Este post fue escrito y publicado por Alejandro Pérez Guillén y enviado a opiniondelibros@gmail.com por Guadalupe Eichelbaum para su reposteo. Muchas gracias Guadalupe por tu contribución.
Si en El libro de las ilusiones, de Paul Auster, el personaje principal, sumido en una depresión sin salida aparente, sale a flote gracias al azar, a la contemplación de un actor de cine mudo en la pequeña pantalla que le devuelve a la vida al arrancarle un amago de sonrisa, si en El libro del buen amor, unos versos magníficos mitigan el dolor de un hijo ante la muerte de su padre, en la novela Siempre en la memoria Andrea supera en parte el duelo de una pérdida con el recuerdo de su hijo en la tierra y, de forma casual, al darse cuenta de que unas fuerzas invisibles la empujaban hacia la vida, con la escritura de un diario íntimo en el que desnudaba su alma con la esperanza de que esos sentimientos quedaran impregnados en el papel con tanto ahínco que uno pudiera recuperarlo con la lectura.
La ternura de una niña dibuja el aliento de seguir adelante en la protagonista, desempeña el papel de un don Quijote influenciado por su amigo Sancho, de un Sancho que sufre el proceso de quijotización en sus propias carnes: la mujer actúa como una niña indefensa que no sabe cómo afrontar los problemas y la niña muestra una actitud adulta y reflexiva que contrasta con su situación.
En la narrativa de Guadalupe Eichelbaum Sánchez destaca el modo sutil con el que sella la boca de cada uno de los capítulos de la novela con unas frases cortas y unos silencios largos que invitan al lector a reflexionar sobre su propia existencia. La novela nada tiene que ver con la poesía, pero permite que uno se identifique con los personajes, pues por encima de la acción hay un análisis minucioso de su psicología de forma tan natural como profunda. No hay una visión maniquea de la realidad, sino que ésta está compuesta por una amplia gama de grises, desde la sonrisa inocente del día al luto imberbe de la noche: Había ganado mucho. Aún así, no estaba en paz con la vida. Le agradecía y le reprochaba pero no se suman y restan los sentimientos. No se anulan los negativos con los positivos, no hay matemáticas en el alma. Sólo un eterno ir y venir, mecerse en todas direcciones, muchas contradicciones y unas pocas certezas que, a veces, resultan no ser ciertas.
De las paredes de la casa escapa Andrea hacia el jardín como un Locus amoenus donde el paisaje se identifica con el entorno en una simbiosis de sentimientos que se duplican en el corazón con la fuerza descomunal de una ola que amenaza con arrasarlo todo. En el jardín se refugia de la soledad y de los miedos, en el jardín se siente libre a ratos, pues la naturaleza le otorga el sosiego y la paz necesarios para que la conciencia descanse. En este contexto aparece una crítica a la construcción desmedida en los pueblos que borran el sueño de un paisaje que se niega a morirse entre ladrillos, que nos recuerda que el pasado ya no es el mismo, ni siquiera como estampa de otoño que se niega a sucumbir ante nuestros ojos.
La novela gira en torno a la antítesis, a un contraste de pareceres y de personajes que apoyan la ficción a ambos lados de los extremos, como si la distancia entre ellos supusiera la mejor forma de acercamiento. Es una antítesis que se aproxima al paralelismo de unas vidas que a la postre confluyen en el mismo afán de salvar el pellejo, de embarcarse en el río de la existencia sin más asideros que los estímulos de una vida en común que los atrapa y los hace cómplices: Náufragos que habían intentado salvarse de maneras distintas.
La etopeya aparece como un recurso fundamental en la historia, de tal modo que el narrador parece ser un psicólogo que no intenta diagnosticar a sus pacientes, pero, sin embargo, es capaz de dejar que se muestren tal y como son, les deja el espacio suficiente para que puedan desahogarse, pintar con palabras en blanco y negro el alma que se escapa entre las páginas del libro. El lector es el único dispuesto a analizar el comportamiento de esos fantasmas que deambulan por su imaginación empujados por el ímpetu de la novela.
El tiempo se resquebraja en un antes y un después que deja al descubierto el abismo de una soledad sometida al dolor de una pérdida. Los personajes se refugian en el pasado como un remedio eficaz para sobrellevar el presente o en otras ocasiones huyen del escenario para emprender una nueva vida: siempre huyen hacia adelante o hacia atrás hasta que de nuevo el discurrir de los acontecimientos absuelve en parte el pecado de la angustia colocando una cicatriz donde habitaba el abismo, una cicatriz lo suficientemente sólida como para que se convierta en un puente a través del cual el presente retome el hilo de su propia historia, a través del cual pueden llegar a convivir el presente con el futuro y con el pasado, sin que el miedo al sufrimiento nos paralice del todo.
Siempre en mi memoria es un manual de supervivencia donde los sentimientos afloran con la espontaneidad de la primavera y los lectores no tienen más remedio que darse cuenta de que los cuentos a veces se asemejan tanto a la realidad que nos asustan y la realidad es un cuento del que en ocasiones no queremos despertar. Abramos los ojos a esta novela y aprenderemos mucho de nosotros mismos.
Muchas gracias Guadalupe.
¡Saludos!