del místico por la infinidad, la no-causalidad, la no-identidad: la muerte. No importa qué causas ininteligibles él atribuya a sus incomunicables sentimientos, quien rechaza la realidad rechaza la existencia – y las emociones que le motivan a partir de ese momento son el odio contra todos los valores de la vida del hombre, y la codicia por todas las maldades que la destruyen. Un místico goza del espectáculo del sufrimiento, de la pobreza, la subordinación y el terror; éstos le dan una sensación de triunfo, una prueba de la derrota de la realidad racional. Pero ninguna otra realidad existe.
No importa de quién sea el bienestar que profese servir, el de Dios o el de esa gárgola incorpórea que él describe como “El Pueblo”; no importa qué ideal proclame en términos de alguna dimensión sobrenatural – de hecho, en realidad, en la Tierra, su ideal es la muerte, su frenesí es matar, su única satisfacción es torturar.
Destrucción es el único fin que el credo de los místicos ha conseguido alcanzar en el pasado, así como el único fin que ves que están consiguiendo hoy, y si las calamidades provocadas por sus actos no les han hecho cuestionar sus doctrinas, si profesan estar motivados por amor sin amilanarse ante montañas de cadáveres humanos, es porque la verdad acerca de sus almas es aún peor que la obscena excusa que tú les has permitido: la excusa de que el fin justifica los medios y que los horrores que practican son medios para fines más nobles. La verdad es que esos horrores son sus fines.
Tú, que eres tan depravado para creer que puedes adaptarte a la dictadura de un místico y que podrías complacerlo obedeciendo sus órdenes – no hay forma de complacerlo; cuando le obedeces cambiará sus órdenes; él busca la obediencia por la obediencia y la destrucción por la destrucción. Tú, que eres tan pusilánime para creer que puedes llegar a un acuerdo con un místico cediendo a sus extorsiones – no hay forma de sobornarlo, el soborno que quiere es tu vida, tan despacio o tan aprisa como estés dispuesto a entregarla – y el monstruo que él intenta sobornar es la oculta evasión en su mente que le lleva a matar para no percatarse de que la muerte que él desea es la suya propia.
Tú, que eres tan inocente para creer que las fuerzas desatadas en tu mundo de hoy están motivadas por la codicia de saqueo material – la urgencia de los místicos por despojos es sólo un velo para encubrir de su mente la naturaleza de su motivo. La riqueza es un medio de vida humana, y ellos claman por la riqueza imitando a seres vivos, para fingir consigo mismos que desean vivir. Pero su sucia complacencia en lujo saqueado no es un deleite, es una escapatoria. Ellos no quieren ser dueños de tu fortuna, quieren que tú la pierdas; ellos no quieren triunfar, quieren que tú fracases; ellos no quieren vivir, quieren que tú mueras; ellos no desean nada, odian la existencia, y continúan corriendo, cada uno de ellos intentando no enterarse de que el objeto de su odio es él mismo.
Tú, que nunca comprendiste la naturaleza del mal; tú, que los describes como “idealistas confusos” – ¡que el Dios que inventaste te perdone! – ellos son la esencia del mal, ellos, esos objetos anti-vivientes que procuran, al devorar al mundo, llenar el desinteresado cero de su alma. No es tu riqueza lo que buscan. Lo suyo es una conspiración contra la mente, lo que significa: contra la vida y el hombre.
Es una conspiración sin líder ni dirección, y los pequeños rufianes de turno que se aprovechan de la agonía de una nación u otra son escoria fortuita flotando en el torrente del dique roto de la cloaca de los siglos, de los pantanos de odio contra la razón, la lógica, la habilidad, los logros, la felicidad, almacenados por cada llorón anti-humano que alguna vez predicó la superioridad del “corazón” sobre la mente.
Es una conspiración de todos los que intentan, no vivir, sino salirse con la suya viviendo, aquéllos que intentan engañar sólo un poquito a la realidad y se sienten atraídos, por emoción, hacia todos los otros que están ocupados engañándola otro poquito – una conspiración que une con lazos de evasión a todos los que persiguen el cero como un valor: el profesor que, incapaz de pensar, se complace en mutilar las mentes de sus alumnos; el hombre de negocios que, para proteger su estancamiento, se complace coartando la habilidad de sus competidores; el neurótico que, para defender el odio que tiene de sí mismo, se complace destruyendo a los hombres de autoestima; el incompetente que se complace en derrotar el logro, el mediocre que se complace en demoler la grandeza, el eunuco que se complace en castrar todo placer – y a todos sus fabricantes de munición intelectual, a todos quienes predican que la inmolación de la virtud transformará vicios en virtudes. La muerte es la premisa en la raíz de sus teorías, la muerte es el objetivo de sus acciones en la práctica – y vosotros sois sus últimas víctimas.
Nosotros, que somos los intermediarios vivientes entre vosotros y la naturaleza de vuestro credo, no estamos más ahí para salvaros de los efectos de las creencias que habéis escogido. No estamos dispuestos más a seguir pagando con nuestras vidas las deudas que contrajisteis en las vuestras o el déficit moral acumulado por todas vuestras generaciones anteriores. Habéis estado viviendo en tiempo prestado – y yo soy el hombre que ha reclamado el préstamo.
Yo soy el hombre cuya existencia vuestras evasiones estaban diseñadas a permitiros ignorar. Yo soy el hombre que vosotros no queríais que viviera ni que muriera. No queríais que viviera porque teníais miedo de saber que yo estaba asumiendo la responsabilidad que habíais evadido y que vuestras vidas dependían de mí; no queríais que muriera, porque lo sabíais.
Hace doce años, cuando trabajaba en vuestro mundo, yo era inventor. Ejercía una profesión que fue la última en aparecer en la historia de la humanidad y será la primera en desaparecer en el retorno a lo sub-humano. Un inventor es un hombre que pregunta “¿Por qué?” al universo y no permite que nada se interponga entre la respuesta y su mente.
Igual que el hombre que descubrió el uso del vapor o el hombre que descubrió el uso del petróleo, descubrí una fuente de energía que había estado disponible desde el origen del planeta, pero que los hombres no habían sabido cómo utilizar excepto como objeto de devoción, de terror y de leyendas sobre un dios atronador. Completé el modelo experimental de un motor que habría valido una fortuna para mí y para quienes me habían contratado, un motor que habría aumentado la eficiencia de cada actividad humana que usara fuerza motriz y le habría añadido el regalo de una mayor productividad a cada hora que destinarais a ganaros la vida.
Entonces, una noche en una asamblea en la fábrica, oí cómo yo era sentenciado a muerte por razón de mi invento. Oí a tres parásitos afirmar que mi cerebro y mi vida eran su propiedad, que mi derecho a existir era condicional y dependía de la satisfacción de sus deseos. El objetivo de mi capacidad, dijeron, era servir las necesidades de quienes eran menos capaces. Yo no tenía derecho a vivir, dijeron, en virtud de mi competencia para vivir; su derecho a vivir era incondicional, en virtud de su incompetencia.
Entonces vi lo que estaba mal con el mundo, vi lo que estaba destruyendo hombres y naciones, y dónde la batalla por la vida tenía que ser pugnada. Vi que el enemigo era una moral invertida – y que mi sanción era su único poder. Vi que el mal es impotente – que el mal era lo irracional, lo ciego, lo anti-real – y que la única arma de su triunfo era la voluntad del bien en servirlo. De la misma forma que los parásitos a mi alrededor proclamaban su desvalida dependencia de mi mente y contaban con que yo voluntariamente aceptase la esclavitud que ellos no tenían el poder de imponerme, de la misma forma que contaban con que mi autoinmolación les proveyera con los medios para su plan – así, en todo el mundo y en toda la historia de los hombres, en cada versión y forma, desde las extorsiones de parientes holgazanes a las atrocidades de países colectivistas, son los buenos, los capaces, los hombres de razón quienes actúan como sus propios destructores, quienes le transfunden al mal la sangre de su virtud y permiten que el mal les transmita a ellos el veneno de la destrucción, dándole así al mal el poder de sobrevivir, y a sus propios valores – la impotencia de la muerte. Vi que llega un momento, en la derrota de cualquier hombre virtuoso, en que su propio consentimiento es necesario para que el mal triunfe – y que ningún tipo de perjuicio que le causen otros puede triunfar si él decide negar su consentimiento. Vi que podía poner fin a vuestras iniquidades pronunciando una sola palabra en mi mente. La pronuncié. La palabra fue: “No”.
Me fui de esa fábrica. Me fui de vuestro mundo. Me propuse la tarea de prevenir a vuestras víctimas y darles el método y el arma para combatiros. El método fue negarse a consentir el castigo. El arma fue la justicia.
Si quieres saber qué perdiste cuando me fui y cuando mis huelguistas desertaron vuestro mundo, colócate en cualquier terreno desierto en un paraje inexplorado por los hombres y pregúntate qué forma de supervivencia podrías lograr y cuánto tiempo durarías si te negaras a pensar, sin nadie a tu alrededor para enseñarte lo que hacer; o, si decidieras pensar, cuánto tu mente sería capaz de descubrir – pregúntate a cuántas conclusiones independientes has llegado en el transcurso de tu vida y cuánto tiempo has dedicado a realizar las acciones que aprendiste de otros – pregúntate si serías capaz de descubrir cómo arar la Tierra y producir tu alimento, si serías capaz de inventar una rueda, una palanca, una bobina de inducción, un generador o un tubo electrónico – y entonces decide si los hombres competentes son explotadores que viven del fruto de tu trabajo y te roban la riqueza que produces, y si te atreves a creer que posees el poder de esclavizarlos. Que tus mujeres le echen un vistazo a una hembra en la jungla, de rostro arrugado y senos pendulantes, allí sentada machacando harina en un cuenco hora tras hora, siglo tras siglo – y entonces que se pregunten si su “instinto de hacer herramientas” les proporcionará sus frigoríficos, sus lavadoras y aspiradoras, y si no, si les interesa destruir a quienes proporcionaron todo eso, pero no “por instinto”.
