11 febrero, 2012

CARPENTIER EN SU REINO


EL REINO DE ESTE MUNDO
ALEJO CARPENTIER
(Varias Ediciones)
El reino de este mundo’ es una novela que evoluciona sobre un trasfondo histórico dado por los orígenes de la República de Haití, en el que intervienen personajes como los caudillos Mackandal y Henri Christophe, Paulina Bonaparte y su marido el general Leclerc. El autor, el cubano Alejo Carpentier (1904-1980), se sirvió de tales materiales históricos para ilustrar una tesis literaria de amplia resonancia cultural, puesto que concierne al arduo tema de la identidad latinoamericana-: la teoría de lo real maravilloso.
Escritor de vasto saber y oficios variados, musicólogo entre otras cosas, Carpentier contribuyó de modo decisivo a perfilar y enaltecer la singularidad latinoamericana en el universo narrativo. La novela ‘Écue-Yamba-O’ (“Alabado sea el Señor”, en lengua yoruba), su debut literario, constituye una tentativa de registrar la cultura popular cubana, en la que el elemento de origen africano tiene una vigorosa presencia. Carpentier se vale aquí de las claves ya probadas de la escuela naturalista vernácula, y el resultado es un relato de índole antropológica aún carente de la originalidad y la rotundidad de su obra posterior.
En la génesis del concepto de ‘lo real maravilloso’ tuvo parte fundamental un viaje realizado por el escritor a Haití en 1943, en donde pudo “sentir el nada mentido sortilegio” del país e imbuirse de la vitalidad de sus mitologías. Conforme al ideario carpenteriano, que extrapola la especificidad haitiana al universo americano haciendo tabla rasa de su diversidad, en América –entiéndase la del sur del Río Grande- el prodigio no es recurso forzado de una civilización que haya agostado la planta de sus tradiciones y mitos y que, ávida del fruto mirífico de la fantasía, deba contentarse con penosos sucedáneos. Europa puede experimentar el malestar en la culturay procurarse efímera evasión de la aridez racionalista en los malabares del surrealismo y otras vanguardias artísticas. En América Latina y el Caribe, en cambio, el mito subsiste con toda su fuerza, haciendo de la región tierra fértil para el prodigio. El rescate de la cosmovisión americana es el motivo que subyace a ‘El reino de este mundo’ (1949), auténtico manifiesto carpenteriano y segunda novela del autor. 
En concepto de Carpentier, la persistencia del mito exige que la realidad americana sea representada por un arte narrativo distinto del que dictan los parámetros del racionalismo. En el imaginario americano –tentado estoy de decir ‘imaginario carpenteriano’- la realidad anula las fronteras que la mentalidad racionalista establece entre las dimensiones natural y sobrenatural, permeándose ambas de modo tan espontáneo y completo que nada impidela ocurrencia en nuestro mundo de los más sensacionales portentos o milagros. Por lo tanto, si el escritor se aboca a la tarea de representar esta realidad, ha de hacerlo bajo el prisma de lo real maravilloso, concibiendo una ficción maravilloso-realista: una en que lo prodigioso sea parte ingénita de lo real.
La novela que reseño se nutre de los hechos históricos que desembocaron en la independencia de la colonia francesa de Saint-Domingue, actual Haití, y en el establecimiento de la grotesca monarquía de Henri Christophe; acontecimientos todos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. El punto de vista que unifica la trama es el de un personaje ficticio de nombre Ti Noel, de raza negra, primero esclavo y luego peón liberto que hace de testigo de la tormentosa historia. Liderados por el manco Mackandal, hechicero versado en venenos y en el arte de la metamorfosis, los negros de la colonia se sublevan contra la dominación blanca; la insurrección es derrotada, su líder ejecutado y los negros sometidos a sistemática matanza. Años después se produce una nueva insurrección que a largo plazo culminará en éxito. Ya independizado el país, sobreviene la autoproclamación, en 1811, de Henri Christophe como rey de la parte septentrional bajo el nombre de Henri I; acabará suicidándose en 1820, en medio de una nueva sublevación.
La obra es breve en verdad (abulta apenas un centenar de páginas), pero densa en significado. No se atiene al propósito de novelar una porción de la historia haitiana, en sentido de desplegar una sucesión pormenorizada de acontecimientos y de retratar a sus protagonistas. Nada de esto, puesto que la narración es fragmentaria, el punto de vista muy sesgado y las omisiones y los saltos temporales demasiado amplios. Más bien, dicha porción de historia proporciona la ambientación en que se desenvuelven Ti Noel y otros personajes, entregados a la fascinación y también las penurias del exuberante Caribe. (La fugaz aparición de Paulina Bonaparte, hermana de Napoleón casada con el general Leclerc -comisionado por su poderoso cuñado para la recuperación de la colonia y fallecido en el intento-, pone una nota colorida, plena de sensualidad.) Provee, aquella porción de historia, la justificación del propósito ideológico del autor: como está dicho, la plasmación literaria de una peculiar cosmovisión americana, premoderna y forjada en ricos sincretismos culturales.