Mirad a vuestro alrededor, vosotros, salvajes que tartamudeáis que las ideas son creadas por los medios de producción de los hombres, que una máquina no es el producto del pensamiento humano sino de un poder místico que genera el pensamiento humano. Nunca descubristeis la edad industrial – y os aferráis a la moralidad de las épocas barbáricas en las que una forma miserable de subsistencia humana era producida por el trabajo muscular de esclavos. Todo místico siempre ha añorado esclavos para que le protejan de la realidad material a la que él teme. Pero vosotros, vosotros grotescos atavistas insignificantes, os quedáis mirando ciegamente a los rascacielos y a las chimeneas de las fábricas a vuestro alrededor y soñáis con esclavizar a los proveedores materiales que son los científicos, los inventores, los hombres de la industria. Cuando clamáis por la propiedad pública de los medios de producción estáis clamando por la propiedad pública de la mente. Les he enseñado a mis huelguistas que la respuesta que os merecéis es sólo: “Adelante, intentadlo”.
Te declaras incapaz de controlar las fuerzas de la materia inanimada, sin embargo propones controlar las mentes de los hombres que son capaces de conseguir hazañas que tú no puedes igualar. Declaras que no puedes sobrevivir sin nosotros, sin embargo propones dictar las condiciones de nuestra supervivencia. Proclamas que nos necesitas, sin embargo te permites la impertinencia de afirmar tu derecho a gobernarnos por la fuerza – y esperas que nosotros, quienes no tenemos miedo de esa naturaleza física que te llena de terror, nos acobardemos a la vista del primer patán que te convenció de que votaras por él para darle la oportunidad de comandarnos.
Propones establecer un orden social basado en los siguientes términos: que eres incompetente para manejar tu propia vida pero competente para manejar las vidas de otros – que eres inadecuado para existir en libertad pero adecuado para convertirte en un gobernante omnipotente – que eres incapaz de ganarte la vida mediante el uso de tu propia inteligencia pero capaz de juzgar a los políticos y elegirlos para puestos de poder absoluto sobre artes que nunca has visto, sobre ciencias que nunca has estudiado, sobre logros de los cuales no tienes conocimiento, sobre industrias gigantes donde tú, por tu propia definición de tu capacidad, serías incapaz de realizar con éxito el trabajo de ayudante de engrasador.
Este ídolo de tu culto de adoración al cero, este símbolo de la impotencia – el dependiente congénito – es tu imagen del hombre y tu criterio de valor, en cuya semejanza te esfuerzas por remodelar tu alma. “Es sólo humano”, lloriqueas en defensa de cualquier perversión, llegando al nivel de autodegradación en el que intentas que el concepto “humano” signifique el endeble, el necio, el corrupto, el mentiroso, el fracasado, el cobarde, el fraudulento, y desterrar de la raza humana al héroe, al pensador, al productor, al inventor, al fuerte, al decidido, al puro – como si “sentir” fuese humano, pero pensar no; como si fracasar fuese humano, pero tener éxito no; como si la corrupción fuese humana, pero la virtud no – como si la premisa de la muerte fuese apropiada para el hombre, pero la premisa de la vida no.
Para despojarnos de honor, y así poder también despojarnos de nuestra riqueza, tú siempre nos has mirado como esclavos que no merecen ningún reconocimiento moral. Elogias cualquier iniciativa que clama no tener fines de lucro, y maldices a los hombres que ganaron los lucros que hicieron la iniciativa posible. Consideras “de interés público” cualquier proyecto que sirve a quienes no pagan, pero no es de interés público darles servicios a quienes hacen los pagos. “Beneficio público” es cualquier cosa dada como limosna; dedicarse al comercio es perjudicar al público. “Bienestar común” es el bienestar de quienes no se lo ganan; los que lo hacen no tienen derecho a ningún bienestar. “El público”, para ti, es quienquiera que haya fracasado en conseguir cualquier virtud o valor; quien los consiga, quien provea los bienes que requieres para la supervivencia, deja de ser considerado parte del público o parte de la raza humana.
¿Qué evasión os permitió pensar que podríais saliros con la vuestra con esta maraña de contradicciones, y planearlo como una sociedad ideal, cuando el “No” de vuestras víctimas era suficiente para demoler toda vuestra estructura? ¿Qué le permite a cualquier pordiosero insolente desplegar sus llagas ante el rostro de sus mejores y suplicar ayuda en el tono de una amenaza? Clamas, como él hace, que cuentas con nuestra lástima, pero tu secreta esperanza es el código moral que te ha enseñado a contar con nuestra culpa. Esperas que nos sintamos culpables por nuestras virtudes en presencia de tus vicios, heridas y fracasos – culpables por el éxito de existir, culpables por disfrutar de la vida que condenas, y aún nos imploras que te ayudemos a vivir.
¿Queríais saber quién es John Galt? Yo soy el primer hombre de inteligencia que se ha negado a considerarla como culpa. Soy el primer hombre que no haré penitencia por mis virtudes ni dejaré que sean usadas como instrumentos de mi destrucción. Soy el primer hombre que no sufrirá martirio a manos de los que desean que yo perezca por el privilegio de mantenerlos vivos. Soy el primer hombre en decirles que no los necesito, y que hasta que no aprendan a tratar conmigo como comerciantes, dando valor por valor, tendrán que existir sin mí, igual que yo existo sin ellos; así aprenderán de mí de quién es la necesidad y de quién la inteligencia – y si la supervivencia humana es el criterio, quién determina las condiciones de la forma de sobrevivir.
Yo he hecho de forma planeada y a propósito lo que se ha hecho a través de la historia en tácita omisión. Siempre ha habido hombres de inteligencia que se declararon en huelga, en protesta y desesperación, pero no sabían el significado de su acción. El hombre que se retira de la vida pública para pensar, pero no para compartir sus pensamientos – el hombre que decide pasar sus años en la oscuridad de empleos serviles, guardando para sí mismo el fuego de su mente, nunca dándole forma, expresión o realidad, negándose a traerlo a un mundo que él desprecia – el hombre que es derrotado por la repugnancia, el hombre que renuncia antes de empezar, el hombre que abandona en vez de capitular, el hombre que funciona a una fracción de su capacidad, desarmado por su anhelo de un ideal que no ha encontrado – ellos están en huelga, en huelga contra la sinrazón, en huelga contra vuestro mundo y vuestros valores. Pero sin conocer ningunos valores propios, ellos abandonaron su afán por saber – en la penumbra de su desesperada indignación, correcta sin conocer lo correcto, y apasionada sin conocer la pasión, concediéndote a ti el poder de la realidad y entregándote los incentivos de su mente – y perecieron en amarga futilidad, como rebeldes que nunca entendieron el propósito de su rebelión, como amantes que nunca descubrieron su amor.
Los tiempos infames que llamáis Oscurantismo fueron una era de la inteligencia en huelga, durante la que los hombres de inteligencia pasaron a la clandestinidad y vivieron ocultos, estudiando en secreto, y murieron, destruyendo las obras de su mente, mientras sólo unos pocos de los más bravos mártires permanecieron para mantener la raza humana viva. Cada período regido por místicos fue una época de estancamiento y penuria, en que la mayoría de los hombres estaban en huelga contra la existencia, trabajando por menos que su estricta supervivencia, dejando sólo migajas para que sus gobernantes saquearan, rehusando pensar, aventurarse, producir, cuando el postrero recaudador de sus beneficios y la final autoridad sobre la verdad o el error sería el capricho de algún degenerado condecorado, considerado superior a la razón por derecho divino y la gracia de una estaca. El camino de la historia humana fue una cadena de evasiones sobre trechos estériles erosionados por la fe y la fuerza, con sólo unas pocas y breves explosiones de luz, los momentos en que la energía irradiada por los hombres de la mente realizó las maravillas que contemplasteis, admirasteis y rápidamente extinguisteis de nuevo.
Pero no habrá extinción esta vez. El juego de los místicos se acabó. Pereceréis en y por vuestra propia irrealidad. Nosotros, los hombres de la razón, sobreviviremos.
He convocado a la huelga al tipo de mártires que nunca os habían desertado antes. Les he dado el arma que les faltaba: el conocimiento de su propio valor moral. Les he enseñado que el mundo es nuestro cuando decidamos reclamarlo, en virtud y por la gracia del hecho que nuestra es la Moralidad de la Vida. Ellos, las grandes víctimas que produjeron todas las maravillas del breve estío de la humanidad; ellos, los industriales, los conquistadores de la materia, no habían descubierto la naturaleza de su derecho. Ellos sabían que suyo era el poder. Yo les enseñé que suya era la gloria.
Vosotros, que os atrevéis a considerarnos moralmente inferiores a cualquier místico que dice tener visiones sobrenaturales – vosotros, que os lanzáis como buitres sobre céntimos robados pero ensalzáis a quien os lee la fortuna más que a quien crea la fortuna – vosotros, que repudiáis a un hombre de negocios como innoble pero valoráis a cualquier imitador de artista como glorificado – la raíz de vuestros criterios es ese miasma místico proveniente de ciénagas primitivas, ese culto a la muerte que decreta a un hombre de negocios inmoral por el hecho de mantenerte vivo. Vosotros, que clamáis vuestro deseo de elevaros sobre las crudas preocupaciones del cuerpo, sobre la monotonía de satisfacer meras necesidades físicas – ¿quién está esclavizado por necesidades físicas, el hindú que trabaja de sol a sol empujando un arado por un cuenco de arroz, o el americano que conduce un tractor? ¿Quién es el conquistador de la realidad física, el hombre que duerme en un lecho de clavos o el hombre que duerme sobre un colchón de muelles? ¿Cuál es el monumento al triunfo del espíritu humano sobre la materia: las chabolas carcomidas a orillas del Ganges o la silueta sobre el Atlántico de los rascacielos de Nueva York?
A menos que aprendáis las respuestas a estas preguntas – y aprendáis a mostrar reverente atención cuando estéis frente a los logros de la mente humana – no estaréis mucho más en este mundo, el cual amamos y no os permitiremos que maldigáis. No seguiréis escaqueándoos durante el resto de vuestros días. He acelerado el curso normal de la historia y he permitido que descubráis la naturaleza del recaudo que queríais cargar sobre los hombros de otros. Lo que os queda de vuestro poder vital ahora será drenado para darle lo no ganado a los adoradores y portadores de la muerte. No aleguéis que una realidad malévola os derrotó – fuisteis derrotados por vuestras propias evasiones. No aleguéis que vais a perecer por un noble ideal: vais a perecer como pasto para los que odian al hombre.
Pero a aquellos de entre vosotros que aún mantengan un vestigio de dignidad y la voluntad de amar su propia vida, les ofrezco la oportunidad de decidir. Decide si quieres perecer por una moralidad que nunca has creído ni practicado. Párate al borde de la autodestrucción y examina tus valores y tu vida. Sabías cómo hacer un inventario de tus riquezas. Ahora haz un inventario de tu mente.
Desde niño, has guardado el culpable secreto de que no sentías ningún deseo de ser moral, ningún deseo de buscar la auto inmolación, que temes y odias tu código, pero no osas decírtelo ni a ti mismo; que careces de esos “instintos” morales que otros profesan sentir. Cuanto menos sentías, más alto vociferabas tu amor desinteresado y servidumbre a los otros, temiendo que ellos descubrieran alguna vez tu verdadero ego, el ego que traicionaste, el ego que mantuviste guardado, como un esqueleto en el armario de tu cuerpo. Y ellos, que eran al mismo tiempo tus timados y tus timadores, ellos escuchaban y expresaban su ruidosa aprobación, temiendo que tú descubrieras alguna vez que ellos albergaban el mismo tácito secreto. La existencia entre vosotros es una enorme farsa, un acto que todos representáis uno para el otro, cada uno sintiendo que él es el único monstruo culpable, cada uno poniendo su autoridad moral en lo incognoscible conocido sólo por otros, cada uno evadiendo la realidad que él siente que ellos esperan que evada, nadie teniendo el coraje de romper el círculo vicioso.
No importa qué deshonrosas concesiones hayas hecho con tu impracticable credo, no importa qué miserable equilibrio – mitad cinismo, mitad superstición – estés consiguiendo mantener ahora, aún conservas la raíz, el dogma letal: la creencia de que lo moral y lo práctico son opuestos. Desde niño has estado huyendo del terror de un dilema que nunca has osado identificar del todo: Si lo práctico, lo que tienes que practicar para existir, lo que funciona, triunfa, logra tu objetivo, lo que te trae comida y alegría, lo que te beneficia, es malo – y si lo bueno, lo moral, es lo impráctico, lo que fracasa, destruye, frustra, lo que te lastima y te causa pérdida y dolor – entonces tu dilema es ser moral o vivir.
El único resultado de esa criminal doctrina fue desgajar la moralidad de la vida. Creciste creyendo que las leyes morales no tenían nada que ver con la tarea de vivir, salvo como impedimento y amenaza; que la existencia del hombre es una jungla amoral donde cualquier cosa vale y cualquier cosa funciona. Y en esa niebla de definiciones cambiantes que desciende sobre una mente congelada, olvidaste que las maldades condenadas por tu credo eran las virtudes necesarias para vivir, y llegaste a creer que las maldades reales eran los medios prácticos de la existencia. Olvidando que el impráctico “bien” era el auto-sacrificio, ahora crees que la autoestima es impráctica; olvidando que el práctico “mal” era la producción, ahora crees que el robo es práctico.
Zarandeándote como una rama indefensa en el viento de una inexplorada jungla moral, no te atreves del todo a ser malo o del todo a vivir. Cuando eres honesto, sientes el resentimiento de un ingenuo; cuando engañas, sientes terror y vergüenza. Cuando eres feliz, tu alegría se ve diluida por la culpa; cuando sufres, tu dolor se ve aumentado por el sentimiento de que el dolor es tu estado natural. Te dan lástima los hombres que admiras: crees que ellos están condenados a fracasar; te dan envidia los hombres que odias: crees que ellos son los amos de la existencia. Te sientes indefenso cuando te enfrentas con un canalla: crees que el mal está destinado a ganar, puesto que lo moral es lo impotente, lo impráctico.
La moralidad, para ti, es un espantapájaros fantasma hecho de deber, de aburrimiento, de castigo, de dolor, un cruce entre la primera maestra de escuela de tu pasado y el recaudador de impuestos de tu presente; un espantapájaros plantado en un campo estéril, agitando un palo para ahuyentar tus placeres – y placer, para ti, es un cerebro anegado en licor, una fulana sin mente, el estupor de un imbécil apostando su dinero en una carrera de animales, puesto que el placer no puede ser moral.
Si identificas tus verdaderas creencias, encontrarás una triple condena – de ti mismo, de la vida, y de la virtud – en la grotesca conclusión a la que has llegado: el creer que la moralidad es un mal necesario.
¿Te preguntas por qué vives sin dignidad, amas sin pasión y mueres sin resistencia? ¿Te preguntas por qué, mires donde mires, sólo encuentras interrogantes sin solución, por qué tu vida está desgarrada por conflictos inverosímiles, por qué la pasas a caballo encima de muros irracionales para evitar dilemas artificiales tales como cuerpo o alma, mente o corazón, seguridad o libertad, beneficio privado o beneficio público?
¿Te lamentas de que no encuentras respuestas? ¿Y de qué forma esperabas encontrarlas? Rechazas tu herramienta de percepción – tu mente – y luego te quejas de que el universo es un misterio. Tiras tu llave y luego sollozas que todas las puertas se han cerrado contra ti. Te lanzas en pos de lo irracional y luego maldices la existencia por no tener sentido.
El muro sobre el que has estado a horcajadas durante dos horas – mientras escuchabas mis palabras y buscabas escapar de ellas – es la fórmula de cobardes contenida en la frase: “¡Pero no tenemos que llegar a extremos!”. El extremo que siempre has luchado por evitar es reconocer que la realidad es definitiva, que A es A y que la verdad es verdad. Un código moral imposible de practicar, un código que exige la imperfección o la muerte, te ha enseñado a disolver todas las ideas en niebla, a no permitir definiciones fijas, a considerar todo concepto como aproximado y toda regla de conducta como elástica, a escatimar en cualquier principio, a ceder en cualquier valor, a elegir el término medio de cualquier alternativa. Al extorsionar tu aceptación de absolutos sobrenaturales, te ha forzado a rechazar el absoluto de la naturaleza. Al imposibilitar juicios morales, te ha hecho incapaz de tener juicio racional. Un código que te prohíbe tirar la primera piedra te ha prohibido admitir la identidad de las piedras y de saber cuándo o si estás siendo apedreado.
El hombre que se niega a juzgar, que no está ni en acuerdo ni en desacuerdo, que declara que no hay absolutos y cree que está evadiendo la responsabilidad, es el hombre responsable por toda la sangre que está siendo derramada en el mundo. La realidad es un absoluto, la existencia es un absoluto, una partícula de polvo es un absoluto y también lo es una vida humana. Si vives o mueres es un absoluto. Si tienes un pedazo de pan o no, es un absoluto. Si te comes el pan o lo ves esfumarse en el estómago de un ladrón, es un absoluto.
Hay dos lados en todo asunto: un lado es correcto y el otro incorrecto, pero el término medio es siempre malvado. El hombre que está equivocado aún retiene cierto respeto por la verdad, aunque sólo sea por aceptar la responsabilidad de elegir. Pero el hombre del término medio es un bribón que evade la verdad para pretender que ni opciones ni valores existen, que está dispuesto a asistir al desenlace de cualquier batalla, listo para aprovecharse de la sangre del inocente o arrastrarse por el suelo ante el culpable; que administra justicia condenando a los dos, al criminal y a su víctima, a la prisión; que soluciona conflictos ordenando que el pensador y el imbécil se pongan de acuerdo a mitad de camino. En cualquier concesión entre comida y veneno, es sólo la muerte la que puede ganar. En cualquier concesión entre el bien y el mal, es sólo el mal el que puede beneficiarse. En esa transfusión de sangre que drena lo bueno para alimentar lo malo, el que concede es el tubo de goma transmisor.