de lo prodigioso. El pensamiento mítico de la población negra subvierte los parámetros de la realidad ‘normal’ tal cual es entendida por los blancos; para aquélla la realidad mítica es la normalidad misma. El contraste entre los dos paradigmas culturales, el ‘occidental’ y el premoderno de los negros haitianos, es evidente –más que en ningún otro pasaje de la novela- en el momento de la ejecución de Mackandal. Los colonos franceses, al quemarlo en la hoguera, creen suprimir por completo la amenaza representada por el nigromante. Para sus congéneres africanos, en cambio, el manco sólo se ha desembarazado de su envoltura humana; al momento de ser devorado su cuerpo por las llamas, su espíritu se eleva por los aires y se desvanece arrojándose entre los negros, quienes comprenden que Mackandal ha decidido permanecer en el reino de este mundo, esperando el instante propicio para reaparecer y liberar a su pueblo de la esclavitud. Los negros se gozan del modo como su padre espiritual ha burlado los métodos de los blancos –confirmando un nuevo triunfo de los “Altos Poderes de la Otra Orilla”-. Por su parte, los blancos sólo han tomado nota de la –aparente- insensibilidad de los negros, la que, a su entender, confirmaría el primitivismo y la inferioridad de esta raza.

En mi opinión, la teoría de lo real maravilloso, directo antecesor del realismo mágico de García Márquez, contiene mucho de artificio y de parcialidad. La preeminencia, cuando no mera pervivencia, de una mentalidad mitológica puede ser entendida como fenómeno marginal que a duras penas se las ve ante el avance arrollador de la modernidad. Asignarle valores genéricos en cuanto esencia de lo latinoamericano me parece excesivo; peor aún si se hace, como en el presente caso, desde la excepcionalidad haitiana, tomando la parte por el todo. Creo que el trasfondo ideológico de la novela deja mucho que desear y que la propia trayectoria histórica de esta América lo ha desbancado. Sin embargo, como pieza fundamental de la literatura de estas latitudes, la novela conserva todo su interés. Su estilo generoso en imágenes y vivacidad depara una lectura soberbia, verdaderamente cautivante.

Rodrigo

09 febrero, 2012

Presentación de En el país del arte. Tres meses en Italia, de Vicente Blasco Ibáñez. 

El acto tendrá lugar a las 12 horas del sábado día 11 de febrero, en la Casa-Museo de Blasco Ibáñez, en la calle Isabel de Villena nº 157 (Valencia), al lado del Paseo Marítimo y la Playa de la Malvarrosa.

Contará con la presencia de Rosa Mª Rodríguez Magda, directora de la Casa y autora del prólogo, Javier Baonza, editor, y Julio Castelló, responsable de la edición crítica.


05 febrero, 2012

VIAJANDO POR ITALIA CON BLASCO IBÁÑEZ


EN EL PAÍS DEL ARTE. TRES MESES EN ITALIA
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Prólogo de Rosa María Rodríguez Magda
Ed. Evohé, col. El Periscopio, 2011