Tú, que eres mitad racional y mitad cobarde, has estado haciendo un juego de burla con la realidad, pero la víctima que has burlado eres tú mismo. Cuando los hombres reducen sus virtudes a lo aproximado, el mal adquiere la fuerza de un absoluto; cuando la lealtad a un objetivo inflexible es abandonada por los virtuosos, es asumida por los sinvergüenzas – y te encuentras con el indecente espectáculo de un bien sumiso, regateador y traicionero, y de un mal arrogante e intransigente. Así como te rendiste a los místicos del músculo cuando te dijeron que ignorancia consiste en alegar conocimiento, ahora te rindes a ellos cuando chillan que la inmoralidad consiste en emitir un juicio moral. Cuando gritan que es egoísta estar seguro de que tienes razón, te apresuras a asegurarles que no estás seguro de nada. Cuando braman que es inmoral basarte en tus convicciones, les aseguras que no tienes convicción alguna. Cuando los matones de los Estados Populares de Europa gruñen que eres culpable de intolerancia, porque no tratas tu deseo de vivir y su deseo de matarte como una diferencia de opinión – te amilanas y te apresuras a asegurarles que tú no eres intolerante ante ningún horror. Cuando algún vagabundo descalzo en algún cuchitril de Asia te increpa: Cómo te atreves a ser rico – tú le pides disculpas y le suplicas que sea paciente y le prometes que lo donarás todo.
Has llegado al callejón sin salida de la traición que cometiste cuando aceptaste que no tenías derecho a existir. Tiempo atrás creías que era “sólo una concesión”: concediste que era malvado vivir para ti mismo pero moral vivir por el bien de tus hijos. Luego concediste que era egoísta vivir para tus hijos pero moral vivir para tu comunidad. Luego concediste que era egoísta vivir para tu comunidad pero moral vivir para tu país. Ahora permites que éste, el más grandioso de los países, sea devorado por cualquier escoria de cualquier rincón del mundo, mientras concedes que es egoísta vivir para tu país y que tu deber moral consiste en vivir para el planeta. Un hombre que no tiene derecho a la vida no tiene derecho a valores y no los mantendrá.
Al final de tu trayectoria de sucesivas traiciones, despojado de armas, de certeza, de honor, cometes el último acto de traición y firmas tu petición de bancarrota intelectual: mientras los místicos del músculo de los Estados Populares proclaman que ellos son los campeones de la razón y de la ciencia, concuerdas y te apresuras a proclamar que la fe es tu principio cardinal, que la razón está de parte de los que te destruyen y que tú estás de parte de la fe. A los agotados restos de honestidad racional en las mentes retorcidas y confusas de tus niños, les explicas que tú no puedes ofrecer ningún argumento racional en apoyo de las ideas que crearon este país; que no existe justificación racional para la libertad, la propiedad, la justicia, los derechos, que todos ellos descansan sobre una visión mística y pueden ser aceptados sólo por fe, que en la razón y la lógica el enemigo está en lo cierto, pero que la fe es superior a la razón. Les dices a tus hijos que es racional saquear, torturar, esclavizar, expropiar, asesinar, pero que ellos deben resistir las tentaciones de la lógica y atenerse a la disciplina de permanecer irracionales – que rascacielos, fábricas, radios y aviones eran los productos de la fe y la intuición mística, pero que el hambre, los campos de concentración y los pelotones de fusilamiento son los productos de una forma razonable de existencia – que la revolución industrial fue el motín de los hombres de fe contra esa era de la razón y la lógica conocida como la Edad Media. Simultáneamente, en el mismo aliento, al mismo niño, le dices que los bandidos que gobiernan los Estados Populares sobrepasarán a este país en producción material, ya que ellos son los representantes de la ciencia, pero que es perverso preocuparse por la riqueza física y que uno debe renunciar a la prosperidad material – le dices que los ideales de los bandidos son nobles, pero que en realidad no es eso lo que ellos quieren, mientras que tú, sí; que tu objetivo al luchar contra los bandidos es sólo para conseguir sus objetivos, los cuales ellos no pueden conseguir, pero tú, sí; y que la forma de luchar contra ellos es anticipándose a ellos y dar toda la riqueza de uno. Entonces te preguntas por qué tus hijos se unen a los rufianes Populares o se convierten en delincuentes medio locos, te preguntas por qué las conquistas de los bandidos se aproximan cada vez más a tus puertas – y lo achacas a la estupidez humana, diciendo que las masas son impasibles a la razón.
Evades el explícito espectáculo público de la lucha de los bandidos contra la mente, y el hecho de que sus más sanguinarios horrores son perpetrados para castigar el crimen de pensar. Evades el hecho de que la mayoría de los místicos del músculo comenzaron como místicos del espíritu, que se la pasan cambiando de un bando al otro; que los hombres que tú llamas materialistas y espiritualistas son sólo dos mitades del mismo humano seccionado, constantemente buscando ser completadas, pero lo buscan columpiándose entre la destrucción de la carne y la destrucción del alma y viceversa – y continúan huyendo de tus universidades a los corrales de esclavos de Europa y a un desmoronamiento total en la inmundicia mística de la India, buscando cualquier refugio contra la realidad, cualquier forma de escapar de la mente.
Lo evades, y te aferras a tu hipocresía de la “fe” para evadir el darte cuenta de que los bandidos tienen un grillete a tu alrededor, que consiste en tu código moral – que los bandidos son los definitivos y consistentes practicantes de la moralidad que estás medio obedeciendo, medio evadiendo – que la practican de la única manera que puede ser practicada: convirtiendo al mundo en una pira de sacrificios – que tu moralidad te prohíbe oponerte a ellos de la única forma posible de oponerse: rehusando convertirte en un animal sacrificado y afirmando orgullosamente tu derecho a existir – que para combatirlos hasta el fin y con plena rectitud, es tu moralidad la que tienes que rechazar.
Lo evades, porque tu autoestima está ligada a ese místico “desinterés” que nunca has poseído ni practicado, pero has pasado tantos años fingiendo que lo poseías que la mera idea de denunciarlo te llena de terror. No hay valor más alto que la autoestima, pero lo has invertido en activos falsos, y ahora tu moralidad te tiene atrapado de tal forma que te ves forzado a proteger tu autoestima luchando por el credo de la autodestrucción. La siniestra broma es sobre ti: la necesidad de autoestima que eres incapaz de explicar o definir pertenece a mi moralidad, no a la tuya; es el símbolo objetivo de mi código; es la prueba de mi argumento dentro de tu propia alma.
Por un sentimiento que él no ha aprendido a identificar, pero que ha deducido desde la primera vez que se dio cuenta de la existencia, de su descubrimiento de que tiene que escoger, el hombre sabe que su desesperada necesidad de autoestima es un asunto de vida o muerte. Como un ser de consciencia volitiva, sabe que tiene que conocer su propio valor para mantener su propia vida. Sabe que tiene que actuar correctamente; ser incorrecto en acción significa peligro para su vida; actuar mal como persona, ser malvado, significa ser inadecuado para la existencia.
Cada acto de la vida del hombre tiene que ser voluntario; el mero acto de obtener o consumir su alimento implica que la persona que él está preservando es merecedora de ser preservada; cada placer que él busca disfrutar implica que la persona que lo busca es merecedora de poder disfrutar. Él no tiene opción sobre su necesidad de autoestima, su única opción es el criterio de cómo medirla. Y él comete un error fatal cuando substituye este instrumento que protege su vida por algo al servicio de su propia destrucción, cuando escoge un criterio que contradice la existencia y coloca su autoestima en contra de la realidad.
Cada forma de duda infundada sobre sí mismo, cada sentimiento de inferioridad y de imperfección secreta es, en realidad, el miedo íntimo del hombre a su incapacidad de lidiar con la existencia. Pero cuanto mayor su terror, más ferozmente se aferra a las criminales doctrinas que lo sofocan. Ningún hombre puede sobrevivir el momento de declararse a sí mismo irremediablemente malvado; si lo hiciera, su siguiente momento sería demencia o suicidio. Para escapar de ello – si ha elegido un criterio irracional – falseará, evadirá, fingirá; se engañará a sí mismo sobre la realidad, la existencia, la felicidad, la mente; y al final llegará a ofuscarse en su autoestima al intentar preservar una ilusión de la misma, antes que arriesgarse a descubrir que carece de ella. Temer enfrentarse a un asunto es creer que lo peor es verdad.
No es un crimen que hayas podido cometer lo que infecta tu alma con una culpa permanente, no es ninguno de tus fracasos, errores o defectos, sino la evasiva mediante la que intentas suprimirlos; no es ningún tipo de Pecado Original ni desconocida deficiencia prenatal, sino el conocimiento y el hecho de tu negligencia básica, de suspender tu mente, de negarte a pensar. El miedo y la culpa son tus emociones crónicas, son reales y desde luego las mereces, pero no proceden de las razones superficiales que inventas para enmascarar su causa, ni de tu “egoísmo”, debilidad o ignorancia, sino de una amenaza real y básica a tu existencia: el miedo, porque has abandonado tu herramienta de supervivencia; la culpa, porque sabes que lo has hecho voluntariamente.
El yo que has traicionado es tu mente; autoestima es basarse en el propio poder de pensar. El ego que buscas, ese esencial ‘tú” que no consigues expresar ni definir, no son tus emociones ni tus sueños incoherentes, sino tu intelecto, ese juez de tu tribunal supremo a quien has impugnado para quedarte a la deriva a merced de cualquier impostor errante al que describes como tu “emoción”. Luego te arrastras a través de tinieblas que tú mismo has creado, en desesperada búsqueda de un fuego innominado, movido por la nebulosa visión de un alba que habías vislumbrado y perdido.
Observa la persistencia, en las mitologías de la humanidad, de la leyenda sobre un paraíso que los hombres poseyeron antaño, la ciudad de Atlántida o el Jardín del Edén, o algún reino de perfección, siempre en nuestro pasado. La raíz de esa leyenda existe, pero no en el pasado de la raza sino en el pasado de cada individuo. Tú aún conservas el sentido – no tan firme como un recuerdo, sino difuso como el dolor de una añoranza imposible – que en algún momento en los primeros años de tu niñez, antes que hubieras aprendido a someterte, a absorber el terror de la sinrazón y a dudar del valor de tu mente, conociste un estado radiante de existencia, conociste la independencia de una consciencia racional enfrentando un universo despejado. Ése es el paraíso que has perdido, que buscas – que es tuyo para disponer de él.
Algunos de vosotros nunca sabréis quién es John Galt. Pero quienes hayáis experimentado un solo momento de amor por la existencia y de orgullo en ser su merecido amante, un momento contemplando a este mundo y dejando que vuestra mirada sea su sanción, habéis conocido la sensación de ser un hombre, y yo – yo sólo soy el hombre que comprendió que esa sensación no ha de ser traicionada. Yo soy quien entendió lo que la hizo posible, y quien decidió practicarla de forma consistente, y ser lo que tú llegaste a practicar y ser en ese único instante.
Esa decisión está en tus manos. Esa decisión – la dedicación al más alto potencial de cada uno – se toma aceptando el hecho de que el más noble acto que jamás has realizado es el acto de tu mente en el proceso de comprender que dos y dos son cuatro.
Seas quien seas – tú que estás a solas con mis palabras en este momento, con sólo tu honestidad para ayudarte a entender – la decisión aún existe de convertirte en ser humano, pero el precio es empezar desde cero, presentarte desnudo frente a la realidad y, revirtiendo un costoso error histórico, declarar: “Existo, luego pensaré”.
Acepta el hecho irrevocable de que tu vida depende de tu mente. Admite que la totalidad de tu lucha, tus dudas, tus engaños, tus evasiones, fue una desesperada busca por escapar de la responsabilidad de una consciencia volitiva – un ansia de conocimiento automático, de acción instintiva, de certeza intuitiva – y que mientras lo llamabas aspirar al estado de un ángel, lo que de hecho estabas buscando era el estado de un animal. Acepta, como tu ideal moral, la tarea de convertirte en hombre.
No digas que tienes miedo de confiar en tu mente porque sabes tan poco. ¿Estás más seguro entregándote a los místicos y descartando lo poco que sabes? Vive y actúa dentro del límite de tu conocimiento y sigue expandiéndolo hasta el límite de tu vida. Libera tu mente de los yugos de la autoridad. Acepta el hecho de que no eres omnisciente, pero que comportarte como un zombi no te dará omnisciencia – que tu mente es falible, pero que convertirte en un imbécil no te hará infalible – que un error cometido por ti es más seguro que diez verdades aceptadas por fe, porque lo primero te deja los medios para corregirlo, mientras que lo segundo destruye tu capacidad de distinguir la verdad del error. En vez de tu sueño de un autómata omnisciente, acepta el hecho de que cualquier conocimiento que el hombre adquiere lo adquiere por su propia voluntad y esfuerzo, y ésa es su distinción en el universo, ésa es su naturaleza, su moralidad, su gloria.
Descarta esa licencia ilimitada al mal que consiste en proclamar que el hombre es imperfecto. ¿Según qué criterio lo condenas cuando proclamas eso? Acepta el hecho de que en el campo de la moralidad nada menos que la perfección será suficiente. Pero la perfección no debe ser medida por mandamientos místicos a practicar lo imposible, y tu estatura moral no debe ser medida por cuestiones fuera de tu alcance. El hombre tiene una única opción básica: pensar o no pensar; y ésa es la medida de su virtud. La perfección moral es una racionalidad inquebrantable: no el grado de tu inteligencia, sino el pleno e implacable uso de tu mente; no la extensión de tu conocimiento, sino la aceptación de la razón como un absoluto.
Aprende a distinguir la diferencia entre errores de conocimiento y transgresiones de moralidad. Un error de conocimiento no es una falta moral, siempre que estés dispuesto a corregirlo; sólo un místico juzgaría a los seres humanos con el criterio de una omnisciencia imposible y automática. Pero una transgresión de moralidad es la elección consciente de una acción que sabes que es mala, o una evasión voluntaria de conocimiento, una suspensión de la vista y del pensamiento. Lo que no sabes no es una imputación moral contra ti; pero lo que rehúsas saber es una cuenta de infamia creciendo en tu alma. Concédeles todas las excusas a los errores de conocimiento, pero no perdones ni aceptes ninguna transgresión de moralidad. Otorga el beneficio de la duda a quienes buscan el saber, pero trata como potenciales asesinos a aquellos especímenes de depravación insolente que hacen demandas sobre ti, anunciando que ni tienen ni buscan razones, proclamando, como excusa, que “simplemente lo sienten” – o a quienes rechazan un argumento irrefutable diciendo: “Es sólo lógica”, lo que significa: “Es sólo realidad”. El único reino opuesto a la realidad es el reino y la premisa de la muerte.
Acepta el hecho de que lograr tu felicidad es el único objetivo moral de tu vida, y que felicidad – no dolor ni extravagancias irresponsables – es la prueba de tu integridad moral, ya que es la prueba y el resultado de tu lealtad al logro de tus valores. La felicidad era la responsabilidad que temías, ella requería el tipo de disciplina racional que no te valoraste lo suficiente para asumir – y la ansiosa fatiga de tus días es el monumento a tu evasión del conocimiento que no existe sustituto moral para la felicidad, que no hay cobarde más despreciable que el hombre que deserta la batalla por su alegría, con miedo a afirmar su derecho a la existencia, faltándole el valor y la lealtad a la vida que demuestran un pájaro, o una flor extendiéndose hacia el sol. Descarta los desahuciados harapos de ese vicio al que llamas virtud: la humildad – aprende a valorarte a ti mismo, que quiere decir: a luchar por tu felicidad – y cuando aprendas que el orgullo es la suma de todas las virtudes, aprenderás a vivir como un hombre.
Como medida básica de autoestima, aprende a tratar como la marca de un caníbal a la demanda de cualquier hombre por tu ayuda. Demandarla es clamar que tu vida es su propiedad – y por más odioso que pueda ser ese clamar, hay algo más odioso aún: tu consentimiento. ¿Preguntas si alguna vez es apropiado el ayudarle a otro hombre? No – si lo reclama como su derecho o como el deber moral que le debes. Sí – si tal es tu deseo, basado en tu propio placer egoísta y en el valor de su persona y de su lucha. El sufrimiento como tal no es un valor; sólo la lucha del hombre contra el sufrimiento lo es. Si decides ayudarle a un hombre que sufre, hazlo solamente en base a sus virtudes, a su esfuerzo por recuperarse, a su pasado racional, o al hecho de sufrir injustamente; así tu acción aún es una transacción, y su virtud es el pago por tu ayuda. Pero ayudarle a un hombre que no tiene virtudes, ayudarle sólo en base a su sufrimiento como tal, aceptar sus fallos, su necesidad, como una reivindicación – es aceptar la hipoteca de un cero sobre tus valores. Un hombre que no tiene virtudes es alguien que odia la existencia y actúa bajo la premisa de la muerte; ayudarle es premiar su maldad y respaldar su carrera de destrucción. Sea tan sólo un céntimo que no echarás de menos o una amable sonrisa que no haya merecido, el tributo a un cero es una traición a la vida y a todos los que luchan por mantenerla. Es de tales céntimos y sonrisas que la desolación de tu mundo está hecha.
No digas que mi moralidad es demasiado difícil de practicar y que le tienes miedo igual que le tienes miedo a lo desconocido. Cualesquiera que fueran los momentos vivientes que hayas conocido, ellos fueron vividos según los valores de mi código. Pero lo has asfixiado, negado y traicionado. Seguiste sacrificando a tus virtudes por tus vicios, y a los mejores hombres por los peores. Mira a tu alrededor: lo que le has hecho a la sociedad lo hiciste primero dentro de tu alma, una es la imagen de la otra. Esa atroz devastación que es ahora tu mundo es la forma física de la traición que cometiste con tus valores, con tus amigos, con tus defensores, con tu futuro, con tu país, contigo mismo.
Nosotros – a quienes ahora llamas, pero quienes ya no contestamos – habíamos vivido entre vosotros, pero no lograsteis conocernos, os negasteis a pensar y ver lo que éramos. No lograsteis reconocer el motor que yo inventé – y se convirtió, en vuestro mundo, en un montón de chatarra. No lograsteis reconocer al héroe que se alberga en vuestra alma – y no lograsteis reconocerme cuando pasaba a vuestro lado en la calle. Cuando llorabais desesperadamente por el espíritu inalcanzable que sentíais que había abandonado vuestro mundo, le disteis mi nombre, pero lo que estabais invocando era vuestra propia traicionada autoestima. No recuperaréis el uno sin la otra.
Cuando dejasteis de reconocer la mente del hombre e intentasteis gobernar a seres humanos por la fuerza – quienes se sometieron no tenían mente a la que renunciar; quienes sí la tenían eran los hombres que no se doblegan. Así, el hombre de genio productivo asumió en vuestro mundo el disfraz de un playboy y se convirtió en un destructor de riqueza, prefiriendo aniquilar su fortuna a cederla a vuestras armas. Así el pensador, el hombre de razón, asumió en vuestro mundo el papel de un pirata, para defender sus valores con la fuerza contra vuestra fuerza, antes que doblegarse a la regla de la brutalidad. ¿Me oís, Francisco d’Anconia y Ragnar Dannesjköld, mis primeros amigos, mis compañeros de lucha, mis colegas en exilio, en cuyo nombre y honor estoy hablando?