El arte al que se refiere el acertado y atractivo título del libro, no solo es el arte en su acepción plástica, que también, sino en la más general del término: el arte de vivir, y de vivir rodeados de belleza, tanto si está en ruinas como guardada en los más bellos museos y palacios. El arte del bel canto, de la musicalidad que impregna la vida cotidiana de los italianos, el arte del buen cocinar, del dolce far niente, de un país acostumbrado a las crisis políticas permanentes, al equilibrio económico entre el norte y el sur,  Miguel Ángel y Garibaldi, Savonarola y Casanova, poniendo una vela a Dios y al Diablo, viviendo entre los maravillosos desnudos de las estatuas grecorromanas y las sotanas de los curas en el Vaticano. Un país que deja boquiabierto al extranjero que pisa tierra italiana, y que, como Stendhal, podría preguntarse cómo es posible vivir rodeado de tanta belleza sin que te estalle el corazón.
En el prólogo, Rosa M. Rodríguez Magda, (actual directora de la Casa-Museo de Blasco Ibáñez en Valencia) cuenta las vicisitudes que hubo de pasar el escritor antes de llegar a Italia, a la vez que afirma que es y no es un libro de viajes escrito por un novelista. Porque cuando Blasco lo escribe, aun no es un novelista: es periodista, agitador político, y…joven. Será un novelista, después. Por ahora realiza un maravilloso viaje por Italia en 1886, pero no porque desee ir a Italia y escribir sobre ella, sino porque ha de salir por piernas, debido a una algarada política, una manifestación ante la plaza de Toros, donde Blasco, entre otros habían convocado un mitin que fue prohibido, pero la gente acudió y acabó con un policía herido y declarado el estado de guerra. Resultado: el joven Vicente Blasco embarca en un vapor que le lleva a Sète y de allí recala en Génova, pisando tierra italiana por vez primera. El impacto que recibe es enorme.
 Solamente verse en pleno Mediterráneo ya motiva al joven Blasco un cúmulo de emociones, viniéndole a la mente la historia de estas aguas, por las que ha navegado la cultura y la civilización, primero de Oriente a Occidente, y después en sentido inverso. Pero es llegar a Italia, empezar a recorrerla y también se ve colmado por cantidad de emociones: reconoce la herencia histórica romana, al tiempo que asume la herencia española en tierras italianas. El recorrido que durante tres meses realiza y sobre el que va a ir escribiendo sus impresiones cubre las más importantes ciudades y zonas italianas: empieza por Génova, la ciudad del mármol; sigue por la Lombardía –la Cataluña italiana, como él la califica-, siguiendo la ruta de Napoleón, hacia Milán, capital moral de la península, que le conmueve  por la magnificencia de su majestuosa catedral: «Es necesario –afirma- ser Victor Hugo para definir la impresión que causa el interior de esos grandes monumentos levantados por la fe de la Edad Media». También le llama la atención el carácter musical de la población, y la ópera, presente en toda Italia pero encabezada por la Scala. El castillo de los Visconti –o lo que queda de él- le provoca reflexiones enjundiosas, así como la Biblioteca Ambrosiana, la Pinacoteca de  Brera…y la prisa por comer de los frailes de Santa María de Gracia, que abrieron una puerta justo cargándose la parte inferior de la Santa Cena de Leonardo. Dedica cinco capítulos a Milán.

De la capital lombarda se traslada a Pavía, que califica de «Escorial italiano», y recuerda la victoria de los tercios españoles de Carlos V sobre las tropas francesas y cómo fue hecho prisionero Francisco I. De allí a Turín, donde su mayor deseo se ve cumplido al encontrarse en persona con Edmundo D’Amicis, al que admira tanto literaria como políticamente, y nos brinda toda una disertación sobre la relación de la poesía con la revolución. A lo largo de todos estos textos, el joven y ardiente Blasco manifiesta sus opiniones políticas, reflexiona, compara, alaba o critica la historia y a los personajes según su filtro. Pero lo hace muy razonadamente y a veces, tiene unas ocurrencias humorísticas deliciosas, por las que hace algunas críticas por la vía cómica, que resultan así más tamizadas. En general, la religión católica y la Iglesia son continua diana de sus dardos. Conocida es la posición anticlerical y anti monárquica de Blasco, republicano visceral, y en cada lugar que visita de Italia observa cómo vive la población, las diferencias sociales, las influencias nefastas de los clérigos (jugosas reflexiones sobre Francisco de Asís, por cierto), los garibaldinos, los Saboya,…
Sube a la torre de Pisa, sintiendo un cierto vértigo, recorre la Plaza de los Caballeros, y la Torre del Hambre, donde el conde Ugolino languideció, y llega por fin al Campo Santo. Recuerda a Byron asistiendo a la muerte de Shelley, recuerda que en el Palacio de la Sapienza (la Universidad) un tal Galileo impartía sus lecciones, mientras la Inquisición afilaba las uñas.
Y llega a Roma, a la que dedica nueve capítulos: se apodera de él el síndrome stendhaliano, y no sabe por dónde empezar, subyugado ante tanta belleza, ante tanto arte, la Roma clásica y la Roma renacentista, Laocoonte y la Sixtina, el Foro y el Capitolio; la magnificencia arquitectónica de San Pedro; el Vaticano, pleno de tesoros artísticos, centro histórico de poder. Los diversos saqueos de la ciudad, desde los bárbaros, a los españoles, y los de los propios ciudadanos, que desmontaron medio Coliseo para construir palacios: «Lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberini» dice Blasco, con retranca. Miguel Ángel, Rafael, le calan hondísimo ¿y a quién no? ¿Quién podría resistirse a la fuerza que emana de las esculturas y pinturas miguelangescas, o a la dulzura de la las pinturas rafaelescas?