Fuimos nosotros tres quienes empezamos lo que yo estoy completando ahora. Fuimos nosotros tres quienes resolvimos vengar este país y liberar su alma aprisionada. Éste, el más grandioso de los países, fue construido sobre mi moralidad – sobre la inviolable supremacía del derecho del individuo a existir – pero tú temías admitirlo y ser capaz de vivir de esa forma. Contemplaste un logro inigualado en la historia, saqueaste sus efectos y evadiste sus causas. En presencia de ese monumento a la moralidad humana que es una fábrica, una autopista o un puente – continuaste condenando a este país como inmoral y a su progreso como “avaricia materialista”, continuaste ofreciéndole excusas por la grandeza de este país a ese ídolo de la miseria primordial, al ídolo de la Europa decadente: un leproso, místico holgazán.
Este país – el producto de la razón – no pudo sobrevivir bajo la moralidad del sacrificio. No fue construido por hombres que buscaban auto-inmolación o por hombres que buscaban dádivas. No pudo sustentarse sobre la brecha mística que divorció el alma del hombre de su cuerpo; no pudo vivir según la doctrina mística que maldijo esta Tierra como malvada y a los que triunfaban en ella como depravados. Desde su inicio, este país fue una amenaza para el antiguo señorío de los místicos. En la brillante explosión de su juventud, este país le hizo ver a un mundo incrédulo qué grandeza que le era posible al hombre, qué felicidad era posible en la Tierra. Era lo uno o lo otro: América o los místicos. Los místicos lo sabían, tú no. Permitiste que te infectaran con la adoración a la necesidad – y este país se convirtió en un gigante de cuerpo con un enano pedigüeño como alma, mientras su alma viviente era forzada a la clandestinidad para trabajar y alimentarte en silencio, sin nombre, sin honor, negado, su alma y héroe: el industrial. ¿Me oyes ahora, Hank Rearden, la mayor de las víctimas que he vengado?
Ni él ni el resto de nosotros regresará hasta que el camino quede libre para reconstruir este país – hasta que los restos de destrucción de la moralidad del sacrificio hayan sido eliminados de nuestro camino. El sistema político de un país se basa en su código de moralidad. Reconstruiremos el sistema de América sobre la premisa moral que había sido su fundamento, pero a la que tú trataste como una clandestinidad culpable en tu frenética evasión del conflicto entre dicha premisa y tu moralidad mística: la premisa de que el hombre es un fin en sí mismo, no un medio para los fines de otros; que la vida del hombre, su libertad, su felicidad, son suyas por derecho inalienable.
Tú, que has perdido el concepto de derecho, tú que vacilas en impotentes evasivas entre la reivindicación que derechos son un regalo de Dios, un regalo sobrenatural a ser aceptado por fe, o la reivindicación que derechos son un regalo de la sociedad, susceptibles de ser quebrantados a su arbitrario capricho – la fuente de los derechos del hombre no es ni la ley divina ni la ley parlamentaria, sino la ley de identidad. A es A – y el Hombre es el Hombre. Derechos son condiciones de existencia requeridas por la naturaleza del hombre para su supervivencia apropiada. Si el hombre ha de vivir en la Tierra como hombre, es lo correcto que él use su mente; es lo correcto que actúe según su propio libre albedrío; es lo correcto que trabaje por sus valores y retenga el producto de su trabajo. Si la vida en la Tierra es su objetivo, tiene el derecho a vivir como un ser racional: la naturaleza le prohíbe lo irracional. Cualquier grupo, cualquier pandilla, cualquier nación que intente negar los derechos del hombre es incorrecta, lo que significa: es malvada, lo que significa: es anti-vida.
Derechos son un concepto moral, y la moralidad es una cuestión de elección. Los hombres son libres de no elegir la supervivencia del hombre como el criterio de su moral y de sus leyes, pero no son libres de escapar del hecho de que la alternativa es una sociedad caníbal que existe durante un tiempo devorando a sus mejores y se colapsa como un cuerpo canceroso cuando los sanos han sido devorados por los enfermos, cuando lo racional ha sido consumido por lo irracional. Ése ha sido el destino de vuestras sociedades en la historia, pero habéis evadido el conocimiento de la causa. Yo estoy aquí para decirlo: el agente de retribución fue la ley de identidad, de la cual no podéis escapar. Así como el hombre no puede vivir por medio de lo irracional, tampoco pueden hacerlo dos hombres, o dos mil, o dos mil millones. Así como el hombre no puede tener éxito desafiando la realidad, tampoco puede una nación, o un país, o el globo. A es A. El resto es cuestión de tiempo, gentileza de la generosidad de las víctimas.
Así como el hombre no puede existir sin su cuerpo, tampoco ningún derecho puede existir sin el derecho a transformar a la realidad los derechos de uno – a pensar, a trabajar y a quedarse con los resultados – lo que significa: el derecho a la propiedad. Los modernos místicos del músculo, que te ofrecen la fraudulenta alternativa de “derechos humanos” contra “derechos de propiedad”, como si uno pudiera existir sin el otro, están haciendo un postrero y grotesco intento de revivir la doctrina de alma contra cuerpo. Sólo un fantasma puede existir sin propiedad material, sólo un esclavo puede trabajar sin derecho al producto de su esfuerzo. La doctrina de que los “derechos humanos” son superiores a los “derechos de propiedad” simplemente quiere decir que algunos seres humanos tienen derecho a hacer de otros su propiedad; y como el competente no tiene nada que ganar del incompetente, eso significa el derecho del incompetente a adueñarse de sus mejores y utilizarlos como ganado productivo. Quien considere esto como humano y justo, no tiene derecho al título de “humano”.
La fuente de los derechos de propiedad es la ley de causalidad. Toda propiedad y todas las formas de riqueza son producidas por la mente y el trabajo del hombre. Así como no puedes tener efectos sin causas, tampoco puedes tener riqueza sin su fuente: sin inteligencia. No puedes forzar a la inteligencia a trabajar: los que son capaces de pensar no trabajarán bajo compulsión; los que no lo son no producirán mucho más que el valor del látigo necesario para mantenerlos esclavizados. Tú no puedes obtener los productos de una mente excepto en los términos establecidos por su dueño, a través de intercambio y consentimiento voluntario. Cualquier otra política de los hombres hacia la propiedad del hombre es la política de criminales, no importa cuántos sean sus números. Criminales son salvajes que juegan al corto plazo y se mueren de hambre cuando sus presas se agotan – igual que tú te estás muriendo de hambre hoy, tú que creías que el crimen podría ser “práctico” si tu gobierno decretara que robar es legal, y resistirse al robo, ilegal.
El único objetivo apropiado de un gobierno es el de proteger los derechos del hombre, lo que significa: protegerlo de violencia física. Un gobierno apropiado es sólo un policía, actuando como un agente de autodefensa del hombre, y, como tal, puede recurrir a la fuerza solamente contra quienes inician el uso de la fuerza. Las únicas funciones adecuadas de un gobierno son: la policía, para protegerte de criminales; el ejército, para protegerte de invasores extranjeros; y los tribunales, para proteger tu propiedad y tus contratos de incumplimientos o fraudes de otros, y para dirimir disputas apelando a reglas racionales, de acuerdo con una ley objetiva. Pero un gobierno que inicia el uso de fuerza contra hombres que no han forzado a nadie, el uso de coacción armada contra víctimas desarmadas, es una espeluznante máquina infernal diseñada para aniquilar la moralidad; tal gobierno tergiversa su único propósito moral y transforma su papel de protector en el papel del más mortal enemigo del hombre, su papel de policía en el de un criminal investido con el derecho a ejercer la violencia contra víctimas despojadas del derecho a la autodefensa. Semejante gobierno sustituye por moralidad la siguiente regla de conducta social: puedes hacerle lo que quieras a tu prójimo, siempre que tu pandilla sea más grande que la suya.
Sólo un mostrenco, un iluso o un evasor puede aceptar existir en esos términos o estar de acuerdo en darles a sus semejantes un cheque en blanco sobre su vida y su mente, en aceptar la creencia de que otros tienen derecho a disponer de su persona a su antojo, que la voluntad de la mayoría es omnipotente, que la fuerza física de músculos y números es un substituto por justicia, realidad y verdad. Nosotros, los hombres de la mente, nosotros que somos comerciantes, no amos ni esclavos, no negociamos con cheques en blanco ni los otorgamos. Nosotros no vivimos ni trabajamos con ningún aspecto de lo no-objetivo.
Mientras los hombres, en la era del salvajismo, no tuvieron el concepto de realidad objetiva y creían que la naturaleza física estaba gobernada por el capricho de demonios incognoscibles – ni pensamiento, ni ciencia, ni producción fueron posibles. Sólo cuando los hombres descubrieron que la naturaleza era un absoluto firme y previsible, fueron capaces de basarse en su conocimiento, de elegir su camino y planear su futuro, y, poco a poco, salir de la caverna. Ahora vosotros habéis devuelto la industria moderna, con su inmensa complejidad de precisión científica, al poder de demonios incognoscibles – al poder imprevisible de los caprichos arbitrarios de furtivos y grotescos burócratas. Un agricultor no invertirá el esfuerzo de un estío si es incapaz de calcular las posibilidades de una cosecha. Pero tú esperas que los gigantes de la industria – que planifican en términos de décadas, invierten en términos de generaciones y suscriben contratos de noventa y nueve años – continúen funcionando y produciendo sin saber qué capricho aleatorio en el cráneo de qué funcionario aleatorio descenderá sobre él en qué momento para demoler la totalidad de su esfuerzo. Vagabundos y trabajadores manuales viven y hacen planes con horizontes de un día. Cuanto mejor la mente, más largo el plazo. Un hombre cuya visión se extiende a una chabola podría continuar construyendo sobre vuestras arenas movedizas, agarrar un beneficio rápido y salir corriendo. Un hombre que concibe rascacielos no lo haría. Ni destinará diez años de inquebrantable devoción a la tarea de inventar un nuevo producto, sabiendo que pandillas de entronizada mediocridad estarán manipulando las leyes contra él, para amarrarle, restringirle y obligarle a fracasar, y que aunque se enfrentara a ellos y se esforzara y tuviera éxito, ellos confiscarán sus recompensas y su invento.
Mira más allá del momento presente, tú que gimes que temes competir con hombres de inteligencia superior, que su mente es una amenaza a tu supervivencia, que el fuerte deja sin oportunidad al débil en un mercado de intercambio voluntario. ¿Qué determina el valor material de tu trabajo? Solamente el esfuerzo productivo de tu mente – si vivieras en una isla desierta. Cuanto menos eficiente fuese el pensamiento de tu cerebro, menos te produciría tu trabajo físico – y podrías pasarte la vida en una única rutina, recolectando una precaria cosecha o cazando con arco y flechas, incapaz de pensar más allá. Pero cuando vives en una sociedad racional, donde los hombres son libres para comerciar, recibes un incalculable beneficio: el valor material de tu trabajo está determinado no sólo por tu esfuerzo, sino por el esfuerzo de las mejores mentes productivas que existen en el mundo a tu alrededor.
Cuando trabajas en una fábrica moderna, se te paga, no sólo por tu labor, sino por todo el genio productivo que ha hecho esa fábrica posible: por el trabajo del industrial que la construyó, por el trabajo del inversor que ahorró el dinero para arriesgar en lo nuevo y lo no probado, por el trabajo del ingeniero que diseñó las máquinas cuyas palancas tú estás moviendo, por el trabajo del inventor que creó el producto que tú pasas el tiempo fabricando, por el trabajo del científico que descubrió las leyes que permitieron fabricar ese producto, por el trabajo del filósofo que le enseñó a los hombres cómo pensar y a quien tú pasas el tiempo denunciando.
La máquina, la forma congelada de una inteligencia viva, es el poder que expande el potencial de tu vida al aumentar la productividad de tu tiempo. Si trabajaras como herrero en la Edad Media de los místicos, la totalidad de tu capacidad productiva consistiría en una barra de hierro hecha por tus manos tras días y días de esfuerzo. ¿Cuántas toneladas de rieles produces diariamente si trabajas para Hank Rearden? ¿Te atreverías a afirmar que el monto de tu salario fue creado exclusivamente por tu trabajo físico y que esos rieles son el producto de tus músculos? El nivel de vida de aquel herrero es todo lo que tus músculos valen; el resto es un regalo de Hank Rearden.
Cada hombre es libre de ascender tan alto como sea capaz o quiera, pero sólo el nivel hasta el que piensa determina hasta qué nivel ascenderá. El trabajo físico como tal no puede extenderse más allá del momento inmediato. El hombre que no hace más que trabajo físico consume el material equivalente a su propia contribución al proceso productivo, y no deja ningún valor remanente para él ni para otros. Pero el hombre que produce una idea en cualquier campo de actividad racional – el hombre que descubre nuevo conocimiento – es un benefactor permanente de la humanidad. Los productos materiales no pueden ser compartidos, ellos le pertenecen a algún consumidor final; es sólo el valor de una idea el puede ser compartido con un número ilimitado de hombres, haciendo a todos los participantes más ricos sin el sacrificio ni la pérdida de nadie, aumentando la capacidad productiva de cualquier trabajo que ellos realicen. Es el valor de su propio tiempo lo que el fuerte del intelecto le transfiere a los débiles, dejando que trabajen en los trabajos que él descubrió mientras dedica su tiempo a nuevos descubrimientos. Esto es intercambio mutuo en beneficio mutuo; los intereses de la mente son únicos, no importa cuál sea el grado de inteligencia, entre hombres que desean trabajar y no buscan ni esperan lo inmerecido.
En proporción a la energía mental que él usa, el hombre que crea un nuevo invento recibe sólo un pequeño porcentaje de su valor en términos de pago material, no importa la fortuna que haga, no importan los millones que gane. Pero el hombre de la limpieza en la fábrica que produce ese invento recibe un pago enorme en proporción al esfuerzo mental que su trabajo requiere de él. Y lo mismo es verdad para todos los hombres intermedios, para todos los niveles de ambición y habilidad. El hombre en la cúspide de la pirámide intelectual contribuye el máximo a todos los que están debajo de él, pero no recibe nada excepto su pago material, no recibe ningún beneficio intelectual de otros para añadir al valor de su tiempo. El hombre en la base, quien, abandonado a su suerte, moriría de hambre en su desesperada ineptitud, no contribuye nada a aquellos sobre él, pero recibe el beneficio derivado de todos sus cerebros. Tal es la naturaleza de la “competición” entre el fuerte y el débil del intelecto. Tal es el esquema de “explotación” por el que habéis condenado al fuerte.
Ése fue el servicio que te habíamos proporcionado y que estábamos contentos y deseosos de dar. ¿Qué pedimos a cambio? Nada más que libertad. Requeríamos que nos dejaras libres para funcionar – libres para pensar y trabajar como decidiéramos – libres para asumir nuestros propios riesgos y aceptar nuestras propias pérdidas – libres para ganar nuestros propios beneficios y hacer nuestras propias fortunas – libres para apostar en tu racionalidad, para someter nuestros productos a tu juicio con la intención de realizar un intercambio voluntario, para confiar en el valor objetivo de nuestro trabajo y en la capacidad de tu mente de apreciarlo – libres para contar con tu inteligencia y tu honestidad, y tratar sólo con tu mente. Ése fue el precio que pedimos, que decidiste rechazar por considerarlo demasiado alto. Calificasteis de injusto el que nosotros, que os sacamos arrastrando de vuestros cuchitriles y os proporcionamos apartamentos modernos, radios, películas y automóviles, poseyéramos palacios y yates – decidisteis que vosotros teníais derecho a vuestro salario, pero nosotros no teníamos derecho a nuestros beneficios, que no queríais que tratáramos con vuestra mente, sino que tratáramos, en vez de con ella, con vuestra pistola. Nuestra respuesta a eso fue: “Malditos seáis”. Nuestra respuesta se hizo realidad: lo sois.
No os interesó competir en términos de inteligencia – ahora estáis compitiendo en términos de brutalidad. No os interesó permitir que las recompensas se obtuvieran por medio de una producción bien hecha – ahora estáis enzarzados en una carrera en la que las recompensas se obtienen a través de robos bien hechos. Llamasteis egoísta y cruel al que hombres intercambiaran valor por valor – ahora habéis creado una sociedad desprendida en la que se intercambia extorsión por extorsión. Vuestro sistema es una guerra civil legalizada, donde los hombres se juntan en cuadrillas unos contra otros y luchan por la posesión de la ley, la cual utilizan como un garrote contra sus rivales, hasta que otra cuadrilla se lo arrebata de su empuñe y los apalea a ellos con él a su vez, todos clamando excusas de un servicio a un bien no especificado de un público no identificado. Habíais dicho que no veíais ninguna diferencia entre el poder económico y el político – ninguna diferencia entre el poder del dinero y el de las armas – ninguna diferencia entre recompensa y castigo, ninguna diferencia entre compra y saqueo, ninguna diferencia entre placer y miedo, ninguna diferencia entre vida y muerte. Estáis aprendiendo la diferencia ahora.
Algunos de vosotros podríais alegar la excusa de vuestra ignorancia, de una mente limitada y un alcance limitado. Pero los malditos y más culpables de entre vosotros son los hombres que tenían la capacidad de saber pero prefirieron evadir la realidad, los hombres que se mostraron dispuestos a vender su inteligencia a la cínica servidumbre de la fuerza: la despreciable raza de esos místicos de la ciencia que profesan su devoción a algún tipo de “conocimiento puro” – la pureza consistiendo en su afirmación de que tal conocimiento no tiene aplicación práctica en este mundo – aquellos que reservan su lógica para la materia inanimada y creen que el tema de tratar con los hombres no requiere ni merece racionalidad; quienes desprecian el dinero y venden sus almas a cambio de un laboratorio conseguido por saqueo. Y puesto que no existe tal cosa como el “conocimiento no práctico”, ni ningún tipo de acción “desinteresada”, como desprecian el uso de su ciencia para el propósito y el beneficio de la vida, entregan su ciencia al servicio de la muerte, al único fin práctico que ella puede tener para los saqueadores: a  inventar armas de coerción y destrucción. Ellos, los intelectos que buscan escapar de valores morales, ellos son los malditos en esta Tierra, y suya es la culpa que no puede ser perdonada. ¿Me oyes, Dr. Robert Stadler?
Pero no es a él a quien quiero hablarle. Les estoy hablando a aquellos de entre vosotros que han conservado algún residuo soberano de su alma que no ha sido enajenado ni estampado con: “…a la orden de otros”. Si, en el caos de los motivos que te impulsaron a escuchar la radio esta noche, hubo un deseo honesto y racional de averiguar qué hay de malo en el mundo, tú eres el hombre a quien quiero dirigirme. Por las reglas y términos de mi código, se les debe una exposición racional a quienes les importa y están haciendo un esfuerzo por saber. Los que están haciendo un esfuerzo por no entenderme no me conciernen.
Les estoy hablando a quienes desean vivir y recapturar el honor de su alma. Ahora que sabéis la verdad sobre vuestro mundo, dejad de apoyar a vuestros propios destructores. La maldad del mundo es posible sólo por la aprobación que le otorgáis. Retirad vuestra aprobación. Retirad vuestro apoyo. No intentéis vivir en los términos de vuestros enemigos ni ganar en un juego en el que ellos dictan las reglas. No busques el favor de quienes te esclavizaron; no les pidas limosna a quienes te han robado, sean subsidios, préstamos o empleos; no te unas a su bando para recuperar lo que te han quitado, ayudándoles a robar a tus vecinos. Uno no puede esperar conservar su vida aceptando sobornos para condonar su propia destrucción. No luches por beneficios, triunfos o seguridad al precio de una hipoteca sobre tu derecho a existir. Esa hipoteca no ha de ser pagada; cuanto más les pagues, más exigirán; cuanto mayor sean los valores que intentes alcanzar, más vulnerablemente indefenso estarás. El suyo es un sistema de chantaje abierto ideado para desangrarte, no por medio de tus pecados, sino por medio de tu amor a la existencia.