No sólo del arte clásico y de la gloriosa arquitectura romana nos habla, sino que incluye dos capítulos para  hablar de los españoles (artistas, literatos, periodistas) que encuentra en la Ciudad Eterna, y que son muchos, siendo los principales los hermanos Benlliure, que le acogen y le ayudan, incluso le llevan un tiempo a Asís, donde tienen casa de verano. La ciudad de Asís le recuerda a Toledo, impresionándole profundamente los frescos y las pinturas de la catedral: Cimabue, Giotto, el Dante, San Francisco son personajes que le llaman la atención y sobre los que diserta.
De Roma pasa a Nápoles, a cuya región dedica otros siete capítulos.  Aquí el escritor se desborda como el Vesubio; no puede resistir tanta belleza natural: la bahía napolitana, el maravilloso paisaje, el imprevisible volcán, que visita subiendo a caballo, llegando hasta el mismísimo cráter, aspirando los efluvios sulfurosos y casi quemándose los pies con las ardientes piedras volcánicas. Pero no sólo es la naturaleza: es la propia ciudad y las gentes napolitanas las que le dejan lleno de sentimientos contradictorios: reconoce cuanto hay de español en Nápoles, la picaresca que parece ser el carácter propio de sus pobladores, así como la musicalidad de lengua y canto. También la languidez, el dolce far niente, la casi invisible frontera entre la ley y la ilegalidad de la Camorra, «pueblo de alegres farsantes».
Lo que también visita y describe al detalle, con enjundiosas reflexiones y comentarios, es la ciudad muerta de Pompeya, a la que imagina llena de vida y nos hace imaginar a los antiguos pobladores paseando junto a él por las avenidas, el interior de las casas, admirando las pinturas, sonrojándose en la vía del Lupanar, ante el «atrevimiento» y la liberalidad sexual de los romanos. Los comentarios del escritor no tienen desperdicio.
Tras la visita al sur, sube hacia el norte, hacia la Toscana: al pasar por el lago Trasimeno imagina vívidamente la tremenda batalla que tuvo lugar entre las tropas de Aníbal y las de los romanos, comandados por Cayo Flaminio Nepote. Y finalmente llega a la Ciudad de las Flores: Florencia. Deambula bajo la lluvia por la ciudad, asombrado de encontrar en tan breve espacio la mayor concentración de arte nunca visto, impresionado por la fuerza escultórica en cada rincón de la Plaza de la Señoría, por los pasillos abarrotados de arte de la Galleria degli Uffici. La cúpula de Brunelleschi, las Puertas de Ghiberti, Santa María dei Fiori, ¿es posible hallar más belleza junta? Ay, Stendhal, ¡cuánta razón tenías!
Y finalmente, el broche con el que cierra su relato viajero: no podía ser otro que Venecia, la reina de las lagunas. Describe su entrada en tren, por el largo puente que parece flotar sobre las aguas. La excepcionalidad de esta maravillosa y única ciudad, puerta de Oriente, cuyo intercambio cultural se aprecia en las edificaciones y en los dorados que cubren San Marcos, la sensación de estar en la frontera de otro mundo, los paseos por las escondidas plazoletas, las góndolas por los canales, los palacios reflejados en las aguas tranquilas…La historia de la Serenísima parece haber inmovilizado el tiempo, cuando se entra en la ciudad.
En suma, un relato lleno de viveza, un estudio de la historia italiana, de las costumbres, de sus gentes y paisajes, un texto que supera con creces cualquier guía turística y que asombra la profundidad de miras de un joven periodista que más tarde será un grandísimo escritor…y un incansable viajero: Don Vicente Blásco Ibáñez  El criterio seguido para esta edición por Julio Castelló principal responsable de ella, ha cotejado la edición príncipe con otras ediciones posteriores, con la idea de recuperar dos capítulos desaparecidos de ulteriores ediciones, así como un buen número de párrafos, expresiones, fragmentos y matices eliminados o modificados, por una posible incorrección política, pero que revelan al autor en sus convicciones profundas y dan calidad  al texto.



Reseña publicada también en: http://www.elplacerdelalectura.com/2012/02/en-el-pais-del-arte-tres-meses-en.html

¡Sálvese quien pueda! - Andrés Oppenheimer

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