No intentes ascender en las condiciones de los bandidos o subir una escalinata mientras son ellos quienes tienen las riendas. No permitas que sus manos toquen el único poder que los mantiene en el poder: tu ambición de vivir. Declárate en huelga – de la forma que yo lo hice. Usa tu mente y capacidad en privado; aumenta tu conocimiento, desarrolla tu habilidad, pero no compartas tus logros con otros. No intentes producir una fortuna con un saqueador cabalgando en tus espaldas. Mantente en el peldaño más bajo de tu escalinata, no ganes más que tu mínima supervivencia, no ganes un céntimo de más para apoyar el Estado de los saqueadores. Ya que eres un cautivo, actúa como un cautivo, no les ayudes a simular que eres libre.
Conviértete en el silencioso, incorruptible enemigo que ellos temen. Cuando te fuercen, obedece, pero no te ofrezcas voluntario. Nunca ofrezcas voluntariamente dar un paso en su dirección, ni un deseo, un ruego o un propósito. No le ayudes a un atracador a proclamar que actúa como tu amigo y benefactor. No les ayudes a tus carceleros a pretender que su cárcel es tu estado natural de existencia. No les ayudes a falsear la realidad. Esa falsificación es el único dique manteniendo a raya su secreto terror, el terror de saber que no son aptos para existir; quítalo y deja que se ahoguen; tu aprobación es su único salvavidas.
Si encuentras la oportunidad de desaparecer en algún paraje selvático fuera de su alcance, hazlo; pero no para existir como un bandido o formar una pandilla para competir con su fraudulento esquema; construye una vida productiva para ti mismo con quienes aceptan tu código moral y están dispuestos a luchar por una existencia humana. No tienes ninguna posibilidad de triunfar bajo la Moralidad de la Muerte o por el código de la fe y la fuerza; promulga el criterio en el que los honestos se acogerán: el criterio de la Vida y la Razón.
Actúa como un ser racional y aspira a convertirte en un punto de encuentro para todos aquellos que están hambrientos por una voz de integridad – actúa basado en tus valores racionales, estés solo en medio de tus enemigos o con unos cuantos de tus amigos escogidos, o como el fundador de una modesta comunidad en la frontera del renacimiento de la humanidad.
Cuando el Estado de los bandidos se derrumbe, despojado de los mejores de sus esclavos, cuando caiga al nivel de un caos impotente, como las naciones del Oriente asoladas por el misticismo, y se disuelva en hordas de ladrones hambrientos luchando por robarse entre sí – cuando los defensores de la moralidad del sacrificio perezcan con su último ideal – entonces y en ese día volveremos.
Abriremos las puertas de nuestra ciudad a quienes merecen entrar; una ciudad de chimeneas, tuberías, huertas, mercados y hogares inviolables. Actuaremos como el centro de reunión para tales refugios ocultos como el que tú construirás. Con el signo del dólar como nuestro emblema – el símbolo del mercado libre y mentes libres – nos moveremos para retomar este país una vez más de los impotentes salvajes que nunca descubrieron su naturaleza, su significado, su esplendor. Quienes decidan unirse a nosotros, se unirán; los que no lo hagan, no tendrán el poder de detenernos; hordas de salvajes nunca han sido un obstáculo para los hombres que enarbolan el estandarte de la mente.
Entonces este país una vez más se convertirá en un santuario para una especie en extinción: el ser racional. El sistema político que construiremos está contenido en una sola premisa moral: ningún hombre puede obtener valores de otros recurriendo a la fuerza física. Todo hombre se mantendrá o caerá, vivirá o morirá por su propio juicio racional. Si fracasa en su uso y cae, él será su única víctima. Si teme que su juicio es inadecuado, no se le dará un arma para mejorarlo. Si decide corregir sus errores a tiempo, dispondrá del despejado ejemplo de sus mejores como guía para aprender a pensar; pero se pondrá fin a la infamia de pagar con una vida por los errores de otra.
En ese mundo podrás levantarte cada mañana con el espíritu que conociste en tu niñez: ese espíritu de anhelo, aventura y certeza que procede de tratar con un universo racional. Ningún niño le teme a la naturaleza; es tu miedo a los hombres lo que desaparecerá, el miedo que ha paralizado tu alma, el miedo que adquiriste en tus primeros encuentros con lo incomprensible, lo impredecible, lo contradictorio, lo arbitrario, lo oculto, lo falso, lo irracional en los hombres. Vivirás en un mundo de seres responsables, que serán tan consistentes y confiables como son los hechos; la garantía de su carácter será un sistema de existencia en el que la realidad objetiva es el criterio y el juez. Tus virtudes gozarán de protección, tus vicios y debilidades, no. Todas las oportunidades estarán abiertas a tu bondad, ninguna le será dada a tu maldad. Lo que recibirás de los hombres no serán limosnas, ni lástima, ni piedad, ni perdón por los pecados, sino un único valor: justicia. Y cuando mires a los hombres o a ti mismo sentirás, no desagrado, sospecha y culpa, sino una única constante: respeto.
Tal es el futuro que eres capaz de ganar. Requiere un esfuerzo, como cualquier otro valor humano. Cada vida es un esfuerzo hacia una meta y tu única elección es la elección de la meta. ¿Quieres continuar la batalla de tu presente o quieres luchar por mi mundo? ¿Quieres proseguir una lucha que consiste en aferrarse a precarios salientes en un inclinado descenso hacia el abismo, una lucha en que las privaciones que soportas son irreversibles y las victorias que consigues te llevan cada vez más próximo a la destrucción? ¿O quieres emprender una lucha que consiste en escalar de saliente en saliente en un continuo ascenso hacia la cima, una lucha en que las dificultades son inversiones en tu futuro y las victorias te llevan irreversiblemente más cerca del mundo de tu ideal moral, y si por acaso murieras sin haber alcanzado la plena luz del sol, morirías en un nivel acariciado por sus rayos? Tal es la opción que te ofrezco. Que tu mente y tu amor por la existencia decidan.
Mis palabras finales estarán dirigidas a aquellos héroes que aún estén escondidos en el mundo, aquellos que están siendo mantenidos prisioneros, no por sus evasiones sino por sus virtudes y su desesperada valentía. Mis hermanos en espíritu, cotejad vuestras virtudes y la naturaleza de los enemigos a quienes estáis sirviendo. Vuestros destructores os retienen por medio de vuestra persistencia, vuestra generosidad, vuestra inocencia, vuestro amor – la persistencia que lleva sus cargas – la generosidad que responde a sus gritos de desesperación – la inocencia que es incapaz de concebir su maldad y les otorga el beneficio de cada duda, rehusando condenarlos sin comprender e incapaz de comprender sus motivos – el amor, vuestro amor por la vida, que hace que penséis que ellos son hombres y que también la aman. Pero el mundo de hoy es el mundo que ellos querían; la vida es el objeto de su odio. Abandónalos a la muerte a la que adoran. En nombre de tu magnífica devoción a esta Tierra, déjalos, no agotes la grandeza de tu alma en conseguir el triunfo de la maldad de ellos. ¿Me oyes… amor mío?
En nombre de lo mejor que hay en ti, no sacrifiques este mundo a quienes son lo peor de él. En nombre de los valores que te mantienen vivo, no dejes que tu visión del hombre sea distorsionada por lo feo, lo cobarde, lo necio que hay en los que nunca han merecido ser llamados hombres. No dejes de tener presente que el estado apropiado al hombre es una postura erguida, una mente intransigente y un paso que recorre caminos ilimitados. No permitas que tu fuego se extinga, chispa tras irremplazable chispa, en los desahuciados pantanos de lo aproximado, lo casi, lo todavía no, lo nunca jamás. No dejes que el héroe en tu alma perezca, en solitaria frustración, por la vida que merecías pero nunca has sido capaz de alcanzar. Examina tu recorrido y la naturaleza de tu batalla. El mundo que deseabas puede ser alcanzado, existe, es real, es posible, es tuyo.
Pero ganarlo requiere tu total dedicación y una ruptura total con el mundo de tu pasado, con la doctrina de que el hombre es un animal de sacrificio que existe para el placer de otros. Lucha por el valor de tu persona. Lucha por la virtud de tu orgullo. Lucha por la esencia de lo que es el hombre: por su soberana mente racional. Lucha con la radiante certeza y la absoluta rectitud de saber que tuya es la Moralidad de la Vida y que tuya es la batalla por cualquier logro, cualquier valor, cualquier grandeza, cualquier bondad, cualquier alegría que alguna vez haya existido sobre la tierra.
Vencerás cuando estés dispuesto a pronunciar el juramento que yo hice al comienzo de mi batalla – y para quienes quieran saber el día de mi retorno, lo repetiré ahora para el oír del mundo:
 “Juro – por mi vida y mi amor a ella – que jamás viviré para el provecho de otro hombre, ni le pediré a otro hombre que viva para el mío”.

¡Sálvese quien pueda! - Andrés Oppenheimer

¡Sálvese quien pueda! El futuro del trabajo en la era de la robotización. Oppenheimer siempre me ha llamado la atención, si bien no he sid...